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viernes, 18 de marzo de 2011

Palabra de Misión: La trascendencia explica la transfiguración (o viceversa) / Segundo Domingo de Cuaresma – Ciclo A – Mt. 17, 1-9 / 20.03.11



La transfiguración es la lectura elegida para el segundo domingo de cuaresma en todos los ciclos litúrgicos. El texto es conservado en toda la tradición sinóptica. Mc. 9, 2-9 y Lc. 9, 28-36 son los paralelos a la perícopa de Mateo que se lee hoy. La ubicación no varía en el esquema general de los tres Evangelios: se ubica a continuación del anuncio de la pasión del Hijo del Hombre y el llamado a asumir la cruz para seguir a Jesús (cf. Mc. 8, 31-37; Mt. 16, 21-26; Lc. 9, 22-25). Que se haya mantenido ese esquema general es significativo. Ninguno de los tres autores consideró oportuno variar o modificar la relación que se establece entre la referencia a la crucifixión y la inmediata transfiguración que refiere a la gloria y la resurrección. Se trata de un díptico, y un díptico que se quiere remarcar. No se puede creer, leer o pensar a Jesús separando su vida terrena de su glorificación, su cruz de su resurrección, su entrega de la vida de su recuperación de la vida en plenitud. Es una cristología que pone de manifiesto la imposibilidad de un cristianismo esquizofrénico entre lo material y lo espiritual, del Jesús histórico separado del Cristo de la fe. Hay una línea de continuidad que, si se quiebra, desfigura a Jesús y nos desfigura como cristianos. La desfiguración puede darse en cualquier dirección. Puede que un grupo de las primeras comunidades creyese en un Maestro que llega hasta Jerusalén y muere injustamente dejando un mensaje digno de perpetuar en el tiempo, y puede que otro grupo se focalizara tanto en el Resucitado que se haya olvidado de la praxis y el mensaje con incidencia histórica. En respuesta a la falsa dicotomía, los evangelistas creen conveniente mostrar, en una imagen de anverso y reverso, la unión íntima entre el Hijo del Hombre que debe sufrir mucho y el Hijo del Hombre que viene en la gloria.

Mateo comenzará en su capítulo 16 aventurando respuestas sobre la personalidad de Jesús. Porque, en definitiva, lo que trata de hacer la transfiguración es echar luz sobre la pregunta quién es Jesús. En Mt. 16, 13 el Maestro pregunta a sus discípulos qué dice la gente sobre el Hijo del Hombre, y las respuestas son variadas: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas (cf. Mt. 16, 14). Cuando toca el turno de los discípulos para responder la misma pregunta, Pedro hace las veces de voz cantante y asegura que el Hijo del Hombre es el Mesías, el Hijo del Dios vivo (cf. Mt. 16, 16), respuesta que le vale la alabanza de Jesús. Pero como la idea del Mesías es ambigua en el contexto judío, hace falta una aclaración importante: el Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser condenado a muerte (cf. Mt. 16, 21-22). La palabra final la tendrá el mismísimo Dios en la transfiguración: Jesús es su Hijo muy querido, la predilección del Padre está puesta en Él y hay que escucharlo. Esta declaración es sumamente solemne, ya que la rodea un contexto de teofanía: hay días de preparación (seis según Mateo), hay una montaña/monte, hay una nube luminosa, se escucha la voz de Dios, los testigos están atemorizados. Todos estos elementos configuran un ámbito sagrado que realza lo que se dice y lo que se hace. Como venimos mencionando en otros comentarios, Mateo es particularmente tendencioso en cuanto a referencias al Antiguo Testamento. Según el Éxodo, la nube luminosa es signo de Dios presente en medio de su pueblo que camina por el desierto (cf. Ex. 13, 22; Ex. 16, 10; Ex. 33, 9-10; Ex. 40, 34-38), con mucha relación a Moisés. Es notorio que Mateo, a diferencia de Marcos, nombre primero a Moisés que Elías. Además, es el único evangelista que describe la luminosidad del rostro de Jesús, haciendo un paralelo con el rostro de Moisés que irradiaba luz luego de estar en presencia de Dios (cf. Ex. 34, 29-35). Para completar esta idea, en las palabras que dirige la voz del cielo, Mateo añade la expresión escúchenlo que recuerda Dt. 18, 15 (palabras de Moisés): “El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharán”. Jesús viene a ser ese profeta prometido a Moisés como su sucesor y guía del pueblo. En el descubrimiento de la personalidad de Jesús, Mateo no oculta que detrás está la figura de Moisés. Para entender a Jesús hay que entender a Moisés, y así será visible la superioridad y la plenitud que Jesús trae a lo establecido por Moisés.

