Siempre en el banquillo de los acusados. Sometido a un proceso continuo.
Si se juntasen todas las acusaciones que se lanzan contra él (desde la de ser un materialista y un pesimista sin remedio, pasando por la denuncia de desconfianza, de sospecha, de obstinación, hasta llegar, naturalmente, a la de incredulidad), tendríamos un dossier de enormes proporciones.
Alguien, subrayando la violencia de su rebelión, se atreve incluso a hablar de desesperación: «Hay algo muy duro, muy áspero, en las condiciones que pone para rendirse. Una dureza tan espantosa no puede menos de surgir de un sufrimiento atroz.
Es que no quiere arriesgarse a esperar porque siente un dolor mayor que los demás. Tomás es sin duda el que más sufrió por culpa de la pasión, el que sintió un mayor remordimiento por no haber sabido afrontar la muerte en aquella ocasión.
Entonces encontró una sola piedra que le sirviera de almohada para apoyar la cabeza: la desesperación. Por lo menos ésta no se mueve, es estable. No será fácil que alguien se la quite...»
Yo pienso, por el contrario, que Tomás, a pesar de todo, es una criatura en movimiento. Alguien que busca, que no se conforma, que rechaza las certezas pre-confeccionadas por los demás, que intenta verificar personalmente, realizar una experiencia sin aceptar a ojos cerrados las respuestas tranquilizantes de los demás, sin considerarse satisfecho por lo que han descubierto sus amigos.
Es mucho mejor una duda auténtica que una fácil seguridad que dispense de toda inquietud y de un arduo camino personal.
Tomás no se quedó tumbado en la desesperación. Al contrario, rechazó esa cómoda esperanza que pretende cerrar el discurso antes de haberlo abierto de veras.
Ciertamente, el camino de Tomás -tal como aparece a lo largo de las páginas del evangelio- está totalmente jalonado de incomprensiones, recelos, resistencias, desorientaciones, fallos, retrasos... Pero al final también él llegó.
Juan siente por él una clara simpatía, quizás porque lo considera como el modelo de los creyentes... que tienen ciertas dificultades. Tomás, por suerte para nosotros, no es un campeón, el primero de la clase, un héroe, uno que quema etapas.
Fue el último en llegar, ¡pero llegó!
Caminó con sus propias piernas (y con no poco esfuerzo), pero sin renunciar, sin ceder al cansancio y al desánimo, sobre todo sin apoyarse en cómodas muletas.
Y Cristo también lo esperaba pacientemente.
Y también para él hubo la posibilidad de constatar «la señal de los clavos», es decir, la evidencia de un amor que nunca falla.
Las pruebas inútiles y la prueba necesaria
Cristo acoge a los retrasados, a los que cojean, tropiezan, vacilan, avanzan cansados en medio de las tinieblas.
Cristo está ya habituado a darse a los últimos en llegar. El ladrón, en la cruz, es la prueba más evidente.
El sabe que el acto de doblar las rodillas murmurando: «Señor mío y Dios mío» solamente madura cuando el hombre ha perdido por el camino, una tras otra, todas las ilusiones, cuando ha llegado deshacerse de la armadura de la desconfianza, de la presunción, de la autocom-placencia.
Antes de creer, hay que haber sufrido por no haber podido creer, por no haber logrado esperar.
Antes de rendirse a la luz, hay que haberse sentido apabullado por toda una serie de intentos de liberarse de las tinieblas.
Tomás expone sus propias heridas, sus propios desgarrones, sus propias humillaciones, al contacto salvífico con las llagas del Señor. Más que al héroe, al conquistador, al virtuoso, que avanza a pecho descubierto, Cristo prefiere entregarse al individuo que se golpea el pecho.
Cristo no se deja impresionar por las palabras necias, que expresan pretensiones más necias todavía: ver, tocar con la mano, poner el dedo...
Frente al alumno más terco, el Maestro se muestra dócil: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos...».
Está dispuesto a cambiar de método, a abandonar los programas más sólidos, a apartarse del camino establecido de antemano.
