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domingo, 7 de noviembre de 2010

ESTAMOS EN LAS BUENAS MANOS DE DIOS


XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 20, 27-38) - Ciclo C
Por Fray Marcos

Estamos ya en Jerusalén. Ha terminado la subida, que ocupó diez capítulos del evangelio. Ya ha narrado la entrada solemne y la purificación del Templo. Sigue la polémica con los dirigentes. Los saduceos que tenían su bastión en la ciudad, entran en escena.

Era más un partido político que religioso. Estaba formado por la aristocracia laica y sacerdotal. Preferían estar a bien con la Roma ocupante y no poner en peligro sus intereses. Sólo admitían el Pentateuco como libro sagrado. Tampoco admitían las tradiciones como norma de conducta religiosa. No creían en la resurrección.

Una vez más, Jesús no responde a la pregunta un poco absurda que le hacen. Responde a lo que debían preguntar.

No estoy muy seguro de que nuestras imágenes sobre el más allá, sean menos míticas que las que tenían los interlocutores de Jesús. Cada uno puede recordar la cantidad de formulaciones que ha tenido que oír sobre el cielo, el infierno, el juicio, el purgatorio, etc. Lo que encerraba una verdad desde una visión mítica de la realidad, se convierte en absurdo cuando lo queremos entender como explicaciones racionales.

Todos somos conscientes de la dificultad que encierra este tema. No conocemos ni podemos conocer absolutamente nada del más allá.

Percibimos la realidad a través de los sentidos y elaboramos racionalmente esos datos que nos llegan por los sentidos. Más allá de eso no puede haber conocimiento racional.

No es posible, no es necesario, ni siquiera conveniente, llegar a ninguna conclusión clara y definitiva sobre el futuro concreto del ser humano más allá de la muerte. Lo que nos debe preocupar es cómo vivimos el ahora.

El instinto más visceral de cualquier ser vivo, es la permanencia en el ser; de ahí que la muerte se considere como el mal supremo. Para el ser humano con su capacidad de razonar, ningún programa de salvación será convincente si no supera la condición mortal.

Si el hombre considera la permanencia en el ser como un valor absoluto, también considerará como absoluta su perdida. Todos los intentos que ha hecho el hombre para encontrar una salida a la certeza de la muerte, surgen de este enfoque de lo que es la vida. Casi todas las religiones tienen como primer objetivo resolver este problema.

La necesidad de proyectar nuestros anhelos y expectati vas, que no podemos cumplir en esta vida, en un más allá de la muerte, nace de una falta de acepta ción de nuestra contingencia. Todos querríamos ser eternos en nuestra condición de criaturas.

No queremos aceptar que mi manera de existir se debe a Dios, incluida mi limitación. Esa contingencia no es un fallo, sino mi propia naturale za; por lo tanto no es nada que tengamos que lamentar, ni de lo que Dios tiene que librarnos, ni ahora ni después. Mis posibilidades de ser las puedo desplegar a pesar de esa limitación radical.

No creo que sea coherente el postular para el más allá un cielo maravilloso mientras seguimos haciendo de la tierra un infierno.

Nuestro ser que creemos individual y autosuficiente, hace siempre referencia a otro que me fundamenta, y a los demás que me permiten realizarme. La razón de mi ser no está en mí sino en Otro. Yo no soy la causa de mí mismo.

No tiene sentido que considere mi propia existencia como el valor supremo. Si mi existir se debe al Otro, Él será el valor supremo también para mi ser individual y aparentemente autónomo.

El pueblo de Israel no empezó a reflexionar sobre el más allá, hasta unos 200 años antes de Cristo. El concepto de resurrección no se acuñó hasta después de las luchas macabeas. Los libros de los Macabeos, se escribieron hacia el año 100 a C. El libro de Daniel que ya habla claramente del más allá, se escribió hacia el año 164 a C.

Anteriormente sólo se pensó en la asunción al cielo de determinadas personas que volverían a la tierra para llevar a cabo una tarea de salvación; no se trataba de resurrección escatológica. Incluso en la época de Jesús no había unanimidad entre los judíos, como lo refleja el evangelio de hoy.

Para los semitas, el ser humano era un bloque, un todo único, no un compuesto de partes. Eso sí, se podían distinguir en él, distintas facetas o aspectos, que iban desde lo más material a lo más espiritual:
a) Hombre-carne.
b) Hombre-cuerpo.
c) Hombre-alma.
d) Hombre-espíritu.

Por otro lado, los filósofos griegos consideraron al hombre como compuesto de cuerpo y alma. Afirmaban la inmortalidad del alma, pero no concedían ningún valor al cuerpo; al contrario lo consideraban como una cárcel. Para ellos la muerte era una liberación, una ascensión. La imagen de Sócrates bebiendo la cicuta con total tranquilidad y paz, nos puede mostrar esta actitud básica del filósofo griego.

