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sábado, 11 de diciembre de 2010

Palabra de Misión: El pequeño profeta más grande de todos / Tercer Domingo de Adviento – Ciclo A – Mt. 11, 2-11



El texto propuesto para este domingo por la liturgia está en clara relación con el texto del Segundo Domingo de Adviento. Aquí tenemos otra arista para acercarnos a la figura de Juan el Bautista. La fuente más próxima de esta tradición es lo que los estudiosos llaman la Fuente Q, que sería fuente común de Mateo y de Lucas. La perícopa que leemos, en realidad, forma parte de un conjunto más grande que estaría en Mt. 11, 2-19 (Lc. 7, 18-35). La liturgia, al recortar el conjunto, puede desorientarnos un poco, ya que sólo a partir de Mt. 11, 11 se entiende hacia dónde apunta toda la sección: el Reino de los Cielos. Lo importante y fundamental no es Juan el Bautista, como veremos al analizar la frase sobre su grandeza y su pequeñez. Lo importante es que Juan apunta al Hijo del Hombre, y el Hijo del Hombre es el cumplimiento objetivo de la promesa del Reino.

Para ser más exactos: el Hijo del Hombre y sus obras son el signo objetivo. Cuando los dos discípulos del Bautista preguntan a Jesús lo que su maestro quiere saber, la respuesta apunta a lo que está sucediendo. Son signos del Reino. Ciegos que ven, paralíticos que caminan, leprosos purificados, sordos que oyen, muertos resucitados y Buena Noticia anunciada a los pobres. Esta respuesta jesuánica está elaborada en base al libro del profeta Isaías. Se trata de una refundición de Is. 29, 18-19 (“Aquel día, los sordos oirán las palabras del libro, y verán los ojos de los ciegos, libres de tinieblas y oscuridad. Los humildes de alegrarán más y más en el Señor y los más indigentes se regocijarán en el Santo de Israel”); Is. 35, 5-6a (“Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo”) e Is. 61, 1 (“El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. El me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros”). Se trata siempre de promesas mesiánicas. Isaías visualiza la era final, la era de la llegada del Rey definitivo de Israel, como una época donde las enfermedades desaparecen, la Buena Noticia alcanza a los pobres y marginales, y todo es restaurado. El Mesías/Cristo trae el retorno al estado original de las cosas, al bien querido por Dios. La era mesiánica se caracteriza por la restauración. Ahora bien, esa restauración puede ocurrir por caminos de paz o por caminos de violencia. Y si bien esta dicotomía es una trampa (en realidad, es imposible llegar a un estado de bienestar por mano de la guerra), es la dicotomía que plantea la escatología. Israel podía tener fe en un Mesías que liberaría dirigiendo un ejército (como Ciro de Persia, cf. Is. 45, 1-2), o en uno que actuaría como el Siervo Sufriente (Is. 42, 1-9; Is. 49, 1-7; Is. 50, 4-9; Is. 52, 13 – 53, 12). De la misma manera, Juan Bautista podía anunciar la llegada del agente mesiánico que canalizaría la ira de Dios, o la llegada del agente de la misericordia divina. Como lo demuestra la lectura del domingo anterior (cf. Mt. 3, 1-12), Juan es el profeta del hacha y la horquilla. El agente mesiánico traerá la poda y el fuego para quemar la paja, porque viene a concretar el enojo de Dios por los pecados humanos.

A partir de esta concepción se genera la duda en el Bautista. Tiene que enviar discípulos que le pregunten si es el que la esperanza judía espera… o no. Evidentemente, los modos de Jesús no coincidían con la teología de Juan, y eso lo hizo vacilar. Esta teología joánica puede explicar la frase final de la lectura de hoy. Juan es el mayor entre los nacidos de mujer, pues señala al Mesías, apunta en la dirección de la salvación, es el precursor. En él hallan cumplimiento las profecías de Malaquías: “Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí” (Mal. 3, 1a) y “Yo les voy a enviar a Elías, el profeta, antes que llegue el Día del Señor, grande y terrible” (Mal. 3, 23). Juan es el profeta precursor, el último de la larga línea profética del Antiguo Testamento. Le ha tocado, en la historia de la salvación, ser el profeta que ve, con sus propios ojos, en tiempo real, al Elegido de Dios. Los otros lo han anunciado, han tenido visiones, han entendido que Dios se presentaría liberador; pero sólo Juan tiene el privilegio profético de tener al alcance de la mano la suma de todas las profecías: Jesús. Por eso es el mayor hombre nacido de mujer. Sin embargo, al mismo tiempo, es el más pequeño del Reino de los Cielos, porque su teología sigue estando atada al modelo veterotestamentario. A Juan le cuesta comprender un mesianismo sin ejércitos y sin planes militares. Le cuesta ingresar a la dinámica del Evangelio de Jesús, y en este sentido, es pequeño frente a cualquier otro ser humano que, ministerialmente profeta o no, haga suyo el modelo jesuánico del Mesías que es Siervo Sufriente. La expresión, entonces, no es un insulto, sino una constatación del pensar y el creer de Juan, que en ciertos puntos, difiere del de Jesús.

