Por Angel Moreno
Queridos amigos, hoy siento las palabras de San Pablo a la comunidad de Corinto en carne propia. Vosotros sois testigos del acompañamiento que os ofrezco, con los comentarios a las lecturas litúrgicas.
“Hermanos: El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio”.
Pido a Dios que purifique mi intención, y que el hecho de escribiros, sea, en verdad, un servicio en razón del ministerio recibido.
Este domingo, encuadrado en el Tiempo Ordinario, la Palabra de Dios ilumina circunstancias que en la vida diaria suelen ser compañeras, más aún en invierno, o en momentos de enfermedad, desánimo, tristeza, y por diversos motivos pueden acosar el alma y hacer sentir el desgarro, la tentación del escepticismo, la postración, si no física, sí del ánimo.
Cuando, en el momento presente, tantos pueden sufrir la experiencia de Job: “Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza”.
En esas circunstancias, la mano tendida de Jesús, levantando de la cama a la suegra de Simón Pedro -“Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó”-, es un icono esperanzador, que nos lleva a un doble movimiento, al de sentirnos invitados por Jesús a superar la postración, y al de ser mano tendida para quienes, a nuestro lado, puedan padecer debilidad de ánimo o de salud.
El salmista, lleno de confianza, nos presta la oración creyente para momentos en los que gustamos la confianza en Dios, y los efectos de su paso misericordioso por nuestra vida.
“El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida.
El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.
Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.”
“Hermanos: El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio”.
Pido a Dios que purifique mi intención, y que el hecho de escribiros, sea, en verdad, un servicio en razón del ministerio recibido.
Este domingo, encuadrado en el Tiempo Ordinario, la Palabra de Dios ilumina circunstancias que en la vida diaria suelen ser compañeras, más aún en invierno, o en momentos de enfermedad, desánimo, tristeza, y por diversos motivos pueden acosar el alma y hacer sentir el desgarro, la tentación del escepticismo, la postración, si no física, sí del ánimo.
Cuando, en el momento presente, tantos pueden sufrir la experiencia de Job: “Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza”.
En esas circunstancias, la mano tendida de Jesús, levantando de la cama a la suegra de Simón Pedro -“Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó”-, es un icono esperanzador, que nos lleva a un doble movimiento, al de sentirnos invitados por Jesús a superar la postración, y al de ser mano tendida para quienes, a nuestro lado, puedan padecer debilidad de ánimo o de salud.
El salmista, lleno de confianza, nos presta la oración creyente para momentos en los que gustamos la confianza en Dios, y los efectos de su paso misericordioso por nuestra vida.
“El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida.
El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.
Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.”
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