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domingo, 18 de septiembre de 2011

XXV Domingo del T.O. (Mt 20,1-16) - Ciclo A: Así es Dios


Publicado por Parroquia San Vicente

Con bastante frecuencia los creyentes no sospechamos que lo que nosotros “sabemos” de Dios, o lo que creemos “saber” de Dios puede ser un grave obstáculo para abrirnos al Dios verdadero, genuino, de Jesús.
Y es que los creyentes hemos olvidado que creer a Jesús es aprender a creer en el mismo Dios en el que Jesús creyó. Nos aferramos a nuestros propios esquemas, nos elaboramos nuestra imagen “particular” de Dios y por esto no aprendemos desde Jesús y con Jesús a vivir ante ese Padre que nos acoge como hijos y nos llama a vivir como hermanos la convivencia fraterna entre nosotros.

Por eso, la parábola del “Señor generoso y los obreros de la viña” que acabamos de escuchar en el Evangelio, choca profundamente con nuestra “religión particular”. Y no sería extraño que también nosotros, tú y yo, protestáramos ante la aparente “injusticia de Dios”, como los viñadores de la primera hora ante el Señor.

Porque el señor de la viña no retribuye a cada trabajador según lo que ha trabajado, sino que, a pesar de un trabajo desigual da a todos el jornal completo que necesitan para vivir al día siguiente.

El pensamiento de Jesús es claro: Dios no retribuye a cada uno según sus méritos, siguiendo nuestros criterios y medidas humanas. Dios a nadie hará injusticia, a nadie, pero su bondad, puede incluso regalar a los hombres lo que éstos no se han merecido.

¡Así es Dios! y NADIE puede presentarse ante él con reclamaciones justificadas. Su bondad hacia “los últimos” supera el marco estrecho de nuestras categorías de justicia. La parábola en su sencillez, tiene una fuerza crítica de consecuencias, a veces, totalmente olvidadas por los creyentes.

Aquí se critica cualquier postura religiosa en la que el hombre se sienta ante Dios con algún derecho de reclamación, apoyado precisamente en su práctica religiosa o en su comportamiento moral. La religión no puede ser concebida nunca como “una adquisición de derechos” ante Dios sino como una devolución a Dios del amor total que Dios mismo nos tiene a cada uno de nosotros.

Hemos de aprender una y otra vez a no confundir a Dios con nuestros esquemas religiosos y nuestros cálculos morales. Hemos de dejar a Dios ser más grande que nosotros. Hemos de dejarle sencillamente ser Dios, el Dios de Jesús para nosotros.

Tenemos el riesgo de creer que somos cristianos sin haber asumido todavía ese mensaje que Jesús nos ofrece hoy, de un Dios cuya bondad infinita llega misteriosamente hasta todos los hombres.

Probablemente, más de un cristiano que se tiene por cumplidor se escandalizaría todavía hoy al oír hablar de un Dios a quien no obliga el derecho canónico, un Dios que puede regalar su gracia sin pasar por ninguno de los siete sacramentos, y salvar, incluso fuera de la Iglesia a hombres y mujeres a quienes nosotros consideramos perdidos.

Sólo los pobres son los “privilegiados” de Dios, y éstos tampoco por sus méritos sino por la bondad de Dios que defiende a los pequeños y a los últimos.

¿Empequeñezco con mis cálculos y esquemas el amor incontrolable de Dios, gratuito, a todo ser humano? ¿Me considero ante Dios con derechos adquiridos de reclamación?

¿Confío algo en la bondad de Dios?





CON OTRAS PALABRAS



El sentido profundo de esta historia de Jesús justifica que se la llame la parábola «del patrón bueno».

En este episodio, la parábola no sólo aparece como un cuento con moraleja, sino como un hecho de la vida real. Porque de la vida, en un tiempo en el que flotaba siempre sobre los pobres el fantasma del desempleo, tuvo que sacarla Jesús. La plaza es el sitio de reunión en cualquier pueblo. Tuvo que serlo en Cafarnaúm también para los que buscaban trabajo. En aquellos tiempos abundaban los trabajadores eventuales, contratados por unas horas, por unos días, para una cosecha. Jesús compartió, como trabajador, pobre, esta situación.

El jornal de un trabajador en tiempos de Jesús era ordinariamente un denario. En algunos casos se incluía en el jornal la comida. En pueblos pequeños se pagaba en especie con mucha frecuencia. El denario fue la moneda oficial en Israel en tiempos de la dominación romana. Era de plata y llevaba inscrita la cara del emperador que gobernaba desde Roma las provincias. Equivalía a la dracma, moneda también de plata, que se había usado oficialmente, en tiempos de la dominación griega, unos doscientos años antes de Jesús.

El de la parábola es un buen patrón. Sabe que aunque unos hayan sudado durante doce horas y los otros hayan trabajado menos tiempo, todos tienen una familia que sacar adelante. Por eso les paga lo mismo a todos. No derrocha pagando más jornal del habitual, pero no permite que ninguno se quede sin lo necesario para ese día. No importa que los últimos hayan sido más remolones o no hayan madrugado lo suficiente. Todos tienen que comer y dar de comer a sus hijos y si les pagara sólo por una hora no les alcanzaría. El patrón no es arbitrario ni injusto ni caprichoso. Es bueno. Su corazón comprende el drama de un obrero desempleado, hastiado por la inseguridad diaria. Así es el buen patrón. Así mismo es Dios: Esta historia es su retrato.

Ante esta parábola muchas personas reaccionan con indignación, con amargura. Son mentalidades comerciales: A tanto esfuerzo, tanto premio; a tantas horas, tanto pago. Lo que se salga de eso, es injusto. Pero Dios no es un banquero, ni un capitalista eficaz. En él no hay números, hay sentimientos. El tiene corazón. A las mentalidades mezquinas le incomodan los gastos del generoso. Por eso, esta historia resultará siempre escandalosa para todas aquellas personas que piensan sólo en méritos con los que «asegurarse» el cielo.

La primera comunidad cristiana repitió el gesto del buen patrón: Se le daba a cada uno según sus necesidades, no según lo que producía (Hech. 2, 44‑45). La auténtica justicia es más cualitativa que cuantitativa, busca la unidad y no la uniformidad. Pretende que cada uno se desarrolle al como es, en todas sus posibilidades. Que cada uno pueda vivir.

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WebJCP | Abril 2007