El capítulo 6 del Evangelio según Juan es el capítulo del pan. El tema central y el hilo conductor están en el pan que se multiplica y el pan que sirve como símbolo para desarrollar la vida presente en Jesús. Algunos, más católicos, designan este capítulo como el capítulo eucarístico, asociando directamente todo el desarrollo del acápite a la celebración de la última cena de Jesús y a la conmemoración de esa última cena en la liturgia de la Iglesia. Las opiniones al respecto son variadas. Algunos exegetas asumen que la comunidad joánica tenía un alto desarrollo sacramental con una teología ya profunda sobre el bautismo y la eucaristía. El capítulo 3 del libro sería el desarrollo bautismal y el capítulo 6 el desarrollo eucarístico. Otros son netamente escépticos al respecto y opinan que las referencias son espirituales; el pan, la carne y la sangre serían circunloquios para referirse a realidades relacionadas con lo no-material; comer la carne y beber la sangre serían metáforas para significar la adhesión al discipulado o la aceptación del Hijo como salvador. En la zona media de la discusión hay expertos que aceptan el sentido espiritual o sapiencial del escrito, pero que también aceptan un segundo nivel de interpretación litúrgica. Juan habría desarrollado un escrito de dos niveles, complementarios. En la línea de la crítica literaria, los estudiosos dividen el capítulo 6 del Evangelio según Juan en varias secciones, y sitúan particularmente los versículos que la liturgia propone para este domingo. Específicamente, Jn. 6, 51b-58 sería un añadido posterior redaccional. Primero se habría formado el capítulo 6 con todos sus elementos y sus escenas previas, y alguien habría agregado este resumen final que, retomando los temas ya tratados, avanza hacia una profundización sacramental. Porque estos versículos van más allá de ser un mero racconto. Este es un resumen y ampliación, una recuperación de los tópicos para, creativamente, dar un salto de calidad en la exposición. Para un lector cristiano no es difícil reconocer, en los versículos previos a Jn. 6, 51, términos relacionados con la celebración eucarística. Pero a partir de Jn. 6, 51b la referencia litúrgica se hace cada vez más evidente, con menos velo. El paso desde el pan hasta la carne significa una transición que marca una ruptura literaria. El término carne es mucho más específico en lo eucarístico que el término pan. Al hablar de la carne y de la sangre, y al hacerlo como aclaración dirigida a un grupo de judíos que no entienden el hecho de comer la carne, no existe casi mejor opción que suponer que el autor está comentando el trasfondo de la celebración de la mesa de su comunidad. Los judíos que preguntan pueden ser, tranquilamente, los miembros de la comunidad cristiana joánica que no terminan de aceptar la justificación teológica de la conmemoración de la última cena. A ellos se les explica, tajantemente, la importancia fundamental que tiene esta liturgia en el cristianismo. Para la Iglesia, una parte importantísima de su vida es esa comunión en carne y sangre, esa comida y esa bebida.
El paso del pan a la carne es vital para entender este pasaje, porque ese paso, así sin más, refiere al paso de la celebración de la última cena, que materialmente se celebra con pan, pero que sacramentalmente es carne del Hijo. Para mayor especificidad, la carne se asocia a la sangre. Carne y sangre es una manera de designar a la existencia completa de una persona. La carne es lo material, el cuerpo mismo, y la sangre es la sede de la vitalidad, o por sinécdoque, la vida misma. Si unimos la carne y la sangre tenemos a la persona, materialmente viva, corporalmente vital. Cuando Jesús habla de su carne y de su sangre está hablando de todo su ser, de su persona entera, y por extensión, de su manera de vivir, de su mensaje, de sus principios, de sus valores. El sentido eucarístico de la carne y de la sangre también tiene que ver con la totalidad de Jesús. Es todo Jesús en la eucaristía, toda su vida, todo su mensaje, toda su radicalidad, todo su profetismo, toda su entrega. Es probable que la fórmula comer la carne y beber la sangre sea una de las más antiguas fórmulas litúrgicas de la celebración eucarística. La utilización de las imágenes de la carne y de la sangre refiere a un contexto lingüístico semita, y podría tener su origen en Palestina. Quizás, esta sección del capítulo 6 que leemos hoy fue añadida con reminiscencias antiguas para validar su posición teológica. Quizás, la defensa del culto eucarístico tenga como principal argumento su antigüedad, su vínculo con los orígenes del cristianismo, su ligazón estrecha con Jesús celebrando la pascua (la última cena) con sus discípulos.
