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MISIONEROS EN CAMINO: Palabra de Misión: Hay albañiles sabios y santos necios / Noveno Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 7, 21-27 / 06.03.11
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viernes, 4 de marzo de 2011

Palabra de Misión: Hay albañiles sabios y santos necios / Noveno Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 7, 21-27 / 06.03.11



La perícopa de hoy tiene dos partes, pero el tema es el mismo. La primera parte es el relato escatológico sobre un supuesto juicio final donde algunos se presentan al Señor y son rechazados porque el Señor los desconoce, a pesar de argumentar los rechazados con las profecías, exorcismos y milagros que realizaron en el nombre de Jesús. La segunda parte es la parábola que los estudiosos no terminan de titular; para algunos es la parábola de las dos casas, pero otros sostienen que es más lógico denominarla de los dos constructores, aunque un tercer grupo opta por los dos cimientos. Para cada título hay justificativos. Quizás, lo más correcto, sea referirse a los constructores, pues son la imagen de aquellas personas que deciden cumplir o no la Palabra escuchada. Los cimientos juegan un papel preponderante, pero llevan a la interpretación en un segundo momento. Aquí, la oposición clara es entre el sabio y el insensato. Estas oposiciones no son ajenas al estilo de Mateo, que anteriormente ha mencionado una puerta ancha y una puerta estrecha (cf. Mt. 7, 13-14), unos frutos buenos y otros malos (cf. Mt. 7, 16-20), y que luego hablará de tesoros de bondad y de maldad (cf. Mt. 12, 35). Se trata de una herramienta literaria para contraponer y remarcar conceptos. Dentro de las técnicas rabínicas de exposición se corresponde al paralelismo antitético; las frases sobre la construcción de ambas casas pueden ponerse en paralelo y se encontrará una similitud notable entre las palabras, pero una distancia abismal entre los conceptos. Por lo tanto, no es correcto catalogar esta parábola dentro del grupo de las parábolas dobles, que son aquellas con un paralelismo no antitético, como por ejemplo, la luz y la sal de Mt. 5, 13-14, o el tesoro y la perla de Mt. 13, 44-45. En realidad, la parábola que leemos hoy es una parábola de crisis. Son denominadas así las que tienen como tema el final escatológico, el juicio último, la venida definitiva del Hijo del Hombre. Podemos llegar a la conclusión más fehaciente de esto si comparamos el texto que hoy nos propone la liturgia con la parábola de las jóvenes y sus lámparas (cf. Mt. 25, 1-12), ubicada en el contexto de los capítulos 24-25 del Evangelio que tratan, justamente, del final de los tiempos. En la parábola de las jóvenes y sus lámparas se repiten elementos del final del capítulo 7 que estamos leyendo:

a. Hay cinco jóvenes necias y cinco prudentes al igual que hay un sabio capaz de construir con buen cimiento y un necio que construye sobre la arena. Las palabras en griego del original son las mismas para ambos casos: fronimos (sabio, prudente, sensato) y moros (insensato, necio, ignorante).

b. Está presente el tema de la entrada. Las jóvenes quieren entrar a la sala nupcial y los que hablan con el Señor argumentando sus obras son los que quieren entrar al Reino de los Cielos. La sala nupcial, referida a las bodas, y por lo tanto a la alianza entre Dios y su Pueblo, es una imagen del Reino consumado.

c. Los que quieren entrar utilizan el mismo llamado: Señor, Señor.

d. La respuesta del Señor es igual a la del esposo: no los conozco.

Las similitudes nos llevan a dos conclusiones: la primera parte de la perícopa de hoy es inseparable de la parábola siguiente, porque le da marco; la parábola de los dos constructores es un una parábola de crisis, que tranquilamente puede agruparse con las referentes a la venida del Hijo del Hombre. Los paralelismos anteriores a éste (las dos puertas y los dos tipos de fruto) vienen preparando el terreno para la exhortación final. Hay dos maneras de encarar la vida, dos maneras de llevar adelante la existencia, dos visiones y dos posibilidades escatológicas. En resumen, y tomando la tradición sapiencial, Mateo lo define en la oposición del sabio y el insensato. Hay seres humanos necios que viven la vida desperdiciándola, sin sacarle el mayor y verdadero provecho, alejados de Dios; hay seres humanos sabios que entienden el sentido último de la vida y lo encuentran en Dios. El sabio no lo es por su reflexión, por su erudición ni por sus logros académicos; el sabio bíblico es el que entiende las dimensiones de la existencia que se resumen en una sola dimensión: la divina. El sabio es sabio porque está cerca de Dios, porque ha elegido el mejor camino que, en definitiva, es el único camino real porque lleva a la plenitud.