A cada uno se le ofrece una posibilidad «distinta». No hay esquemas obligados, rigurosos.
Cristo conquista a Tomás dejándose vencer por él. Rompe su resistencia rindiéndose ante él.
«Tomás había resistido a la autoridad de todo el colegio apostólico. ¡Es el primer protestante! Si hubiera sido conformista, si se hubiera adherido a los demás para no crear problemas y evitar molestias, habría sido un católico muy mediocre, no habría logrado nunca esta expresión: ¡Señor mío y Dios mío! Tuvo que recorrer para ello caminos un tanto curiosos...».
Al hacerse «protestante», se preparó para ser un creyente fervoroso. Tomás, al final, no encontró «la señal de los clavos» (¡tampoco la necesitaba!).
Pero sí encontró la prueba decisiva de que era amado, esperado, comprendido, reinserto en la comunión (él se había excomulgado...). Tomás se vio ante un Cristo resplandeciente de dulzura, de paz, de cariño.
Era el Señor por quien él aspiraba en las profundidades secretas de su ser. El había «sabido» desde siempre que era así.
Entonces no necesitó más pruebas.
Si Cristo lo hubiera obligado de verdad a experimentar las condiciones que él mismo había puesto para creer, habría sido el peor castigo, la mayor humillación.
Invitación a todos los devotos de santo Tomás Yo me reconozco fácilmente en Tomás.
Con mis miedos y mis ganas de creer al mismo tiempo.
Con mi aferrarme a cualquier pretexto, por pequeño que sea, con la nostalgia de un gesto de abandono y con la tentación de dar el salto. Con mis vacilaciones, incertidumbres, dificultades y hasta con la repugnancia a tomar en serio la actitud jactanciosa de los que dicen que saben, que han visto (aunque lo que dejan ver resulte más bien decepcionante...).
Me gustaría crear una red de complicidad entre todos los amigos de Tomás.
Entre todos los que creen que no creen, que sufren por no poder creer, que se desesperan por no encontrar el coraje de esperar, que se angustian por no saber amar.
Amigos, el sufrimiento de no creer, el remordimiento de no conseguir amar, el tormento de no tener la esperanza (y al mismo tiempo el rechazo decisivo de todas las esperanzas baratas), es algo que se parece mucho a la fe, que roza con la esperanza, que es ya amor. Acerquémonos a él sin miedo, con las manos vacías, llevando en la carne la moradura de demasiados desengaños.
El no nos obliga a creer (como algunos de sus representantes han pretendido hacer).
Sigue simplemente repitiéndonos, pero no en tono de reproche o de amenaza: «Dichosos los que crean sin haber visto».
Lo único que nos pide es que logremos no ver, al menos por algún tiempo.
Tendremos toda la eternidad a nuestra disposición para verlo, para permanecer absortos ante su rostro, para contemplar su amor. Ahora nos pide el regalo más grande que podemos hacerle mientras estamos aquí abajo: creer en él, aunque sea un poco tarde, pero al menos siempre un poco antes de... verlo.
No importa que seamos los últimos en llegar.
Con tal que hayamos aprendido finalmente a creer y a decir: «Señor mío y Dios mío», teniendo los ojos cerrados.
¡Fuera los hipocondríacos!
La paz y la alegría que el Señor resucitado ofrece a sus amigos en la primera escena del evangelio de hoy caracterizan también a las otras dos lecturas.
Me gusta subrayar el clima que dominaba en la primera comunidad cristiana, según nos cuentan los Hechos de los apóstoles: «... celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos con alegría y de todo corazón».
Por tanto, no una comunidad de gente huraña, hipocondríaca, de gente descontenta, con caras ridículas de personas serias.
Y, sobre todo, sencillez de corazón. Transparencia.
No tenían nada que esconder. Ninguna finalidad secreta.
La profesión de fe no escondía otros fines, no constituía la cobertura hipócrita de otros intereses.
La entrega a Dios, si es total, simplifica a las personas, no las complica.
Tender hacia él excluye segundas (y terceras) intenciones. Y cuando no hay segundas (o terceras) intenciones, todo es claro y limpio: desde los pensamientos hasta las palabras, los gestos; todo está en la línea de la simplicidad.
