Publicado por Antena Misionera
Lo distinto, especialmente cuando entra en nuestra casa, nos produce una sensación de miedo. Pone en cuestión formas de pensar, de actuar, un orden ya establecido que nos daba cierta seguridad. Es algo que nos pasa tanto a las personas como a las instituciones. La Iglesia no es ajena a esa realidad.
Como los apóstoles, después de la Resurrección de Jesús, tendemos a quedarnos en “nuestra casa” con las puertas y ventanas cerradas. Lo nuevo nos da miedo. Pareciera que no hemos llegado a creer plenamente en la Resurrección, y asumir todas las consecuencias. Buscamos mantener una uniformidad en todas partes que nos dé una sensación de seguridad, pero que en realidad mutila el mensaje evangélico.
La Iglesia, aun siendo una, tiene que ir adquiriendo distintos rostros: en cada continente, en cada país, en cada cultura… Somos un mosaico multicolor, donde las diversidades nos permiten mostrar juntos el rostro de un Dios que está más allá de cualquier expresión cultural o étnica.
Hace ya diez años un teólogo español escribía: Las Iglesias en Asia o en África, en las Américas del Norte o del Sur, en Europa -incluso en cada país europeo- son distintas y merecen un ámbito amplio de libertad. Respetar y fomentar esta libertad, esta búsqueda propia, es fidelidad a los orígenes cristianos, atención a la buena eclesiología, incluso el mejor camino por responder a las expectativas de cada comunidad católica. Y es, además, el único camino de futuro hacia el encuentro ecuménico con las otras Iglesias cristianas.
La reforma de la Iglesia es importante, pero no lo más importante.
Queda claro en los evangelios que la Iglesia, como comunidad de los creyentes, es importante, pero mucho más lo es el Reino. Es decir, el servicio, el amor, la ayuda concreta. La Iglesia ha de reformarse permanentemente, decía un antiguo adagio, pero no para presumir de modernidad y actualidad, sino de acogida y servicio, de testimonio y transparencia del amor de Dios.
Evidentemente nos queda mucho camino por recorrer.
El amor de Dios, entendido como acogida y servicio frente a las situaciones concretas que viven pueblo y personas diversas no puede manifestarse de manera uniforme en todos los lugares y situaciones.
Dios tiene una palabra distinta y única para persona o grupo humano. Siempre será una palabra de libertad, de vida, de fraternidad. Pero esa palabra ha de entrar en sintonía con la realidad que viven aquellos a quienes va dirigida.
Una de las tareas fundamentales de la misión universal de la Iglesia es “traducir” y hacer cercana y comprensible esa palabra de Dios en la diversidad de culturas de nuestro mundo. Las pretensiones de uniformidad van contra la razón de ser de la Iglesia, que es la evangelización. La unidad sólo es posible en la diversidad. Una diversidad asumida y aceptada por todos como enriquecimiento mutuo.
Como escribía Pablo VI hace 36 años: “Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después de anunciarlo en ese mismo lenguaje. El problema es sin duda delicado. La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su “lengua”, sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea no llega a su vida concreta”.
Como los apóstoles, después de la Resurrección de Jesús, tendemos a quedarnos en “nuestra casa” con las puertas y ventanas cerradas. Lo nuevo nos da miedo. Pareciera que no hemos llegado a creer plenamente en la Resurrección, y asumir todas las consecuencias. Buscamos mantener una uniformidad en todas partes que nos dé una sensación de seguridad, pero que en realidad mutila el mensaje evangélico.
La Iglesia, aun siendo una, tiene que ir adquiriendo distintos rostros: en cada continente, en cada país, en cada cultura… Somos un mosaico multicolor, donde las diversidades nos permiten mostrar juntos el rostro de un Dios que está más allá de cualquier expresión cultural o étnica.
Hace ya diez años un teólogo español escribía: Las Iglesias en Asia o en África, en las Américas del Norte o del Sur, en Europa -incluso en cada país europeo- son distintas y merecen un ámbito amplio de libertad. Respetar y fomentar esta libertad, esta búsqueda propia, es fidelidad a los orígenes cristianos, atención a la buena eclesiología, incluso el mejor camino por responder a las expectativas de cada comunidad católica. Y es, además, el único camino de futuro hacia el encuentro ecuménico con las otras Iglesias cristianas.
La reforma de la Iglesia es importante, pero no lo más importante.
Queda claro en los evangelios que la Iglesia, como comunidad de los creyentes, es importante, pero mucho más lo es el Reino. Es decir, el servicio, el amor, la ayuda concreta. La Iglesia ha de reformarse permanentemente, decía un antiguo adagio, pero no para presumir de modernidad y actualidad, sino de acogida y servicio, de testimonio y transparencia del amor de Dios.
Evidentemente nos queda mucho camino por recorrer.
El amor de Dios, entendido como acogida y servicio frente a las situaciones concretas que viven pueblo y personas diversas no puede manifestarse de manera uniforme en todos los lugares y situaciones.
Dios tiene una palabra distinta y única para persona o grupo humano. Siempre será una palabra de libertad, de vida, de fraternidad. Pero esa palabra ha de entrar en sintonía con la realidad que viven aquellos a quienes va dirigida.
Una de las tareas fundamentales de la misión universal de la Iglesia es “traducir” y hacer cercana y comprensible esa palabra de Dios en la diversidad de culturas de nuestro mundo. Las pretensiones de uniformidad van contra la razón de ser de la Iglesia, que es la evangelización. La unidad sólo es posible en la diversidad. Una diversidad asumida y aceptada por todos como enriquecimiento mutuo.
Como escribía Pablo VI hace 36 años: “Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después de anunciarlo en ese mismo lenguaje. El problema es sin duda delicado. La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su “lengua”, sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea no llega a su vida concreta”.
Bernardo Baldeón
01/06/2011
01/06/2011
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