Según esto, los semitas creían en la resurrección de los muertos. Al no conocer un alma sin cuerpo, no podían imaginar un ser humano si no existía un cuerpo. Ni siquiera tienen una palabra para esa realidad desencarnada; como tampoco tienen un término para expresar el cuerpo sin alma.

La doctrina cristiana sobre el más allá de la muerte, es consecuen cia de la fusión de dos concepciones en principio opuestas, la judía y la griega. La palabra cuerpo significa para los semitas el hombre entero; no cabe, por tanto, una resurrección sin cuerpo.

Lo que hemos predicado los cristianos hubiera sido incomprensible para Jesús. La palabra que traducimos por alma en los evangelios, quiere decir simplemente “vida”. El NT no proclama la inmortalidad del alma sino la resurrección de los muertos, y es consecuencia de la experiencia de la resurrec ción de Jesús.

Aunque nosotros hoy entendemos la resurrección como supervivencia del alma, no es esa la idea que nos quiere trasmitir la Biblia sobre lo que acontece al ser humano después de la muerte. Nos hemos apartado totalmente del pensamiento de la Biblia y ha prevalecido la idea griega, aunque tampoco la hemos conservado con exactitud, porque para los filósofos griegos no se necesitaba ninguna intervención de Dios para que el alma siguiera viviendo, y la resurrección del cuerpo suponía para los griegos un flaco favor.

Para nosotros los cristianos, la base de toda reflexión sobre el más allá, está en la resurrección de Cristo. La experiencia que de ella tuvieron los discípulos es que en Jesús, Dios realizó plenamente la salvación de un ser humano. Jesús sigue vivo con una Vida que ya tenía cuando estaba con ellos, pero que no descubrieron hasta que murió. En él, la última palabra no la tuvo la muerte, sino la Vida.

Esto es lo que tiene que darme una confianza total. Mi futuro está en buenas manos porque depende de Dios. Me daré cuenta de esta realidad, si descubro que mi presente también está en Él porque es siempre el mismo.

¿Cómo permanecerá esa Vida? Ni lo sé ni puedo saberlo. No debemos rompernos la cabeza pensando cómo va a ser ese más allá. Lo que de veras me debe importar es el más acá. Descubrir que Dios me salva ahora. Vivenciar que de alguna manera hoy es ya la eternidad para mí.

La Vida definitiva consiste, "en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo". Aquí y ahora puedo hacer mía la Vida eterna. Ahora puedo hacer mía la verdadera y definitiva salvación.

Los cristianos hemos sido tan retorcidos, que hemos tergiversado hasta el núcleo central del mensaje de Jesús. Él puso la plenitud del ser humano en el amor, en la entrega total, sin límites a los demás. Nosotros hemos hecho de esa misma entrega una programación. Soy capaz de darme, con tal de que me garanticen que esa entrega terminará por redundar en beneficio de mi ego.

Lo que Jesús predicó fue que la plenitud humana está precisamente en la entrega total. Mi objetivo cristiano debe ser deshacerme, no garantizar mi permanencia en el ser. Justo lo contrario de lo que pretendemos.

Cuando alguien me manifiesta su inquietud por lo que será de él después de la muerte, le pregunto: ¿te ha preocupado alguna vez lo que eras antes de nacer? Tú relación con el antes y con el después tiene que responder al mismo planteamiento. No vale decir que antes de nacer no eras nada, porque entonces hay que concluir que después de morir no serás nada.

La eternidad no es una suma de tiempo hacia delante, sino un instante que abarca todo el tiempo posible y la ausencia de todo tiempo. En nuestro lenguaje religioso podemos decir que para Dios eres exactamente igual en este instante que millones de años antes de nacer o millones de años después de morir.

El evangelio de hoy terminaba diciendo: "...porque para Él, todos están vivos". ¿No podría ser esa la verdadera plenitud humana? ¿No podríamos encontrar ahí el auténtico futuro del ser humano? ¿Por qué tenemos que empeñarnos en permanecer vivos para nosotros, es decir, que nos garanticen una permanencia en el ser individual para toda la eternidad? ¿No sería muchísimo más sublime permanecer vivos sólo para Él?

¿No podría ser, que el consumirnos en favor de los demás, fuese la auténtica consumación del ser humano? Eso es lo que recordamos en cada eucaristía como praxis de Jesús. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.



Meditación-contemplación


Para Dios todo está siempre en un eterno presente.
Esa existencia eterna en Dios, se manifiesta en el tiempo,
y da origen a todas las criaturas que forman el universo.
Como ser humano puedo vivir mi relación con el Absoluto.
.................

La experiencia de lo Absoluto, es mi verdadera Vida.
No confundir con mi vida biológica que sólo es un accidente.
Cuando tomo lo accidental por substancial,
estoy equivocándome de cabo a rabo.
...............

Si descubro el engaño, procuraré vivir a tope,
es decir, al límite de mis posibilidades más humanas.
Mi presente se funde con mi pasado y mi futuro.
Desde mi contingencia, puedo experimentar un ahora eterno.
................

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WebJCP | Abril 2007