Por José Enrique Galarreta
¿Cuál es el Espíritu de Jesús? El Espíritu le hace Hijo. Lo primero del Espíritu es reconocer a Dios, creer en un Dios-Padre ( Abbá) de una vez y abandonar definitivamente a los dioses/jueces que necesitan sangre para perdonar.
El Espíritu de Jesús exige en nosotros la liberación, y antes que nada, la liberación de los falsos dioses, señores poderosos que castigan y piden sacrificios de sangre. Ese cambio de Dios es el que nos cambia, y así sentimos el Espíritu de Jesús en nuestro modo de vivir, cuando aborrecemos nuestras cadenas, nuestras enfermedades, nuestro pecado, cuando sentimos el irresistible deseo de ser Hijos, cuando sentimos como un sueño irrenunciable la exigencia de “Ser perfectos como es perfecto vuestro Padre”.
Tenemos el Espíritu de Jesús si somos caminantes, si estamos saliendo de la agradable esclavitud del pecado a la exigente libertad de los Hijos.
Espíritu y Misión
A Jesús, el Espíritu le hace Salvador, el que entrega la vida para la liberación y la salud de todos. El Espíritu de Jesús nos compromete en la Misión de Jesús: liberar a todo ser humano del pecado y de sus consecuencias. Sentimos que nos anima el Espíritu de Jesús cuando experimentamos en nosotros la tendencia a ayudar, a salvar, a perdonar, a fijarnos en lo bueno, a comprometernos en los problemas ajenos, cuando sentimos que toda injusticia, enfermedad… todo mal de cualquiera nos afecta como nuestro.
El Espíritu hace a Jesús pobre, desinteresado, desprendido. El Espíritu de Jesús nos lleva a usar de todo lo que tenemos para el Reino, porque no queremos tirar la vida, no consentimos en desperdiciar nada, ni la salud ni el dinero, ni la inteligencia, ni la habilidad, ni el tiempo ni nada… porque todo esto puede ser precioso para siempre y no nos conformamos con sea sólo agradable para unos años.
Reconocemos que actúa en nosotros el Espíritu de Jesús cuando sentimos cierto recelo ante la comodidad, ante el placer, ante la seguridad, ante la felicidad que producen las cosas de fuera a dentro, cuando nos sentimos inquietos si nos aprecia todo el mundo, cuando sentimos satisfacción interior en el esfuerzo, en la austeridad, en la ayuda desinteresada y anónima, cuando tenemos que sufrir por la verdad, por el perdón, por la honradez. Y nos damos cuenta de que todo eso no nace simplemente de nosotros sino que es el Espíritu de Jesús el que lo produce, y estamos agradecidos de que se nos exija, porque así salvamos esta vida de la mediocridad, y de la muerte.
Reconocemos el Espíritu de Jesús cuando “sentimos a Dios”, dentro de nosotros y en todas las cosas, cuando percibimos que está ahí, hablando constantemente, exigiendo y perdonando y alentando la vida y liberando, y experimentamos que podemos conectar con Él en lo más íntimo, y que no llamamos FE a una serie de dogmas, sino a experimentar su Presencia Liberadora que cambia la vida y la hace válida.
Y sentimos que todo esto no nos lo inventamos sino que lo recibimos de Él, y sentimos que la vida es más, que hay un sentido y un plan y una presencia y un futuro.
Ver desde el Espíritu
Reconocemos que el Espíritu de Jesús está en nosotros cuando lo vemos actuar en el mundo y en la Iglesia, y vemos bondad y esfuerzo, y honradez y solidaridad y cuidado de la naturaleza, y dedicación a los débiles.
Con los ojos del Espíritu comprobamos con gozo la presencia del mismo Espíritu en tanto bien, tanta capacidad de sacrificio, tanta compasión como existen en las personas, a pesar de tantos poderes opresores, de tanta frivolidad deshumanizadora, tantas desgracias y abusos, y advertimos que sabemos “leer” su presencia en la vida de las personas para bien, y también el rechazo de muchos a esa presencia, para mal.
