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viernes, 24 de diciembre de 2010

Descubrir el sentido de la Navidad


Publicado por Antena Misionera Blog
(Día de Navidad, 25 de Diciembre)

Evangelio: Jn 1, 1-18

Érase que se era una ciudad española, cualquiera, Madrid, Barcelona, Valencia, Murcia, Santander, la que ustedes deseen. Sus calles estaban engalanadas porque llegaba la Navidad, ardían de luces sus escaparates, las aceras se habían poblado de abetos. Era la fiesta.

Y a esta ciudad llegó un día un ser venido de lejanas tierras. Era alguien que nunca jamás había oído la palabra «Navidad», alguien que no había oído siquiera el nombre de Cristo.


Era, tal vez, un monje sintoísta que hubiera vivido siempre encerrado en un monasterio del Japón.

O quizá un piadoso musulmán que en algún país del Medio Oriente rezaba todos los días a Alá al levantarse el sol.

O puede que fuera un anciano hindú que hubiese pasado la vida entera venerando al sagrado río Ganges.

O un religioso rabino judío que consumió su vida en una sinagoga de algún pequeño pueblo de Palestina.

O quizá ni siquiera era un ser humano. Quién sabe si el extraño visitante no era en realidad un marciano de esos que nos imaginamos con grotescas figuras.

Es igual, elijan ustedes. Basta con que se trate de alguien que llega esta tarde a nuestras calles, alguien que no sabe ni sospecha qué fiesta es la que estamos celebrando. Alguien que hoy se pasea por nuestras avenidas y se pregunta a sí mismo qué fiesta es esta que estamos celebrando. Acompañémosle por las calles de nuestra ciudad y tratemos de adivinar lo que piensa cuando ve lo que ve.

Nuestro amigo acaba de llegar a la plaza Mayor de la ciudad o del pueblo y sus ojos se van hacia unos letreros que le llaman la atención.

Nuestro amigo piensa que está empezando a comprender. «Eso es -se dice a sí mismo-, los españoles están celebrando la fiesta del dinero. Ése es su dios. O al menos el mayor de sus dioses. A ese dios rinden culto. En ese dios es en quien piensan más tiempo y a quien mayormente se encomiendan.

Es una fiesta extraña, piensa nuestro amigo, mientras sigue caminando por las calles iluminadas, pero ya le han dicho que los occidentales somos gente muy especial.

Pero -de pronto- nuestro amigo ve abierta la puerta de un supermercado, de unos grandes almacenes y decide entrar en ellos.

Nuestro amigo ha comenzado a dudar. Ya no está seguro de que sea la fiesta del dinero. ¿No será más bien la fiesta del estómago? Tal vez sí, tal vez los españoles dediquen unos días al año a dar culto a la gula y se atiborren de dulces y bebidas y de los manjares más caros y exquisitos. Tal vez, quién sabe. ¡Los occidentales son tan extraños!

Pero en su pasear a nuestro visitante le ha llamado la atención el número de niños que ve por las calles.

Nuevamente le han entrado dudas a nuestro amigo. Porque ahora está preguntándose si no celebraremos la fiesta de los niños. Esto le parece más lógico que una fiesta del dinero o del estómago. Y piensa que sí, que eso debe de ser: son los días en que los occidentales dan culto a los niños y por eso les llenan de regalos.

Pero cuando sigue paseando por las calles nota en las caras de la gente un algo especial. Y empieza a imaginarse que tal vez estamos celebrando la fiesta de la fraternidad.

Pero desciende a los suburbios de esa ciudad y empieza a ver rostros que no parecen ser felices ni siquiera en estos días.

Ve vagabundos abandonados, ancianos que parecen solitarios. E intenta hablar con ellos.

Pero después de hablar con ellos, nuestro visitante empieza a no estar muy seguro de que sea la fraternidad el centro de estos días.

Cansado, al caer de la tarde, nuestro amigo penetra en una iglesia. Y allí en medio de la oscuridad, le llama la atención un rincón iluminado.

Lo que ve es un extraño portal en el que hay unas figuritas de barro. Un niño recién nacido que reposa en el pesebre. Una figura de mujer que tiernamente le mira. Un anciano que parece cuidar de los dos. Una mula que mira al niño con ojos casi humanos. Un buey que le da calor con su aliento.

Nuestro amigo contempla la escena sorprendido y no entiende que esto tenga nada que ver con todo lo que ha visto antes. ¿Qué relación puede tener esta pobreza con el culto al despilfarro de los escaparates? ¿Cómo relacionar a esta familia que no tiene ni casa con los billetes de la lotería? ¿Cómo podría nuestro amigo imaginar que todo aquello -la lotería, las comilonas, los regalos, las luces de las calles- se hacen para festejar a este niño del portal? ¿No tendrá nuestro visitante que pensar que los hombres, los cristianos, estamos decididamente y rematadamente locos?

¿O que somos unos hipócritas que no creemos lo que decimos creer?

O tal vez nuestro amigo ha tenido mala suerte. Quizá no se sorprendería tanto si hubiera aterrizado en otro país y con otros cristianos.

Puede que hubiera entendido mejor la Navidad si hubiera visto la que celebran otros cristianos en otros países «menos católicos» pero más creyentes.

Por ejemplo… si hubiera visto esta celebración navideña en un pueblecito de la India. A través de una madre hubiera entendido mejor la figura de María.

Y hubiera entendido mejor la pobreza de la cuna. Y habría descubierto a José en el carpintero.

Había comprendido mejor la sencillez de los pastores. Y los dones humildes de los Reyes Magos.

Y le habría parecido más profundamente religiosa la danza de alegría ante el pequeño recién nacido.

Porque tal vez hay que ser pobre y sencillo para poder entender la pobreza y la sencillez de la Navidad.

Porque tal vez en Occidente somos demasiado ricos y demasiado listos para comprender el amor de un Dios que se hizo niño en Belén.

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WebJCP | Abril 2007