Hay un tema central en la entrada a Jerusalén que presenta Mateo: el mesianismo davídico. Sobre ese tópico gira la escena. El segundo tópico, desprendido del primero, es lo escatológico. Si el Rey-Mesías ha llegado, entonces se han precipitado los últimos tiempos, la historia alcanza su fin último, se resuelve, encuentra sentido. El Rey-Mesías trae la culminación de los anhelos y esperanzas. Ya no hay que esperar más: el Reino de los Cielos nos dio alcance (cf. Mt. 3, 2; Mt. 4, 17; Mt. 10, 7).
Estas ideas se van desarrollando con acentos literarios. La primera gran señal, por más obvia que resulte, es la llegada a la ciudad santa, a Jerusalén. Allí está el Templo, la presencia efectiva de Yahvé, y esa es la ciudad de David, la ciudad de los reyes. Lo escatológico no puede suceder en otro lugar. El Rey-Mesías no puede tomar posesión en otro punto geográfico. Toda la historia de Israel parece converger, poéticamente, en Jerusalén. Los Evangelios sinópticos lo recalcan más que Juan, debido a que reducen las visitas de Jesús a la ciudad a una sola, justamente para morir allí. Juan, en cambio, relata otras subidas a Jerusalén con sendas estadías (cf. Jn. 2, 13; Jn. 5, 1; Jn. 7, 10; Jn. 10, 22-23). En los sinópticos, la ciudad capital es el final del viaje, es una meta, un elemento más de la trama que, constantemente, atrae a Jesús hacia sí. Es una atracción mortal. Jesús ha anunciado que sube para morir, sube para la cruz (cf. Mt. 16, 21; Mt. 20, 18). Más allá de la historicidad o no del conocimiento de Jesús sobre lo que iba a sucederle, en el relato juega un papel importante esa pre-conciencia de lo que le espera. No se trata de un determinismo fatalista, de un destino que cae como pesada vara de Dios; la atracción mortal que desempeña Jerusalén en la vida de Jesús es como un lamento del que Él quisiera librarse: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!” (Mt. 23, 37). Jerusalén es nombrada al inicio del relato que leemos hoy y al final, constituyendo una inclusión que enmarca lo que sucede en medio. La transformación geográfica (estar cerca de Jerusalén para pasar a estar dentro) es una transformación de la vida de Jesús, que pasa de esta caminando hacia su pasión para entrar de lleno en ella.
La referencia a Betfagé es curiosa. Mientras Marcos y Lucas nombran a Betfagé junto a Betania (cf. Mc. 11, 1 y Lc. 19, 29), Mateo sólo nombra la primera. Betfagé está más cerca de Jerusalén (1 kilómetro) que Betania (3 kilómetros), e inclusive se la consideraba un barrio más de Jerusalén; allí, los peregrinos se purificaban antes de entrar a la ciudad santa. Betfagé, para Mateo, tiene la importancia de estar localizada en el Monte de los Olivos. Según Zac. 14, 4, el Señor asentará sus pies sobre el Monte para la batalla final, para el desenlace escatológico. Esto enlaza con otra profecía de Zacarías: “¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna” (Zac. 9, 9). Mateo no deja lugar a dudas sobre la inspiración de la escena; a diferencia de los otros sinópticos, cita explícitamente la Escritura profética y habla de un asna con su cría, para recalcar la similitud con Zacarías. Es el momento esperado. Lo que los profetas de Israel anunciaban ha llegado. Es el Mesías montado en un asno, entrando a Jerusalén desde el Monte de los Olivos, para determinar la historia finalmente. Esquivando el lenguaje apocalíptico, Mateo pinta un cuadro de apocalipsis. No hay tormentas ni signos en los cielos ni terremotos ni guerras evidentes, pero ha llegado la hora. El Rey Mesías está haciendo suya la ciudad santa. Jesús es tan plenamente rey que manda buscar el animal bajo el argumento de que el Señor lo necesita. No hay por qué oponerse; el Rey quiere entrar en ese animal. Jesús es Señor de lo que sucede, Señor de la historia.
