Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 8, 18-22
Al verse rodeado por la multitud, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla. Entonces se aproximó un escriba y le dijo: «Maestro, te seguiré adonde vayas».
Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza».
Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre».
Pero Jesús le respondió: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
Si hay algo que Jesús nos revela con claridad es que Dios no es un Dios justiciero sino un Dios misericordioso y que su “misericordia es eterna”. En el pasaje de la primera lectura, vemos a Abrahán, por causa del pecado de Sodoma y Gomorra, dialogando de tú a tú con el Señor, implorando su misericordia. Aleccionador este diálogo aparentemente matemático y rebosante de ternura hacia inocentes y culpables. Una vez más no podemos quedarnos en el Antiguo Testamento. Debemos llegar hasta Cristo Jesús, el que prefiere “la misericordia al sacrificio”, el que “ha venido a llamar a los pecadores y no a los justos”, el que nos asegura que “en el cielo habrá más alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia”. Nuestro Dios es un Dios misericordioso y no justiciero.
Seguir a Jesús
Duras parecen, a primera vista, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy. Vistas en unión con el resto de sus palabras, su enseñanza es clara: quien acepte su invitación lo tiene que hacer de manera radical. Toda su persona, sin dejar ninguna zona, debe decidirse por Jesús durante 24 horas al día y durante 365 días al año. Quien toma esta decisión no lo hace obligado, sino después de haber descubierto a Jesús como el tesoro de su vida, como el que nos ofrece mucho más que lo que le podemos dar, como el que llena nuestro corazón de vida y de alegría abundantes. Las únicas renuncias que nos pide son las que nos apartan de su camino, de ese camino que nos lleva a la felicidad tan deseada.
Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza».
Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre».
Pero Jesús le respondió: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
“Su misericordia es eterna”
Si hay algo que Jesús nos revela con claridad es que Dios no es un Dios justiciero sino un Dios misericordioso y que su “misericordia es eterna”. En el pasaje de la primera lectura, vemos a Abrahán, por causa del pecado de Sodoma y Gomorra, dialogando de tú a tú con el Señor, implorando su misericordia. Aleccionador este diálogo aparentemente matemático y rebosante de ternura hacia inocentes y culpables. Una vez más no podemos quedarnos en el Antiguo Testamento. Debemos llegar hasta Cristo Jesús, el que prefiere “la misericordia al sacrificio”, el que “ha venido a llamar a los pecadores y no a los justos”, el que nos asegura que “en el cielo habrá más alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia”. Nuestro Dios es un Dios misericordioso y no justiciero.
Seguir a Jesús
Duras parecen, a primera vista, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy. Vistas en unión con el resto de sus palabras, su enseñanza es clara: quien acepte su invitación lo tiene que hacer de manera radical. Toda su persona, sin dejar ninguna zona, debe decidirse por Jesús durante 24 horas al día y durante 365 días al año. Quien toma esta decisión no lo hace obligado, sino después de haber descubierto a Jesús como el tesoro de su vida, como el que nos ofrece mucho más que lo que le podemos dar, como el que llena nuestro corazón de vida y de alegría abundantes. Las únicas renuncias que nos pide son las que nos apartan de su camino, de ese camino que nos lleva a la felicidad tan deseada.
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