Pero sobre todo nos hace capaces de ver a los hombres como Hijos, y quererles (querernos) a pesar de sus (de nuestros) pecados. Nosotros no amamos a los demás porque nos caen bien, sino porque el Espíritu que está en nosotros nos hace amar primero y mirar después. Y somos capaces de reconocer el Espíritu de Dios actuando en el mundo, en la bondad, en el sacrificio, en la imaginación, en la… en todo lo positivo que hacen los hombres. “Sabemos” que es la acción de Dios.
Espíritu e Iglesia
El Espíritu, alma de la Iglesia, hace de la Iglesia un Pueblo libre dedicado a liberar. El Espíritu no deja tranquila a la Iglesia: la compromete. Ser la Iglesia es muy comprometido; sabemos que muchas personas verán al Espíritu o no verán al Espíritu si lo ven, o no lo ven, en nosotros. Somos la iglesia en la medida en que el Espíritu de Jesús inspira nuestra vida.
Si no hay Espíritu de Jesús en nuestra vida, pertenecemos al “Cuerpo” físico, social, externo de la Iglesia, pero nada más…. y el Espíritu de Jesús no será visible.
Por eso, no pocas veces no reconocemos en la Iglesia el Espíritu de Jesús sino otros “malos espíritus” (que diría san Ignacio). Porque en la vida soplan espíritus diversos, y de la misma manera que los sentimos actuar en nosotros, para estropearnos, los vemos también en la Iglesia entera, y nos duele cuánto la estropean. Podemos resumirlo así:
Es de la Iglesia el que tiene el Espíritu de Jesús.
Por sus frutos los conoceréis.
“Porque tuve hambre y me disteis de comer”
Y así sentimos que Jesús es la Vid, y el Padre el Labrador. Nos sentimos injertados en buena planta, sentimos que crecemos, que la savia de Dios corre por nosotros, que podemos cambiar nuestro mundo, que la planta de los humanos puede florecer.
Todo eso es el Espíritu, el Espíritu que se mostraba plenamente en Jesús, el Espíritu que se mostraba en aquella comunidad.
El Espíritu de Jesús exige en nosotros la liberación, y antes que nada, la liberación de los falsos dioses, señores poderosos que castigan y piden sacrificios de sangre. Ese cambio de Dios es el que nos cambia, y así sentimos el Espíritu de Jesús en nuestro modo de vivir, cuando aborrecemos nuestras cadenas, nuestras enfermedades, nuestro pecado, cuando sentimos el irresistible deseo de ser Hijos, cuando sentimos como un sueño irrenunciable la exigencia de “Ser perfectos como es perfecto vuestro Padre”.
Tenemos el Espíritu de Jesús si somos caminantes, si estamos saliendo de la agradable esclavitud del pecado a la exigente libertad de los Hijos.
Espíritu y Misión
A Jesús, el Espíritu le hace Salvador, el que entrega la vida para la liberación y la salud de todos. El Espíritu de Jesús nos compromete en la Misión de Jesús: liberar a todo ser humano del pecado y de sus consecuencias. Sentimos que nos anima el Espíritu de Jesús cuando experimentamos en nosotros la tendencia a ayudar, a salvar, a perdonar, a fijarnos en lo bueno, a comprometernos en los problemas ajenos, cuando sentimos que toda injusticia, enfermedad… todo mal de cualquiera nos afecta como nuestro.
El Espíritu hace a Jesús pobre, desinteresado, desprendido. El Espíritu de Jesús nos lleva a usar de todo lo que tenemos para el Reino, porque no queremos tirar la vida, no consentimos en desperdiciar nada, ni la salud ni el dinero, ni la inteligencia, ni la habilidad, ni el tiempo ni nada… porque todo esto puede ser precioso para siempre y no nos conformamos con sea sólo agradable para unos años.