A este Rey Mesías, la gente le muestra la entrega de sus vidas poniendo sus mantos en el piso. El manto es símbolo de la persona que lo lleva. Sacarse el manto es dejarse a uno mismo de lado, abandonar el manto es abandonarse o abandonar lo que uno era. Poner el manto para que pase Jesús es entregarle la vida, como el pueblo entrega la vida a su Rey. Las ramas cortadas y agitadas hacen recordar la Fiesta de los Tabernáculos, donde cada familia tenía que construir en los alrededores de Jerusalén una choza de ramaje en donde vivir durante una semana (cf. Lev. 23, 41b-42a). Sabemos que en el relato evangélico la entrada mesiánica está relacionada a la proximidad de la Pascua, pero no es inverosímil pensar que, en un principio histórico, el episodio de la entrada mesiánica sucedió para la Fiesta de los Tabernáculos, y con el tiempo, las primeras comunidades cristianas lo unieron a la Pascua, donde cobra sentido más pleno. Aún así, no estarían fuera de contexto los Tabernáculos, pues se trataba de una fiesta para recordar el éxodo, la estancia en el desierto, para afirmar la nacionalidad judía y para esperar al Mesías que cerraría una etapa de la historia y abriría la etapa definitiva. Cercano al oráculo de Zac. 14, 4, utilizado por Mateo como trasfondo de la entrada a Jerusalén, en Zac. 14, 16, leemos: “Los supervivientes de todas las naciones que atacaron Jerusalén subirán de año en año a postrarse ante el Rey Yahvé Sebaot y a celebrar la Fiesta de las Tiendas”. En ese ámbito festivo, también, cobran mayor sentido las aclamaciones de la gente, el Hosanna, o el bendito el que viene en nombre del Señor tomado del Sal. 118, 26 (salmo cantado en la Fiesta de los Tabernáculos). Son expresiones escatológicas dirigidas al Señor que viene, que se manifiesta definitivamente. Hosanna fue en un principio una invocación para pedir ayuda, pero el tiempo lo transformo en un vítor para el Señor que vence, como si entonáramos un ¡viva!.
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¿Quién es este que entra en Jerusalén? Es Jesús, es el Mesías, es el Rey. Los títulos nos parecen difíciles. La figura del rey, en tiempos de democracia, nos asusta, y a veces nos parece cómica. Pero para Mateo es la figura perfecta que, imperfectamente, representa a Jesús en su comunidad. Lo mismo nos sucede con el concepto del mesianismo. ¿De qué necesitamos ser salvados? ¿Qué clase de ungido resolverá nuestra historia? Para Mateo, nuevamente, el Mesías es la figura que mejor encaja con su cristología. Ni la idea mesiánica ni la idea monárquica son conceptos que engloben por completo a Jesús, que lo agoten, que lo expliquen en totalidad. Jesús es mucho más. Pero estamos obligados a utilizar imágenes finitas para representar lo infinito. Hasta la palabra Dios nos queda chica, porque es una palabra sometida al lenguaje humano.
Mateo ha intentado narrar una concepción de Jesús, una experiencia cristológica. Nos invita, de la misma manera, a experimentar. Ponernos en la piel de los dos discípulos que van a busca el animal de carga, en la piel del dueño del animal, en la piel de los que tienden sus mantos. Podemos elegir cualquier personaje, pero no podemos esquivar la preguntar sobre quién es este hombre. Ante la parafernalia desplegada en los versículos anteriores, uno espera una respuesta gigantesca, de densidad teológica. Pero no, la respuesta es más simple: se trata de Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea. Se trata de un hombre, un galileo que nació en una aldea muy pequeña; se trata de un profeta (no se dice que sea rey ni que sea el ungido). El contraste es total. Ese es el misterio. En Jesús, profeta de aldea desconocida, está concentrado Dios y todos los conceptos que puedan aplicarse a Dios. Ese es el misterio. En la historia cotidiana, la historia que busca su desenlace escatológico, está Dios actuando desde la periferia, desde las aldeas, desde Galilea, proféticamente. Sabemos que Jesús puede ser rey, mesías, todopoderoso, señor, pero también sabemos que es profeta, ser humano, pobre, desconocido. Tanto misterio puede ser la causa final de que haya que matarlo. En nuestras pequeñas mentes, si Dios no es notorio, rico, poderoso, famoso y fácilmente detectable entre los señores del mundo, entonces no es Dios.
