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sábado, 8 de enero de 2011

Palabra de Misión: Humano en el sufrimiento / Bautismo del Señor – Ciclo A – Mt. 3, 13-17



La Fiesta del Bautismo de Jesús es una oportunidad clave, exegéticamente hablando, para manifestar las diferencias entre uno y otro Evangelio, sobre todo en los Sinópticos. Y no por el mero hecho de desplegar una batería de conocimientos que no conducen a nada (sólo a acumular hojas de bibliografía), sino con la intención de dejar asentada la pluralidad cristológica de las primeras comunidades y el valor de esa pluralidad. Marcos, Mateo y Lucas se acercan al fenómeno de Jesús desde diferentes perspectivas, con la complicada tarea de actualizar, para sus comunidades, una Buena Noticia que, siendo históricamente pasada, creían que era presente y efectiva. El episodio del bautismo, por ejemplo, fue un hecho pasado para los autores, ocurrido aproximadamente treinta, cuarenta y hasta cincuenta años antes de que pusiesen por escrito los Evangelios. ¿Cómo encarnar ese acontecimiento, entonces, en la vida de los cristianos que no conocieron personalmente a Jesús, tampoco a Juan Bautista, que creen en la resurrección y que intentan conformarse como Iglesia? Porque la tarea de los evangelistas no fue, sencillamente, ser fieles a la tradición apostólica, sino también ser fieles a los problemas eclesiales que, en ese momento, pedían una solución cristiana. Es el desafío de actualizar en la fidelidad, de discontinuar en la continuidad, de ser creativos con elementos fijos. La creatividad y los problemas a solucionar no eran los mismos para Marcos que para Mateo o Lucas.

Los paralelos al relato mateano (que la liturgia nos ofrece hoy) están en Mc. 1, 9-11 y Lc. 3, 21-22. A primera vista, lo evidente es la longitud de Mateo, que excede en un par de versículos a los otros. Este exceso responde al diálogo entre Jesús y el Bautista, propio de Mateo. Aquí tenemos una clave para desandar el camino de la comunidad mateana. Los estudiosos afirman que esta Iglesia vivía un conflicto teológico importante en cuanto a la relación de Jesús con el Bautista. No caben dudas de que Mateo expresa una cristología bastante elevada. En su libro, Jesús es adorado (cf. Mt. 2, 2.11; Mt. 14, 33; Mt. 28, 17), es llamado Señor (cf. Mt. 7, 21; Mt. 8, 2.6.8.21.25; Mt. 9, 28; Mt. 14, 28.30; Mt. 15, 22.25; Mt. 16, 22; Mt. 17, 4.15; Mt. 18, 21; Mt. 20, 30; Mt. 21, 3) y nace virginalmente (cf. Mt. 1, 18). Este nivel de cristología creaba un conflicto respecto a la figura del Bautista. ¿Era posible que Juan lo haya bautizado? ¿Acaso era mayor que el Señor? ¿Y de qué debía bautizarse Jesús, de qué pecado absolverse? Estas cuestiones tenían peso porque la comunidad iniciada por el Bautista no se había extinguido así sin más; había discípulos de Juan que perpetuaban la ideología de su maestro, y que tuvieron encuentros con discípulos de Jesús de Nazareth, como lo atestigua Hechos de los Apóstoles cuando Pablo encuentra en Éfeso a personas que habían recibido el bautismo de Juan (cf. Hch. 19, 1-3), pero no el bautismo del Espíritu Santo. El diálogo entre Jesús y el Bautista, por lo tanto, es una exposición teológica del por qué del bautismo jesuánica y un esclarecimiento de la posición real que tiene cada uno en la historia de la salvación. Lo primero que hace Juan es tratar de impedir el bautismo, reconociendo su pequeñez frente al Mesías, sintiéndose incapacitado de bautizar al Cristo de Dios. De esta manera, queda clara la superioridad de Jesús, mayor que Juan, capaz de dar un bautismo también mayor, en el Espíritu Santo.

El punto cumbre del diálogo es la cuestión de la justicia. Jesús expresa que su bautismo es necesario porque así se completa toda justicia. Quizás, convenga traducir completa en lugar de cumplir el término griego pleroo. Completar toda la justicia significa que la justicia se está desarrollando y que el bautismo se encadena como un hecho significativo para completarla, para llenarla, para que alcance su completitud. Es una justicia que ha comenzado en la genealogía con la que abre el Evangelio (cf. Mt. 1, 1-17), remontándose hasta el justo Abraham, que se ha continuado con el justo José (cf. Mt. 1, 19), que se desarrolló como cumplimiento de las profecías (cf. Mt. 1, 22-23; Mt. 2, 5-6; Mt. 2, 15; Mt. 2, 17-18; Mt. 2, 23), que se hace inminente con la prédica del justo profeta Juan el Bautista (cf. Mt. 3, 1ss) y que alcanza plenitud en el bautismo. Pero no hay que confundirse con una plenitud que se agota allí, al salir del río Jordán, sino que se trata de una plenitud proyectándose hacia el futuro, hacia la vida pública de Jesús, que será manifestación de la justicia divina. Para entender esta proyección hay que profundizar el sentido de la justicia en Mateo. Antes que nada, podemos entenderla como fidelidad a lo que Dios quiere. Cumplen la justicia (son justos) los que se suman al proyecto de Dios que es el Reino. Son bienaventurados los que desean que se concrete el Reino (cf. Mt. 5, 6) y los que soportan persecuciones por ser leales a ese Reino (cf. Mt. 5, 10). No se trata de una justicia exterior, litúrgica, cultual, como la de los escribas y fariseos, que aparentan (cf. Mt. 5, 20); es una justicia que se realiza sin esperar recompensa (cf. Mt. 6, 1), que trae las demás cosas por añadidura (cf. Mt. 6, 33), que es lo más importante de la Ley (cf. Mt. 23, 23), No hay justicia en cumplir las leyes porque sí, sólo cuando esas leyes son acordes al Reino; no hay justicia en ser aplaudidos por los demás; no hay justicia en lo que se hace por interés. Se trata de un concepto superior de seguimiento de Dios. Podemos asegurar con nuestras vidas que somos fieles al Señor, pero la verdad de la fidelidad se juega en ser justos, en creerle a Dios y a su utopía, en no boicotear su proyecto de una humanidad plena en vistas al egoísmo. Es esa fidelidad, característica de Jesús Hijo del Padre, lo que lo determina a bautizarse, en una obediencia a la misión que le ha sido encomendada: ser hombre de su pueblo, solidarizándose con sus sufrimientos. Eso entiende Mateo cuando cita Is. 53, 4 en Mt. 8, 17: “Él tomó nuestras debilidades y llevó las enfermedades”. Jesús es el Siervo del profeta Isaías que carga las debilidades de su gente. El bautismo en el Jordán, a la par del bautismo de sus compatriotas, tiene el mismo significado. Jesús no tiene pecado, pero camina con los pecadores y, en solidaridad, se bautiza, como lo hace Israel. La justicia de la encarnación se completa en las aguas del Jordán, porque el hecho de asumir la carne humana es el hecho de asumir una vida que se disputa en las tentaciones. Jesús no necesita el bautismo, pero es justo que se bautice, porque en el plan del Reino de Dios, el Hijo se hace carne con las particularidades de la carne.

