Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 6, 19-23
Jesús dijo a sus discípulos:
No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!
La psicología afirma que el hombre necesita una dosis razonable de autoestima. La humildad no consiste en la humillación de sí, sino, como decía santa Teresa de Jesús, en “andar en verdad”. Y la verdad de nuestros límites, defectos y pecados no puede desmentir el valor infinito que Dios ha depositado en cada uno de nosotros. Pero, al mismo tiempo, la sana y necesaria autoestima, para no caer en el narcisismo y la egolatría, tiene que saber reconocer con agradecimiento que no somos nosotros mismos la fuente última de nuestro valor y de nuestros talentos. Pablo, en polémica con los cristianos judaizantes que tratan de descalificarlo, exhibe sus títulos, los que le habilitan como “judío de pura cepa”, y los que hablan de él como auténtico apóstol, el más celoso y esforzado de todos. Pero esta exhibición paulina es algo más que un ejercicio de autoestima o de orgullo. Al enunciar primero sus títulos judíos, y luego los que le habilitan como apóstol de Cristo, está claro que está diciendo lo que vale y lo que no vale de todo esto. La pureza de su linaje hebreo es paja y viento que en nada sirve para la salvación. Mientras que el testimonio de su entrega apostólica apunta no a su propia persona, sino a la de Aquel a quien Pablo sirve con pasión. Vemos encarnadas en el Apóstol de los gentiles las palabras que Jesús nos dirige hoy sobre lo que verdaderamente vale. Pablo vive como vive y desprecia lo que desprecia porque ha encontrado un tesoro que supera toda medida y al que ha entregado por completo su corazón, su mente, sus trabajos y su vida entera; ha encontrado una luz que le ha iluminado por dentro y le ha hecho descubrir el verdadero valor de todas las cosas, incluidas aquellas que antes le parecían más preciosas. En él y en su pasión apostólica entendemos que la verdadera autoestima no nos encierra en nosotros mismos, sino que, por el contrario, nos abre a los demás; porque, al descubrir que su fuente no somos nosotros mismos, sino el Dios que nos trasciende y que se nos ha manifestado en Jesucristo, no podemos no tratar de comunicar a los demás, y por todos los medios a nuestro alcance, que también ellos están habitados de ese valor inconmensurable que, además, en cada uno adquiere un matiz personal e intransferible: el de la propia vocación.
No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!
La psicología afirma que el hombre necesita una dosis razonable de autoestima. La humildad no consiste en la humillación de sí, sino, como decía santa Teresa de Jesús, en “andar en verdad”. Y la verdad de nuestros límites, defectos y pecados no puede desmentir el valor infinito que Dios ha depositado en cada uno de nosotros. Pero, al mismo tiempo, la sana y necesaria autoestima, para no caer en el narcisismo y la egolatría, tiene que saber reconocer con agradecimiento que no somos nosotros mismos la fuente última de nuestro valor y de nuestros talentos. Pablo, en polémica con los cristianos judaizantes que tratan de descalificarlo, exhibe sus títulos, los que le habilitan como “judío de pura cepa”, y los que hablan de él como auténtico apóstol, el más celoso y esforzado de todos. Pero esta exhibición paulina es algo más que un ejercicio de autoestima o de orgullo. Al enunciar primero sus títulos judíos, y luego los que le habilitan como apóstol de Cristo, está claro que está diciendo lo que vale y lo que no vale de todo esto. La pureza de su linaje hebreo es paja y viento que en nada sirve para la salvación. Mientras que el testimonio de su entrega apostólica apunta no a su propia persona, sino a la de Aquel a quien Pablo sirve con pasión. Vemos encarnadas en el Apóstol de los gentiles las palabras que Jesús nos dirige hoy sobre lo que verdaderamente vale. Pablo vive como vive y desprecia lo que desprecia porque ha encontrado un tesoro que supera toda medida y al que ha entregado por completo su corazón, su mente, sus trabajos y su vida entera; ha encontrado una luz que le ha iluminado por dentro y le ha hecho descubrir el verdadero valor de todas las cosas, incluidas aquellas que antes le parecían más preciosas. En él y en su pasión apostólica entendemos que la verdadera autoestima no nos encierra en nosotros mismos, sino que, por el contrario, nos abre a los demás; porque, al descubrir que su fuente no somos nosotros mismos, sino el Dios que nos trasciende y que se nos ha manifestado en Jesucristo, no podemos no tratar de comunicar a los demás, y por todos los medios a nuestro alcance, que también ellos están habitados de ese valor inconmensurable que, además, en cada uno adquiere un matiz personal e intransferible: el de la propia vocación.
Saludos cordiales
José M.ª Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
José M.ª Vegas cmf
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