Decimos que no hay insulto en la caracterización que hace el Maestro del Bautista porque, al contrario, parece haber admiración. Cuando los enviados que vinieron a preguntar se retiran, Jesús pronuncia tres frases que guardan una estructura similar. Vamos a ponerlas en paralelo para entender qué juego literario encierran:

1.a. ¿Qué fueron a ver al desierto?

b. ¿Una caña agitada por el viento?

2.a. ¿Qué fueron a ver?

b. ¿Un hombre vestido con refinamiento?

c. Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.

3.a. ¿Qué fueron a ver entonces?

b. ¿Un profeta?

c. Les aseguro que sí, y más que un profeta.

Como es fácil de notar, a la primera frase le falta una parte, la respuesta a la pregunta retórica. Además, se agrega el problema de entender qué significa la imagen de la caña agitada por el viento. En primer lugar, es claro que la utilización de la caña en la frase es una pista para remontar estas palabras a la primerísima tradición, hasta Palestina, pues la caña es un elemento típico del paisaje de la cuenca del Jordán. Algunos biblistas propusieron la interpretación de la caña en relación con la actividad jurídica de Dios; cuando Yahvé juzga a Israel, lo agita como un junco, como una caña (cf. 1Rey. 14, 15). Juan el Bautista, predicador de la justicia divina, aludiría a la violencia de Dios que agita a su pueblo. Pero esa interpretación no cuadra directamente con la segunda frase que hace referencia a los que se visten elegantemente en los palacios de los reyes. Es más lógico que la caña agitada esté en relación a los hombres vestidos con refinamiento. Para esta interpretación, tenemos el dato histórico de unas monedas que Herodes Antipas acuñó en aquellos tiempos y que tenían, en el anverso, la imagen de una caña. Por asociación, las monedas de Antipas son la imagen de Antipas, y esa imagen es una caña. La caña agitada, entonces, es Herodes, el gobernante inestable que se mueve con los vientos de la política, que un día es partidario de esto, pero al día siguiente de lo otro, que cambia de parecer como si nada, que no tiene convicciones. Así se aclara la cuestión. Juan el Bautista no es como el inestable Herodes ni como la farsa de sus cortesanos. El que está en el desierto es un profeta, y los profetas poco tienen que ver con esa vida palaciega. La respuesta a la primera frase, que falta intencionadamente para que la complete el lector, podría ser: no fuimos a ver la caña agitada de Herodes, sino a su antagonista: el Bautista. De más está aclarar el profundo corte político de la declaración. Ya Flavio Josefo da cuenta de la oposición encarnizada entre el predicador del desierto y Herodes. Jesús se hace eco de la situación y pasa del plano político al religioso casi sin límites. La oposición política, en realidad, se remonta a una cuestión religiosa. Juan no es un puntero político ni un noble ni representante de un partido electoral; Juan es profeta, es el mensajero de las cosas de Dios, y desde su denuncia social (que es denuncia religiosa) se gana la enemistad de los poderosos.



El Reino de Dios y la profecía no son conceptos puramente religiosos. Aunque a veces da la impresión que los tomamos como tales. Cuando el Reino de Dios se espiritualiza al punto de romper con la realidad y volverse solamente un futuro que caerá del cielo, o cuando la profecía se reduce a un arte adivinatoria, se está deshonrando la historia de los profetas de Israel. Se está deshonrando a Juan el Bautista, se está deshonrando a Jesús.

La capacidad del Bautista de leer los signos de los tiempos, para reconocer (aunque con dudas) que el agente mesiánico estaba llegando, se complementa con su capacidad de entender el funcionamiento político, criticarlo y denunciarlo. Juan no es un pequeño profeta que no puede comprender bien los mecanismos de opresión de su pueblo. Juan es un hombre inteligente que sabe desentramar la maquinaria del poder. Por eso lo apresan, por eso es adversario digno de temor de Herodes. Juan es el modelo de aquellos que, en la Iglesia, quieren adjudicarse el título de profetas. Para serlo, no es necesario montar un espectáculo y predecir lo que sucederá dentro de un mes o un año. Para ser profeta hay que saber leer la realidad críticamente, no dejarse engañar por los manejos turbios, denunciar a viva voz el sufrimiento de los más pequeños, de los marginados. El profeta no puede ser una caña agitada sin convicciones, ni puede habitar cómodamente en los palacios mientras el pueblo no tiene con qué vestirse. Su lugar es el desierto, el punto de encuentro entre Dios y su pueblo.

El lugar de la Iglesia profética también es el desierto. Es el lugar de la profecía que evangeliza como Buena Noticia. Porque cuando Dios y su pueblo se encuentran, reconociendo la miseria producida por los palacios, allí se gesta la esperanza, y esa esperanza no puede ser otra cosa que la promesa de un cambio que libera.

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WebJCP | Abril 2007