Ser simples significa ser hombres de «una sola cosa». «Una sola cosa» lo dice todo en la fe.
Amar lo invisible
Volvemos a encontrarnos con el tema de la alegría en la pluma de Pedro (segunda lectura): «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas».
También aquí hemos de subrayar ese «de momento».
«De momento» se trata de renunciar a la pretensión de ver, pero creyendo.
«De momento» se trata de amarlo, «aun sin haberlo visto».
«De momento» se trata de aceptar la prueba, la tribulación, pero conservando el gozo.
Además, me parece importante la insistencia en el amor, como dimensión fundamental de la fe, por parte de aquel apóstol que solamente al final, a orillas del lago, después de tantas declaraciones solemnes, supo pronunciar en tono humilde la palabra decisiva: «Señor... tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).
La gran apuesta y el gran «riesgo» del creyente está precisamente aquí: amarlo, aunque él esté lejos de nuestros ojos.
El milagro más sensacional del creyente es el que le hace vivir el amor a lo invisible.
No basta con creer sin ver.
Además hay que amar sin ver, soportando la lejanía (que no es una ausencia).
Nana Mouskouri, ortodoxa, decía: «Mi fe es mi mano para tocar a Dios».
Se podría añadir: también el amor es la mano para tocar al Dios «lejano».
Todo esto, como es lógico, tiene que manifestarse exteriormente en la alegría.
Es la alegría la que revela la presencia durante el «poco tiempo» de la lejanía.
Creo que si algunos intelectuales se hubiesen encontrado con algún rostro trasfigurado por la alegría pascual, con alguna mirada iluminada por una luz secreta, habrían tenido al menos alguna duda antes de inventar «la muerte de Dios» y presentar su certificado correspondiente.
Tengo la impresión de que Pedro se alegraría también hoy con los que consiguen creer: «...No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en él».
Como si dijera: ¡Qué suerte tenéis! Algo más que una felicitación. ...Quizás una pizca de envidia.
Si se juntasen todas las acusaciones que se lanzan contra él (desde la de ser un materialista y un pesimista sin remedio, pasando por la denuncia de desconfianza, de sospecha, de obstinación, hasta llegar, naturalmente, a la de incredulidad), tendríamos un dossier de enormes proporciones.
Alguien, subrayando la violencia de su rebelión, se atreve incluso a hablar de desesperación: «Hay algo muy duro, muy áspero, en las condiciones que pone para rendirse. Una dureza tan espantosa no puede menos de surgir de un sufrimiento atroz.
Es que no quiere arriesgarse a esperar porque siente un dolor mayor que los demás. Tomás es sin duda el que más sufrió por culpa de la pasión, el que sintió un mayor remordimiento por no haber sabido afrontar la muerte en aquella ocasión.
Entonces encontró una sola piedra que le sirviera de almohada para apoyar la cabeza: la desesperación. Por lo menos ésta no se mueve, es estable. No será fácil que alguien se la quite...»
Yo pienso, por el contrario, que Tomás, a pesar de todo, es una criatura en movimiento. Alguien que busca, que no se conforma, que rechaza las certezas pre-confeccionadas por los demás, que intenta verificar personalmente, realizar una experiencia sin aceptar a ojos cerrados las respuestas tranquilizantes de los demás, sin considerarse satisfecho por lo que han descubierto sus amigos.
Es mucho mejor una duda auténtica que una fácil seguridad que dispense de toda inquietud y de un arduo camino personal.
Tomás no se quedó tumbado en la desesperación. Al contrario, rechazó esa cómoda esperanza que pretende cerrar el discurso antes de haberlo abierto de veras.
Ciertamente, el camino de Tomás -tal como aparece a lo largo de las páginas del evangelio- está totalmente jalonado de incomprensiones, recelos, resistencias, desorientaciones, fallos, retrasos... Pero al final también él llegó.