Otro dato interesante sobre la argumentación eucarística es el verbo empleado para describir el acto de comer. Hasta el versículo 53, el vocablo griego es phagein, traducido correctamente como comer; pero a partir del versículo 54 el verbo es trogein, que correctamente debe traducirse por mordisquear, masticar. El cambio es significativo porque encrudece las afirmaciones. El hecho de comer puede interpretarse en varios sentidos, inclusive abstractos, pero masticar es concreto, es algo que se ingiere y que lleva su tiempo. Se acentúa lo realista de la situación. La carne del Hijo debe ser masticada, mordisqueada. Juan volverá a utilizar el verbo trogein en Jn. 13, 18, en el ámbito de la última cena y en el contexto inmediato de la traición de Judas y la entrega: “No lo digo de todos ustedes, yo sé a quiénes he elegido, pero para que se cumpla la Escritura: El que come (trogein) de mi pan levantó contra mí su calcañar”. La expresión de levantar el calcañar puede entenderse como poner una zancadilla. Jesús se refiere a Judas, quien mastica el mismo pan en la misma mesa, pero que será el traidor. La utilización del verbo masticar en el capítulo 6 y en la última cena marca una relación eucarística. El capítulo 6, aún encontrándose anterior a la escena de la última cena, es la explicación teológico-sacramental de la misma. La carne y la sangre entregadas verdaderamente, en la cruz, en la existencia dedicada a los pobres, es pan sacramental. La perícopa de hoy comienza y culmina muy similar, hablando del pan bajado del cielo y de cómo este pan da vida eterna (en comparación al pan del desierto, pan de los antepasados israelitas, que dio vida momentáneamente, pero no vida eterna). Entre el inicio y el final, se entiende que el pan es la carne y la sangre. El centro de la perícopa explica los extremos. El pan da vida eterna porque el pan es, efectivamente, carne y sangre de Jesús. Es pan, materialmente se nota que se trata de pan, pero sacramentalmente es carne y sangre, es la persona completa de Jesús.
Detrás de toda la sacramentalidad está el fuerte concepto de la vida. En este discurso aparece una construcción gramatical única en el Nuevo Testamento: ho zon pater, que debe traducirse como el Padre viviente. Algunas traducciones al español hablan del Padre que da la vida, pero es más literal la idea del Padre viviente. Esto expresa un presente continuo, una realidad eterna. El Padre es el viviente; no sólo tiene vida, sino que Él es la vida, y por lo tanto, la fuente de todas las formas de vida y de toda la vida que pueda existir. El Padre es, en este caso, el principio fontal de todo. La carne y la sangre del Hijo dan vida porque el Hijo proviene del Viviente. En sí, la transmisión de vida tiene una dirección con origen en el Padre, destino en los seres humanos y un paso obligado por el Hijo. Esta transmisión se enmarca en la gracia, en el sentido dador de Dios. El Padre da al Hijo, el Hijo da su vida, su vida entregada es vida para el mundo.
El sacramento que no tiene ni regala vida no tiene sentido. La eucaristía sólo es válida si, en su realización, transmite vitalidad. Eso haría a la comida litúrgico-sacramental distinta a las demás comidas. Porque no nos referimos a vida ordinaria, sino a vida trascendental, a vida en promoción, a vida eterna. La comida que comemos por motivos nutricionales nos da vida, nos mantiene vivos incluso, pero como el maná que comieron los antepasados israelitas en el desierto, no evita la muerte. La comida eucarística, en cambio, ha de transmitir vida eterna. Y aquí vale detenerse para analizar cómo, o en qué sentido, la eucaristía regala vida eterna. Tradicionalmente se proclama que comulgar, en sí mismo, es una garantía de salvación. Eso es magia o superstición, pero no cristianismo. La comida eucarística es para la vida eterna en cuanto proyecta nuestra historia a la historia definitiva del Reino de Dios. No puede ser un mero intercambio de pan consagrado por eternidad, de vino consagrado por ingreso a la presencia continua de Dios. No podemos reducir la eucaristía a un comercio.