La teofanía aclara la condición de Hijo predilecto y la urgencia de escuchar sus palabras, pero a la par recuerda que han llegado los tiempos escatológicos. Ese profeta sucesor tan esperado para recuperar la gloria del tiempo en que Dios liberaba a su pueblo, se hace patente hoy, en el Cristo. La propuesta de Pedro de levantar tres tiendas es la clave para entender esta hermenéutica escatológica. Las tiendas recuerdan la fiesta de los Tabernáculos que Israel celebraba al comienzo del año, donde las familias judías construían chozas con ramajes para habitarlas durante siete días, haciendo memorial de los antepasados que habitaban tiendas en su peregrinaje de cuarenta años por el desierto. Este recuerdo (memorial) de un pasado en el desierto, con la compañía de Dios, estaba proyectado hacia el futuro. La fiesta marcaba un ritmo cronológico, que si bien no se ubicaba en el estricto principio del nuevo año (correspondiente a la fiesta de Rosh Hashanah), estaba en las proximidades del mismo. Se cerraba un ciclo de cosecha y recolección para comenzar otro de siembra. Era una fiesta de fin y comienzo, una fiesta de los ciclos, si se quiere. Será la corriente profética la que traducirá ese fin y comienzo de año en fin y comienzo de una era (eón en lenguaje más estricto). Para el siglo I d.C., la fiesta marcaba el ritmo anual, es cierto, pero mucho más, siendo también espera del ritmo mesiánico, de la irrupción del Mesías para abrir el año nuevo definitivo, la nueva era, el eón del Reinado de Dios absoluto. Pedro cree que es el momento de esa inauguración definitiva. Hay que armar las tiendas para la celebración eterna de los Tabernáculos. Pedro no está completamente errado, pero falta algo todavía. La propuesta se vuelve absurda porque falta bajar del monte y seguir caminando hasta Jerusalén. La voz del cielo recuerda que hay que escuchar al Hijo del Hombre, y lo que el Hijo del Hombre ha dicho es que debe subir a Jerusalén para ser rechazado y crucificado.

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Transfigurarse no es desprenderse de la realidad. Jesús no se transfigura para olvidarse por un momento de su camino a Jerusalén. Al contrario. La transfiguración confirma su camino y lo hace trascendente (de una manera más patente). Muchas veces, nuestro camino, nuestras obras, nuestros quehaceres, parecen no tener trascendencia. Hacemos las cosas porque las hacemos, por la cotidianeidad, por costumbre. No hay algo mayor que nos impulse, no hay algo más grande, no hay alguien en el horizonte. Caminamos hacia Jerusalén, hacia el rechazo, hacia la muerte, pero parece no tener sentido. Es la desilusión que no nos animamos a comentar, porque creemos que ni siquiera tiene sentido comentarlo. Cuando llegamos al final del camino, al no trascender, desesperamos. Al final de la teofanía, Jesús dice a sus discípulos que se levanten, que no tengan miedo. Una expresión similar les dirá en Getsemaní, tras la oración agónica: levántense, vamos (cf. Mt. 26, 46). Getsemaní se hace más entendible gracias a la transfiguración, se hace más llevable, se hace trascendente. Jesús puede ser un revoltoso político apresado, así sin más, o puede ser el Hijo de Dios que da la vida por el Reino. Esa diferencia profunda de sentido lo da la trascendencia. Nosotros podemos ser buenas personas, trabajadores de tiempo completo, ciudadanos no escandalosos, así sin más, o podemos ser los discípulos de Jesús que se comprometen con el pobre, que creen en un Dios personal, que luchan contra la injusticia. Esa diferencia la establece la trascendencia.

Podemos transfigurarnos con la intención de desaparecer en una energía cósmica impersonal, o transfigurarnos para que la presencia de Dios se haga transparente entre los seres humanos. Podemos sentirnos en la era escatológica de una manera terrorífica o ser escatológicamente activos. Si no encauzamos la transfiguración de una forma evangélica, ceden nuestras fuerzas, o se desvían en intentos fútiles. La Iglesia que, transfigurada, se aleja en nubes luminosas, es igual a Pedro proponiendo armar tres tiendas para quedarse en el monte. Moisés bajaba con la cara resplandeciente, Jesús también desciende para continuar el camino, la Iglesia tiene que transfigurarse en los lugares más oscuros. La luz ha sido hecha para iluminar. En la realidad hace falta un mensaje de trascendencia que podemos llevar. Para que los que luchen contra las injusticias lo hagan con un sentido, y no por mero rencor. Para que los pobres descubran en su Getsemaní la cercanía de Dios. Para que el ser humano promedio deje de ser, tristemente, promedio, y se destaque desde el profundo compromiso con su vida y la vida de los otros. La trascendencia es una enemiga acérrima de la mediocridad. Los mediocres no trascienden, no encuentran sentido a las cosas, no saben leer los acontecimientos. La trascendencia viene a despertar al ser humano, viene a decirle a los varones y a las mujeres que vale la pena el tiempo invertido en el otro, vale la pena desgastarse por el más desfavorecido, vale la pena orar, leer, escuchar música, contemplar un paisaje. La trascendencia devuelve a la vida el por qué, la explica, la eleva. La transfiguración no separa de la realidad, sino que la plenifica.

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WebJCP | Abril 2007