Estas ideas se van desarrollando con acentos literarios. La primera gran señal, por más obvia que resulte, es la llegada a la ciudad santa, a Jerusalén. Allí está el Templo, la presencia efectiva de Yahvé, y esa es la ciudad de David, la ciudad de los reyes. Lo escatológico no puede suceder en otro lugar. El Rey-Mesías no puede tomar posesión en otro punto geográfico. Toda la historia de Israel parece converger, poéticamente, en Jerusalén. Los Evangelios sinópticos lo recalcan más que Juan, debido a que reducen las visitas de Jesús a la ciudad a una sola, justamente para morir allí. Juan, en cambio, relata otras subidas a Jerusalén con sendas estadías (cf. Jn. 2, 13; Jn. 5, 1; Jn. 7, 10; Jn. 10, 22-23). En los sinópticos, la ciudad capital es el final del viaje, es una meta, un elemento más de la trama que, constantemente, atrae a Jesús hacia sí. Es una atracción mortal. Jesús ha anunciado que sube para morir, sube para la cruz (cf. Mt. 16, 21; Mt. 20, 18). Más allá de la historicidad o no del conocimiento de Jesús sobre lo que iba a sucederle, en el relato juega un papel importante esa pre-conciencia de lo que le espera. No se trata de un determinismo fatalista, de un destino que cae como pesada vara de Dios; la atracción mortal que desempeña Jerusalén en la vida de Jesús es como un lamento del que Él quisiera librarse: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste!” (Mt. 23, 37). Jerusalén es nombrada al inicio del relato que leemos hoy y al final, constituyendo una inclusión que enmarca lo que sucede en medio. La transformación geográfica (estar cerca de Jerusalén para pasar a estar dentro) es una transformación de la vida de Jesús, que pasa de esta caminando hacia su pasión para entrar de lleno en ella.
La referencia a Betfagé es curiosa. Mientras Marcos y Lucas nombran a Betfagé junto a Betania (cf. Mc. 11, 1 y Lc. 19, 29), Mateo sólo nombra la primera. Betfagé está más cerca de Jerusalén (1 kilómetro) que Betania (3 kilómetros), e inclusive se la consideraba un barrio más de Jerusalén; allí, los peregrinos se purificaban antes de entrar a la ciudad santa. Betfagé, para Mateo, tiene la importancia de estar localizada en el Monte de los Olivos. Según Zac. 14, 4, el Señor asentará sus pies sobre el Monte para la batalla final, para el desenlace escatológico. Esto enlaza con otra profecía de Zacarías: “¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna” (Zac. 9, 9). Mateo no deja lugar a dudas sobre la inspiración de la escena; a diferencia de los otros sinópticos, cita explícitamente la Escritura profética y habla de un asna con su cría, para recalcar la similitud con Zacarías. Es el momento esperado. Lo que los profetas de Israel anunciaban ha llegado. Es el Mesías montado en un asno, entrando a Jerusalén desde el Monte de los Olivos, para determinar la historia finalmente. Esquivando el lenguaje apocalíptico, Mateo pinta un cuadro de apocalipsis. No hay tormentas ni signos en los cielos ni terremotos ni guerras evidentes, pero ha llegado la hora. El Rey Mesías está haciendo suya la ciudad santa. Jesús es tan plenamente rey que manda buscar el animal bajo el argumento de que el Señor lo necesita. No hay por qué oponerse; el Rey quiere entrar en ese animal. Jesús es Señor de lo que sucede, Señor de la historia.
