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sábado, 9 de octubre de 2010

GRACIAS, LA MEMORIA DEL CORAZÓN

Por P. Félix Jiménez Tutor, escolapio
XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 17, 11-19) - Ciclo C

Imagínese que un amigo le regala un gran plato de arena mezclada con finísimas limaduras de hierro.
Tiene como tarea separar la arena de las limaduras de hierro.
Intenta buscarlas con los ojos y no lo consigue.
Después intenta cribarlas entre los dedos y no consigue nada.
Finalmente se le ocurre la feliz idea de buscar un imán que pasea por la arena, lo mira y lo encuentra cubierto de limaduras. El imán ha hecho la tarea fácil y agradecida.
La persona ingrata es como los ojos que miran la arena o la criba de los dedos y no encuentran nada. Es la persona que nunca encontrará motivos para dar gracias.
La persona agradecida es como el imán que al barrer la arena se alegra y encuentra mil razones para dar gracias a ese Dios invisible pero mezclado con los miles de granos de arena de nuestros olvidos e imperfecciones.
La Palabra de Dios que nos sirve la liturgia este domingo es una invitación a dar gracias, avivando la memoria del corazón.
“Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas”, exclama Naamán.
“Haz memoria de Jesucristo” pide Pablo a Timoteo.
“Un samaritano volvió y le dio gracias”.
Dar las gracias, decir gracias, nos resulta difícil. ¿Acaso tengo que dar gracias al sol por salir cada mañana?
Algunos piensan que lo que tienen o reciben es porque se lo han ganado o se lo merecen.
Son los autónomos de la vida temporal y espiritual.
Jesús, el hombre del camino, hace un día el camino hacia la ciudad sagrada de Jerusalén.
Los cristianos somos según la hermosa definición de los Hechos de los Apóstoles los que “seguimos el camino”.
En este peregrinar Jesús encuentra hombres y mujeres que le necesitan.
Hoy, se encuentra con diez leprosos, diez hombres que viven un exilio espiritual y social, diez extraños en su propia tierra.
Han gritado muchas veces a lo largo de los caminos su condición de “impuros”, somos impuros.
Hoy, gritan: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
¿Será posible que alguien escuche sus gritos?
¿Será posible que alguien se acerque a ellos y les mire a los ojos con amor?
Hoy, han hecho el encuentro de su vida y han gritado y pedido lo imposible.
Han pedido compasión y sanación al único que siempre tiene compasión, al único que siempre ofrece sanación, a Jesús de Nazaret.
“Jesús al verlos, les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes”.
Muy obedientes, hay que cumplir la Ley, los judíos vivían uncidos al yugo de la Ley, los diez se ponen en camino y se encuentran con una nueva piel.
El samaritano, oficialmente no religioso, no obligado a ir al Templo y exento de la Ley, desanda el camino y va al encuentro de Jesús. Va a adorar, a agradecer.
Agradecer es más importante que obedecer.
Agradecer el don recibido sin hacer nada, sin merecerlo, es sólo obra del Espíritu.
Agradecer es cantar y contar la bondad de Dios en voz muy alta.
Agradecer es la respuesta improvisada de un nuevo amor.
Agradecer es reconocer que todo es gracia, don de Dios y este reconocimiento es una profesión de fe.
El domingo cristiano, día de la comunidad, día del “nosotros” proclamamos que “Es justo, es necesario, es nuestro deber y salvación dar GRACIAS a Dios siempre y en todo lugar”.
El domingo es el día en que nosotros, los nuevos samaritanos, los de siempre, dejamos las rutinas religiosas y nos presentamos en la asamblea a gritar a Jesús: “Maestro, ten compasión de NOSOTROS”.

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WebJCP | Abril 2007