La eucaristía es significativa en cuanto nos hace trascender, nos eleva y nos profundiza, nos promueve como seres humanos. La eucaristía nos forma y modela si nos dejamos formar y modelar por ella. La eucaristía debería enseñarnos a vivir comunitariamente, a compartir el pan, a celebrar la vida, a ser mártires, a asumir proféticamente los desafíos, a no excluir de la mesa común. La eucaristía debería hacernos mejores personas. No por imposición ni precepto, no para ganar vida eterna. De por sí nuestras existencias se proyectarán a la eternidad si sabemos vivir la eucaristía con la profundidad que ella tiene. Si comemos la carne del Hijo, pero los cuerpos de tantos hermanos sufren enfermedad sin que les demos consuelo, entonces no somos mejores personas. Si bebemos la sangre del Hijo, pero no nos conmueve la sangre derramada de tantos que luchan por su liberación, entonces no somos mejores personas. Si creemos en la vida eterna que viene del Padre viviente, pero apoyamos estructuras de muerte en la sociedad, entonces no somos mejor Iglesia. Tenemos que estar atentos para no reducir la eucaristía a una ecuación o a un objeto de consumo. La eucaristía es nuestra oportunidad para cambiar el mundo; mejor aún, es nuestra oportunidad de darle vida a la muerte.
El paso del pan a la carne es vital para entender este pasaje, porque ese paso, así sin más, refiere al paso de la celebración de la última cena, que materialmente se celebra con pan, pero que sacramentalmente es carne del Hijo. Para mayor especificidad, la carne se asocia a la sangre. Carne y sangre es una manera de designar a la existencia completa de una persona. La carne es lo material, el cuerpo mismo, y la sangre es la sede de la vitalidad, o por sinécdoque, la vida misma. Si unimos la carne y la sangre tenemos a la persona, materialmente viva, corporalmente vital. Cuando Jesús habla de su carne y de su sangre está hablando de todo su ser, de su persona entera, y por extensión, de su manera de vivir, de su mensaje, de sus principios, de sus valores. El sentido eucarístico de la carne y de la sangre también tiene que ver con la totalidad de Jesús. Es todo Jesús en la eucaristía, toda su vida, todo su mensaje, toda su radicalidad, todo su profetismo, toda su entrega. Es probable que la fórmula comer la carne y beber la sangre sea una de las más antiguas fórmulas litúrgicas de la celebración eucarística. La utilización de las imágenes de la carne y de la sangre refiere a un contexto lingüístico semita, y podría tener su origen en Palestina. Quizás, esta sección del capítulo 6 que leemos hoy fue añadida con reminiscencias antiguas para validar su posición teológica. Quizás, la defensa del culto eucarístico tenga como principal argumento su antigüedad, su vínculo con los orígenes del cristianismo, su ligazón estrecha con Jesús celebrando la pascua (la última cena) con sus discípulos.
Otro dato interesante sobre la argumentación eucarística es el verbo empleado para describir el acto de comer. Hasta el versículo 53, el vocablo griego es phagein, traducido correctamente como comer; pero a partir del versículo 54 el verbo es trogein, que correctamente debe traducirse por mordisquear, masticar. El cambio es significativo porque encrudece las afirmaciones. El hecho de comer puede interpretarse en varios sentidos, inclusive abstractos, pero masticar es concreto, es algo que se ingiere y que lleva su tiempo. Se acentúa lo realista de la situación. La carne del Hijo debe ser masticada, mordisqueada. Juan volverá a utilizar el verbo trogein en Jn. 13, 18, en el ámbito de la última cena y en el contexto inmediato de la traición de Judas y la entrega: “No lo digo de todos ustedes, yo sé a quiénes he elegido, pero para que se cumpla la Escritura: El que come (trogein) de mi pan levantó contra mí su calcañar”. La expresión de levantar el calcañar puede entenderse como poner una zancadilla. Jesús se refiere a Judas, quien mastica el mismo pan en la misma mesa, pero que será el traidor. La utilización del verbo masticar en el capítulo 6 y en la última cena marca una relación eucarística. El capítulo 6, aún encontrándose anterior a la escena de la última cena, es la explicación teológico-sacramental de la misma. La carne y la sangre entregadas verdaderamente, en la cruz, en la existencia dedicada a los pobres, es pan sacramental. La perícopa de hoy comienza y culmina muy similar, hablando del pan bajado del cielo y de cómo este pan da vida eterna (en comparación al pan del desierto, pan de los antepasados israelitas, que dio vida momentáneamente, pero no vida eterna). Entre el inicio y el final, se entiende que el pan es la carne y la sangre. El centro de la perícopa explica los extremos. El pan da vida eterna porque el pan es, efectivamente, carne y sangre de Jesús. Es pan, materialmente se nota que se trata de pan, pero sacramentalmente es carne y sangre, es la persona completa de Jesús.