Esta parábola mateana tiene su paralelo en Lc. 6, 46-49. La diferencia principal entre ambas es el fenómeno natural que arrasa o no con la casa. Mateo es más descriptivo. Habla de lluvias (broque), una corriente de agua (potamos) y vientos (anemos); lo que podría significa una lluvia torrencial que carga demasiado canales secos o accidentes geográficos hasta provocar una inundación en la zona donde está emplazada la casa; si a eso se agregan los vientos, se entiende que sólo una construcción con buenos cimientos puede resistirlo. En Palestina no era inusual construir cerca de las corrientes de agua, inclusive cerca de canales secos para que, al llover y llenarse, proporcionaran líquido a los habitantes. Algunos construían demasiado cerca del canal, sobre la zona arenosa, sin prever una crecida abrupta. Otros, más sabios, lo hacían cerca del canal, pero sobre una zona menos arenosa, donde se pudiese hallar roca al fondo. La mirada de Mateo es más realmente histórica que la de Lucas porque éste se refiere a una inundación que se lleva la casa, y las inundaciones por desborde de un río son muy improbables en Palestina. De todas maneras, ambos siguen la línea de pensamiento de la parábola que está inspirada en Is. 28, 15-16: “Habéis dicho: hemos hecho un pacto con la Muerte, y con el Seol tenemos alianza. Cuando el azote pase cual torrente, no nos alcanzará, porque hemos hecho de la mentira nuestro refugio, y de la falsedad nuestro escondrijo. Por tanto, Yahvé dice así: he aquí Yo pongo por fundamento en Sión una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable. El que crea, no será conturbado”. Estos versículos del profeta contienen los elementos de la parábola: vendrá un azote de Dios en forma de torrente (de lluvia que desborda, de inundación, de aguas que destruyen); los que tengan buen fundamento (buen cimiento) se salvarán; ese fundamento está en la piedra de Sión (la roca); el que cree tiene cimiento (el que cumple las Palabras de Jesús). Los rabinos enseñaban que la roca del fundamento es el conocimiento y la aplicación de la Torá (el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia); Jesús, continuando sus expresiones de las seis antítesis sobre lo dicho a los antiguos y lo que Él dice, se pone a sí mismo y a sus dichos como fundamento. Ya no se trata de cumplir la Torá para no ser arrasados por el torrente con el que azota Yahvé; la clave está en las palabras del Maestro y en el cumplimiento de esas palabras.

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Jesús parece contraponer la voluntad del Padre a las profecías, los exorcismos y los milagros. Parece demasiado exagerado, o al menos, una contradicción. Se acercan personas al Señor y le echan en cara lo que han hecho en su nombre: han profetizado, han expulsado demonios, han sanado personas. Pero el Señor los desconoce. Quiere decir que esos actos no son, precisamente, la voluntad del Padre. O mejor expresado: no son necesariamente la voluntad divina. Esto arremete contra muchos movimientos cristianos y para-cristianos que parecen fundamentar su legitimidad en las acciones sobrenaturales. Eso no basta, dice Jesús. Tiene que haber una visión y una actitud superior para afirmarse en el Reino. Si pudiese resumirse la fe a esos elementos, la Iglesia sería un circo. Pero no lo es. La fe está sustentada sobre roca, y esa roca es el cumplimiento de las palabras que enseña el Maestro.

Aquí podemos saltar hacia otro análisis. ¿Qué determina la canonización, la declaración de santidad de tal o cual persona? Para la Iglesia Católica, el parámetro de la declaración de santidad es la comprobación de milagros. Sin embargo, Jesús acaba de dejar en claro que se pueden hacer milagros y ser un completo desconocido del Señor. Se puede exorcizar y sanar sin cumplir, necesariamente, la voluntad del Padre. ¿Cuál es la seguridad de la canonización, entonces? ¿No sería más cristiano canonizar desde el testimonio de vida, desde las acciones que fueron realizando, en la historia, el Reino de Dios? Quizás no valga de nada revisar los procesos de canonización. En la realidad, cada uno sabemos quiénes de nuestros conocidos difuntos fueron hacedores del Reino, y no necesitamos de declaraciones papales ni estampitas para reconocerlos. Pero un cambio en el proceso de canonización, verdaderamente serviría para aportar una relectura global al concepto de santidad. Muchos creen, equívocamente, que santos hay muy pocos, que santos son los de los altares. Entonces, la santidad se convierte en un circo de fenómenos inusuales e inalcanzables. A nadie se le ocurre vivir la santidad, porque es imposible según este modelo.

Si profundizáramos a Jesús, la cuestión cambiaría. Nos animaríamos a la santidad porque su fundamento sería el amor, no la milagrería. Podríamos atrevernos a reconocernos santos y a mirar la santidad de los otros, en vida, sin esperar que mueran. No nos interesaría que los canonizados lleguen a los altares para pedirles favores, sino para que sirvan de modelo y guía a las nuevas generaciones. Entonces, haríamos casas más resistentes; la Iglesia sería más resistente, con más fundamento en Jesús; la Iglesia sería más casa y menos circo

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WebJCP | Abril 2007