A este Rey Mesías, la gente le muestra la entrega de sus vidas poniendo sus mantos en el piso. El manto es símbolo de la persona que lo lleva. Sacarse el manto es dejarse a uno mismo de lado, abandonar el manto es abandonarse o abandonar lo que uno era. Poner el manto para que pase Jesús es entregarle la vida, como el pueblo entrega la vida a su Rey. Las ramas cortadas y agitadas hacen recordar la Fiesta de los Tabernáculos, donde cada familia tenía que construir en los alrededores de Jerusalén una choza de ramaje en donde vivir durante una semana (cf. Lev. 23, 41b-42a). Sabemos que en el relato evangélico la entrada mesiánica está relacionada a la proximidad de la Pascua, pero no es inverosímil pensar que, en un principio histórico, el episodio de la entrada mesiánica sucedió para la Fiesta de los Tabernáculos, y con el tiempo, las primeras comunidades cristianas lo unieron a la Pascua, donde cobra sentido más pleno. Aún así, no estarían fuera de contexto los Tabernáculos, pues se trataba de una fiesta para recordar el éxodo, la estancia en el desierto, para afirmar la nacionalidad judía y para esperar al Mesías que cerraría una etapa de la historia y abriría la etapa definitiva. Cercano al oráculo de Zac. 14, 4, utilizado por Mateo como trasfondo de la entrada a Jerusalén, en Zac. 14, 16, leemos: “Los supervivientes de todas las naciones que atacaron Jerusalén subirán de año en año a postrarse ante el Rey Yahvé Sebaot y a celebrar la Fiesta de las Tiendas”. En ese ámbito festivo, también, cobran mayor sentido las aclamaciones de la gente, el Hosanna, o el bendito el que viene en nombre del Señor tomado del Sal. 118, 26 (salmo cantado en la Fiesta de los Tabernáculos). Son expresiones escatológicas dirigidas al Señor que viene, que se manifiesta definitivamente. Hosanna fue en un principio una invocación para pedir ayuda, pero el tiempo lo transformo en un vítor para el Señor que vence, como si entonáramos un ¡viva!.
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¿Quién es este que entra en Jerusalén? Es Jesús, es el Mesías, es el Rey. Los títulos nos parecen difíciles. La figura del rey, en tiempos de democracia, nos asusta, y a veces nos parece cómica. Pero para Mateo es la figura perfecta que, imperfectamente, representa a Jesús en su comunidad. Lo mismo nos sucede con el concepto del mesianismo. ¿De qué necesitamos ser salvados? ¿Qué clase de ungido resolverá nuestra historia? Para Mateo, nuevamente, el Mesías es la figura que mejor encaja con su cristología. Ni la idea mesiánica ni la idea monárquica son conceptos que engloben por completo a Jesús, que lo agoten, que lo expliquen en totalidad. Jesús es mucho más. Pero estamos obligados a utilizar imágenes finitas para representar lo infinito. Hasta la palabra Dios nos queda chica, porque es una palabra sometida al lenguaje humano.
Mateo ha intentado narrar una concepción de Jesús, una experiencia cristológica. Nos invita, de la misma manera, a experimentar. Ponernos en la piel de los dos discípulos que van a busca el animal de carga, en la piel del dueño del animal, en la piel de los que tienden sus mantos. Podemos elegir cualquier personaje, pero no podemos esquivar la preguntar sobre quién es este hombre. Ante la parafernalia desplegada en los versículos anteriores, uno espera una respuesta gigantesca, de densidad teológica. Pero no, la respuesta es más simple: se trata de Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea. Se trata de un hombre, un galileo que nació en una aldea muy pequeña; se trata de un profeta (no se dice que sea rey ni que sea el ungido). El contraste es total. Ese es el misterio. En Jesús, profeta de aldea desconocida, está concentrado Dios y todos los conceptos que puedan aplicarse a Dios. Ese es el misterio. En la historia cotidiana, la historia que busca su desenlace escatológico, está Dios actuando desde la periferia, desde las aldeas, desde Galilea, proféticamente. Sabemos que Jesús puede ser rey, mesías, todopoderoso, señor, pero también sabemos que es profeta, ser humano, pobre, desconocido. Tanto misterio puede ser la causa final de que haya que matarlo. En nuestras pequeñas mentes, si Dios no es notorio, rico, poderoso, famoso y fácilmente detectable entre los señores del mundo, entonces no es Dios.
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