Cuando Jesús sale de las aguas, los cielos se abren y Él puede ver el espíritu descender como una paloma. Aparentemente, estas manifestaciones son sólo visibles para Jesús. En cuanto a la voz celestial, Mateo no aclara si la oye sólo Jesús o es un fenómeno audible para todos los presentes. Queda la duda. Lo interesante es la declaración que hace la voz, combinando tres elementos del Antiguo Testamento. La primera alusión es al Sal. 2, 7: “Yo promulgaré el decreto: Yahvé me ha dicho: Mi hijo eres Tú, Yo te he engendrado hoy”, significando la realeza del Jesús que emerge de las aguas al adjudicarle un salmo que habla sobre el Mesías-Rey. La segunda alusión está en el hecho de llamarlo el amado, como se lo identifica a Isaac en el episodio del sacrificio fallido (cf. Gn. 22, 2), trazando así un paralelismo que hace reflejo de la crucifixión futura, que en el amplio sentido teológico, es una relectura escatológica del sacrificio de Isaac. Finalmente, la idea de Dios que se complace es tomada de Is. 42, 1: “Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma”, parte de los poemas del Siervo Sufriente, en la misma línea que planteamos anteriormente sobre Jesús solidarizándose con su pueblo, con los sufrimientos de su gente. De esta manera, la voz certifica un tríptico que describe a Jesús: Mesías-Rey, elegido por Dios para dar la vida, en solidaridad con los sufrimientos de su pueblo.



En esta caracterización cristológica que hace Mateo hay una opción para la Iglesia. En primer lugar, la Iglesia continúa el mesianismo real de Jesús. En segunda instancia, ese mesianismo alcanza su expresión máxima en la vida dada, en el martirio. La Iglesia no está en el mundo para asegurarse su permanencia (de eso se encarga Dios); está para derramar la sangre propia que sea necesaria a cada momento. En tercer lugar, esa sangre se derrama para combatir lo que combatió el Mesías: el sufrimiento de los pueblos. Por lo tanto, una eclesiología de espaldas a los sufrientes y sufridos de la historia, es una eclesiología que fracasa desde su principio. La Iglesia es impensable fuera de la larga cola de varones y mujeres que se acercan al Jordán con sus pecados. Justamente allí está su lugar.

Dios nos envía al sitio más difícil, porque en el sufrimiento no hay respuestas válidas. La Buena Noticia es Jesucristo, pero seguimos sin responder al por qué del dolor, de la muerte, del sinsentido. Jesús tampoco vino al mundo con una respuesta metafísica; su respuesta fue la encarnación y el acompañamiento de los que sufren. Es Dios al lado del enfermo, Dios al lado del marginado, Dios al lado de los afectados. La Iglesia tampoco tendría que preocuparse demasiado por escribir largas encíclicas o extensos tratados teológicos sobre el origen del mal o la culpabilidad del demonio en las catástrofes naturales o sociales. La preocupación de la Iglesia debiese ser acompañar, estar en medio del sufrimiento, bautizarse con el dolor cotidiano con el que se bautizan millones de seres humanos. La Buena Noticia de Jesucristo es la Buena Noticia de que no estamos solos, que nos acompaña Otro, y que ese acompañamiento puede infundirnos una esperanza más allá del dolor actual.

Una Cristología del Siervo Sufriente es el pie para una eclesiología de una comunidad de discípulos que es capaz, también, de asumir la profecía de Isaías. Una Iglesia-Siervo es una Iglesia que cumple con la justicia del Reino. La fidelidad al proyecto del Padre está en la periferia que vino a rescatar el Hijo. No somos justos con nuestra asistencia perfecta todos los domingos en la asamblea, ni tampoco aportando el diezmo religiosamente, ni mucho menos viviendo acríticamente preceptos institucionales. Somos justos en la solidaridad con el sufriente; solidaridad que es estar, es acompañamiento, es compartir; solidaridad que nada tiene que ver con la dádiva o la limosna. Una Iglesia solidaria con lo humano es una Iglesia que vive su misión entre los humanos, y no detrás de altas paredes, pesados altares o rellenos libros de doctrina.

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WebJCP | Abril 2007