Reconocemos que actúa en nosotros el Espíritu de Jesús cuando sentimos cierto recelo ante la comodidad, ante el placer, ante la seguridad, ante la felicidad que producen las cosas de fuera a dentro, cuando nos sentimos inquietos si nos aprecia todo el mundo, cuando sentimos satisfacción interior en el esfuerzo, en la austeridad, en la ayuda desinteresada y anónima, cuando tenemos que sufrir por la verdad, por el perdón, por la honradez. Y nos damos cuenta de que todo eso no nace simplemente de nosotros sino que es el Espíritu de Jesús el que lo produce, y estamos agradecidos de que se nos exija, porque así salvamos esta vida de la mediocridad, y de la muerte.
Reconocemos el Espíritu de Jesús cuando “sentimos a Dios”, dentro de nosotros y en todas las cosas, cuando percibimos que está ahí, hablando constantemente, exigiendo y perdonando y alentando la vida y liberando, y experimentamos que podemos conectar con Él en lo más íntimo, y que no llamamos FE a una serie de dogmas, sino a experimentar su Presencia Liberadora que cambia la vida y la hace válida.
Y sentimos que todo esto no nos lo inventamos sino que lo recibimos de Él, y sentimos que la vida es más, que hay un sentido y un plan y una presencia y un futuro.
Ver desde el Espíritu
Reconocemos que el Espíritu de Jesús está en nosotros cuando lo vemos actuar en el mundo y en la Iglesia, y vemos bondad y esfuerzo, y honradez y solidaridad y cuidado de la naturaleza, y dedicación a los débiles.
Con los ojos del Espíritu comprobamos con gozo la presencia del mismo Espíritu en tanto bien, tanta capacidad de sacrificio, tanta compasión como existen en las personas, a pesar de tantos poderes opresores, de tanta frivolidad deshumanizadora, tantas desgracias y abusos, y advertimos que sabemos “leer” su presencia en la vida de las personas para bien, y también el rechazo de muchos a esa presencia, para mal.
Pero sobre todo nos hace capaces de ver a los hombres como Hijos, y quererles (querernos) a pesar de sus (de nuestros) pecados. Nosotros no amamos a los demás porque nos caen bien, sino porque el Espíritu que está en nosotros nos hace amar primero y mirar después. Y somos capaces de reconocer el Espíritu de Dios actuando en el mundo, en la bondad, en el sacrificio, en la imaginación, en la… en todo lo positivo que hacen los hombres. “Sabemos” que es la acción de Dios.
Espíritu e Iglesia
El Espíritu, alma de la Iglesia, hace de la Iglesia un Pueblo libre dedicado a liberar. El Espíritu no deja tranquila a la Iglesia: la compromete. Ser la Iglesia es muy comprometido; sabemos que muchas personas verán al Espíritu o no verán al Espíritu si lo ven, o no lo ven, en nosotros. Somos la iglesia en la medida en que el Espíritu de Jesús inspira nuestra vida.
Si no hay Espíritu de Jesús en nuestra vida, pertenecemos al “Cuerpo” físico, social, externo de la Iglesia, pero nada más…. y el Espíritu de Jesús no será visible.
Por eso, no pocas veces no reconocemos en la Iglesia el Espíritu de Jesús sino otros “malos espíritus” (que diría san Ignacio). Porque en la vida soplan espíritus diversos, y de la misma manera que los sentimos actuar en nosotros, para estropearnos, los vemos también en la Iglesia entera, y nos duele cuánto la estropean. Podemos resumirlo así:
Es de la Iglesia el que tiene el Espíritu de Jesús.
Por sus frutos los conoceréis.
“Porque tuve hambre y me disteis de comer”
Y así sentimos que Jesús es la Vid, y el Padre el Labrador. Nos sentimos injertados en buena planta, sentimos que crecemos, que la savia de Dios corre por nosotros, que podemos cambiar nuestro mundo, que la planta de los humanos puede florecer.
Todo eso es el Espíritu, el Espíritu que se mostraba plenamente en Jesús, el Espíritu que se mostraba en aquella comunidad.
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