Detrás de toda la sacramentalidad está el fuerte concepto de la vida. En este discurso aparece una construcción gramatical única en el Nuevo Testamento: ho zon pater, que debe traducirse como el Padre viviente. Algunas traducciones al español hablan del Padre que da la vida, pero es más literal la idea del Padre viviente. Esto expresa un presente continuo, una realidad eterna. El Padre es el viviente; no sólo tiene vida, sino que Él es la vida, y por lo tanto, la fuente de todas las formas de vida y de toda la vida que pueda existir. El Padre es, en este caso, el principio fontal de todo. La carne y la sangre del Hijo dan vida porque el Hijo proviene del Viviente. En sí, la transmisión de vida tiene una dirección con origen en el Padre, destino en los seres humanos y un paso obligado por el Hijo. Esta transmisión se enmarca en la gracia, en el sentido dador de Dios. El Padre da al Hijo, el Hijo da su vida, su vida entregada es vida para el mundo.
El sacramento que no tiene ni regala vida no tiene sentido. La eucaristía sólo es válida si, en su realización, transmite vitalidad. Eso haría a la comida litúrgico-sacramental distinta a las demás comidas. Porque no nos referimos a vida ordinaria, sino a vida trascendental, a vida en promoción, a vida eterna. La comida que comemos por motivos nutricionales nos da vida, nos mantiene vivos incluso, pero como el maná que comieron los antepasados israelitas en el desierto, no evita la muerte. La comida eucarística, en cambio, ha de transmitir vida eterna. Y aquí vale detenerse para analizar cómo, o en qué sentido, la eucaristía regala vida eterna. Tradicionalmente se proclama que comulgar, en sí mismo, es una garantía de salvación. Eso es magia o superstición, pero no cristianismo. La comida eucarística es para la vida eterna en cuanto proyecta nuestra historia a la historia definitiva del Reino de Dios. No puede ser un mero intercambio de pan consagrado por eternidad, de vino consagrado por ingreso a la presencia continua de Dios. No podemos reducir la eucaristía a un comercio.
La eucaristía es significativa en cuanto nos hace trascender, nos eleva y nos profundiza, nos promueve como seres humanos. La eucaristía nos forma y modela si nos dejamos formar y modelar por ella. La eucaristía debería enseñarnos a vivir comunitariamente, a compartir el pan, a celebrar la vida, a ser mártires, a asumir proféticamente los desafíos, a no excluir de la mesa común. La eucaristía debería hacernos mejores personas. No por imposición ni precepto, no para ganar vida eterna. De por sí nuestras existencias se proyectarán a la eternidad si sabemos vivir la eucaristía con la profundidad que ella tiene. Si comemos la carne del Hijo, pero los cuerpos de tantos hermanos sufren enfermedad sin que les demos consuelo, entonces no somos mejores personas. Si bebemos la sangre del Hijo, pero no nos conmueve la sangre derramada de tantos que luchan por su liberación, entonces no somos mejores personas. Si creemos en la vida eterna que viene del Padre viviente, pero apoyamos estructuras de muerte en la sociedad, entonces no somos mejor Iglesia. Tenemos que estar atentos para no reducir la eucaristía a una ecuación o a un objeto de consumo. La eucaristía es nuestra oportunidad para cambiar el mundo; mejor aún, es nuestra oportunidad de darle vida a la muerte.
0 comentarios:
Publicar un comentario