Juan siente por él una clara simpatía, quizás porque lo considera como el modelo de los creyentes... que tienen ciertas dificultades. Tomás, por suerte para nosotros, no es un campeón, el primero de la clase, un héroe, uno que quema etapas.
Fue el último en llegar, ¡pero llegó!
Caminó con sus propias piernas (y con no poco esfuerzo), pero sin renunciar, sin ceder al cansancio y al desánimo, sobre todo sin apoyarse en cómodas muletas.
Y Cristo también lo esperaba pacientemente.
Y también para él hubo la posibilidad de constatar «la señal de los clavos», es decir, la evidencia de un amor que nunca falla.
Las pruebas inútiles y la prueba necesaria
Cristo acoge a los retrasados, a los que cojean, tropiezan, vacilan, avanzan cansados en medio de las tinieblas.
Cristo está ya habituado a darse a los últimos en llegar. El ladrón, en la cruz, es la prueba más evidente.
El sabe que el acto de doblar las rodillas murmurando: «Señor mío y Dios mío» solamente madura cuando el hombre ha perdido por el camino, una tras otra, todas las ilusiones, cuando ha llegado deshacerse de la armadura de la desconfianza, de la presunción, de la autocom-placencia.
Antes de creer, hay que haber sufrido por no haber podido creer, por no haber logrado esperar.
Antes de rendirse a la luz, hay que haberse sentido apabullado por toda una serie de intentos de liberarse de las tinieblas.
Tomás expone sus propias heridas, sus propios desgarrones, sus propias humillaciones, al contacto salvífico con las llagas del Señor. Más que al héroe, al conquistador, al virtuoso, que avanza a pecho descubierto, Cristo prefiere entregarse al individuo que se golpea el pecho.
Cristo no se deja impresionar por las palabras necias, que expresan pretensiones más necias todavía: ver, tocar con la mano, poner el dedo...
Frente al alumno más terco, el Maestro se muestra dócil: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos...».
Está dispuesto a cambiar de método, a abandonar los programas más sólidos, a apartarse del camino establecido de antemano.
A cada uno se le ofrece una posibilidad «distinta». No hay esquemas obligados, rigurosos.
Cristo conquista a Tomás dejándose vencer por él. Rompe su resistencia rindiéndose ante él.
«Tomás había resistido a la autoridad de todo el colegio apostólico. ¡Es el primer protestante! Si hubiera sido conformista, si se hubiera adherido a los demás para no crear problemas y evitar molestias, habría sido un católico muy mediocre, no habría logrado nunca esta expresión: ¡Señor mío y Dios mío! Tuvo que recorrer para ello caminos un tanto curiosos...».
Al hacerse «protestante», se preparó para ser un creyente fervoroso. Tomás, al final, no encontró «la señal de los clavos» (¡tampoco la necesitaba!).
Pero sí encontró la prueba decisiva de que era amado, esperado, comprendido, reinserto en la comunión (él se había excomulgado...). Tomás se vio ante un Cristo resplandeciente de dulzura, de paz, de cariño.
Era el Señor por quien él aspiraba en las profundidades secretas de su ser. El había «sabido» desde siempre que era así.
Entonces no necesitó más pruebas.
Si Cristo lo hubiera obligado de verdad a experimentar las condiciones que él mismo había puesto para creer, habría sido el peor castigo, la mayor humillación.
Invitación a todos los devotos de santo Tomás Yo me reconozco fácilmente en Tomás.
Con mis miedos y mis ganas de creer al mismo tiempo.
Con mi aferrarme a cualquier pretexto, por pequeño que sea, con la nostalgia de un gesto de abandono y con la tentación de dar el salto. Con mis vacilaciones, incertidumbres, dificultades y hasta con la repugnancia a tomar en serio la actitud jactanciosa de los que dicen que saben, que han visto (aunque lo que dejan ver resulte más bien decepcionante...).
Me gustaría crear una red de complicidad entre todos los amigos de Tomás.
Entre todos los que creen que no creen, que sufren por no poder creer, que se desesperan por no encontrar el coraje de esperar, que se angustian por no saber amar.
Amigos, el sufrimiento de no creer, el remordimiento de no conseguir amar, el tormento de no tener la esperanza (y al mismo tiempo el rechazo decisivo de todas las esperanzas baratas), es algo que se parece mucho a la fe, que roza con la esperanza, que es ya amor. Acerquémonos a él sin miedo, con las manos vacías, llevando en la carne la moradura de demasiados desengaños.
El no nos obliga a creer (como algunos de sus representantes han pretendido hacer).
Sigue simplemente repitiéndonos, pero no en tono de reproche o de amenaza: «Dichosos los que crean sin haber visto».
Lo único que nos pide es que logremos no ver, al menos por algún tiempo.
Tendremos toda la eternidad a nuestra disposición para verlo, para permanecer absortos ante su rostro, para contemplar su amor. Ahora nos pide el regalo más grande que podemos hacerle mientras estamos aquí abajo: creer en él, aunque sea un poco tarde, pero al menos siempre un poco antes de... verlo.
No importa que seamos los últimos en llegar.
Con tal que hayamos aprendido finalmente a creer y a decir: «Señor mío y Dios mío», teniendo los ojos cerrados.
¡Fuera los hipocondríacos!
La paz y la alegría que el Señor resucitado ofrece a sus amigos en la primera escena del evangelio de hoy caracterizan también a las otras dos lecturas.
Me gusta subrayar el clima que dominaba en la primera comunidad cristiana, según nos cuentan los Hechos de los apóstoles: «... celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos con alegría y de todo corazón».
Por tanto, no una comunidad de gente huraña, hipocondríaca, de gente descontenta, con caras ridículas de personas serias.
Y, sobre todo, sencillez de corazón. Transparencia.
No tenían nada que esconder. Ninguna finalidad secreta.
La profesión de fe no escondía otros fines, no constituía la cobertura hipócrita de otros intereses.
La entrega a Dios, si es total, simplifica a las personas, no las complica.
Tender hacia él excluye segundas (y terceras) intenciones. Y cuando no hay segundas (o terceras) intenciones, todo es claro y limpio: desde los pensamientos hasta las palabras, los gestos; todo está en la línea de la simplicidad.
Ser simples significa ser hombres de «una sola cosa». «Una sola cosa» lo dice todo en la fe.
Amar lo invisible
Volvemos a encontrarnos con el tema de la alegría en la pluma de Pedro (segunda lectura): «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas».
También aquí hemos de subrayar ese «de momento».
«De momento» se trata de renunciar a la pretensión de ver, pero creyendo.
«De momento» se trata de amarlo, «aun sin haberlo visto».
«De momento» se trata de aceptar la prueba, la tribulación, pero conservando el gozo.
Además, me parece importante la insistencia en el amor, como dimensión fundamental de la fe, por parte de aquel apóstol que solamente al final, a orillas del lago, después de tantas declaraciones solemnes, supo pronunciar en tono humilde la palabra decisiva: «Señor... tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).
La gran apuesta y el gran «riesgo» del creyente está precisamente aquí: amarlo, aunque él esté lejos de nuestros ojos.
El milagro más sensacional del creyente es el que le hace vivir el amor a lo invisible.
No basta con creer sin ver.
Además hay que amar sin ver, soportando la lejanía (que no es una ausencia).
Nana Mouskouri, ortodoxa, decía: «Mi fe es mi mano para tocar a Dios».
Se podría añadir: también el amor es la mano para tocar al Dios «lejano».
Todo esto, como es lógico, tiene que manifestarse exteriormente en la alegría.
Es la alegría la que revela la presencia durante el «poco tiempo» de la lejanía.
Creo que si algunos intelectuales se hubiesen encontrado con algún rostro trasfigurado por la alegría pascual, con alguna mirada iluminada por una luz secreta, habrían tenido al menos alguna duda antes de inventar «la muerte de Dios» y presentar su certificado correspondiente.
Tengo la impresión de que Pedro se alegraría también hoy con los que consiguen creer: «...No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en él».
Como si dijera: ¡Qué suerte tenéis! Algo más que una felicitación. ...Quizás una pizca de envidia.
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