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sábado, 25 de septiembre de 2010

Palabra de Misión: Lázaro en el Reino invertido / Vigésimosexto Domingo Del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 16, 19-31



La parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro es otra joya literaria propia de Lucas. Respecto a los nombres de los protagonistas debemos hacer dos aclaraciones. En primer lugar, el texto no da a entender que el rico se llame Epulón, como tradicionalmente lo llamamos casi sin preguntarnos; todo proviene de la palabra en latín que traduce el griego eufraino (dar banquetes o banquetear), y que es epulabatur. Con la traducción latina de la Biblia quedó asentado que el rico era un epulón, un banqueteador, y por eso el nombre tradicional. Por el otro lado está Lázaro, que resulta ser el único personaje de las parábolas lucanas con nombre propio. Lázaro, en griego, proviene del hebreo Elazar o Eleazar, que significa Dios (es) ayuda. Tras estas aclaraciones, del tercer personaje involucrado, Abraham, mucho no podemos decir. Jesús se toma el atrevimiento de elaborar una parábola donde el padre de la fe israelita manifiesta una mirada teológica. El recurso al que apela Jesús es osado, pues consistiría, salvando las diferencias, en que nosotros manifestemos con un cuento lo que diría Jesús en tal o cual situación hipotética. Por supuesto que lo hacemos, y los mismísimos comentarios al Evangelio manifiestan la intención de revelar qué pensaba y sentía Jesús. Con todo esto, no podemos negar que a los teólogos y exegetas causa prurito ponerse en las sandalias del Maestro. Siempre, y por cualquier método, las interpretaciones terminan siendo eso: interpretaciones. En la parábola, Jesús interpreta a Abraham, y abre la puerta para recibir críticas de los fariseos o de los escribas. Aún peor, el encabezado de esta sección, que está en Lc. 16, 14, explica que los destinatarios de la parábola eran “fariseos, amigos del dinero, que escuchaban todo esto y se burlaban de Jesús”.

La parábola tiene tres escenas. La primera es la escena breve que establece el contraste. Por un lado está el rico que viste púrpura y lino fino y que banquetea. Tres lujos dan cuenta de su personalidad: es un despilfarrador. A diferencia de otros ricos del Evangelio, éste no ejerce una opresión directa, no tiene empleados explotados ni cargo religioso desde el que dictamine órdenes de pureza ritual-moral. Su opresión es indirecta, porque en el despilfarro, en el gasto exagerado, en el lujo excesivo, realiza una distribución desigual de los bienes que siempre perjudica al más pobre. El despilfarrador no paga bajos sueldos, pero el dinero que debería reinvertirse para generar trabajo y distribuir la riqueza, es tirado en fiestas y estupideces. La púrpura, el lino fino y los banquetes van en detrimento de la ropa, la vivienda y la comida de muchísimos campesinos, pescadores y artesanos de su entorno. Ni qué hablar de los mendigos, como Lázaro. Su descripción se opone totalmente a la del rico. Es pobre, está lleno de llagas, ansía las sobras de la mesa del rico y está rodeado de perros que lamen sus llagas. Es un hombre fuera del banquete, esperando migajas. Está en la miseria de la condición humana. No tiene dinero para satisfacer sus necesidades básicas, no tiene ropa (desnudo, ya que los perros lamen sus llagas y está cubierto de ellas), no tiene comida, no tiene vivienda (parece habitar la puerta del rico). No pasa sus días entre las personas, sino entre los perros, entre animales. Está a una puerta de distancia de la satisfacción de sus necesidades, pero no puede atravesarla porque no le abren. Es anónimo para el rico, que no lo registra (a diferencia de Jesús que le pone nombre propio). Observa que todos los días esa puerta se abre y se cierra, pero él queda del mismo lado, del lado de afuera, donde no hay púrpura ni lino ni banquetes.

Con esta pintura, con este cuadro de situación, sucede la más breve de las tres escenas de la parábola. Lázaro y el rico mueren. La expresión conservada por Lucas es muy sugerente y marca una nueva diferencia de contraste. Lázaro, al morir, es llevado por los ángeles al seno de Abraham: el rico, al morir, es sepultado. Para el pobre parece no haber sepultura, nadie se ha encargado de su cuerpo, no tiene familiares; su familia son los ángeles que lo llevan hasta el seno de Abraham. El rico, en cambio, sí recibe sepultura, y seguramente con muchos honores, pero no hay ángeles en su funeral. Paradójicamente, Lázaro recibe honores celestiales mientras de su cuerpo, llagado, no sabemos nada. El rico, sepultado según se cree socialmente conveniente, no tiene visión celestial, no tiene honores tras su muerte. El hecho del fallecimiento marca un quiebre en las historias personales de ambos. Lo que venía siendo, cambia. Se produce un giro que invierte la realidad. Obviamente, se trata del giro clásico del Evangelio según Lucas: los poderosos son derribados y los humildes exaltados, los hambrientos se sacian y los ricos salen con las manos vacías (cf. Lc. 1, 52-53), los últimos son los primeros y los primeros los últimos (cf. Lc. 13, 30). Aquí hay que hacer un detenimiento para explicar, brevemente, cuáles eran las concepciones judías del más allá. En un primer momento de la historia israelita, la teología sobre lo que sucede después de la muerte no es demasiado compleja. Existe un lugar llamado Sheol donde todos los muertos llegan; se trata de un estado de sombras, oscuro (cf. Sal. 88, 7.13; Job 10, 21), como estar en un pozo (cf. Sal. 30, 10), en lo profundo de la tierra (cf. Dt. 32, 22). Inclusive el Sal. 88, en su versículo 6, da a entender que Dios ni siquiera se acuerda de aquellos que están en el Sheol. Son los muertos y los olvidados. Con el tiempo, cuando la teología de la retribución (los ricos son los justos recompensados por Dios y los pobres son los pecadores castigados en esta vida) se hace insuficiente para explicar la existencia, surge una división dentro del Sheol. Por un lado estará el Sheol oscuro, siniestro, con fuego, reservado para los pecadores; por el otro lado el Sheol luminoso, el seno de Abraham, donde los justos comparten el banquete escatológico con los patriarcas. Ambos compartimentos del mismo lugar están separados infranqueablemente por un abismo.

La tercera escena, finalmente, es el diálogo entre el rico y el padre Abraham. Lázaro no habla en toda la parábola y no lo hará en este momento tampoco. Su testimonio parte de su realidad, y eso basta. En la tierra yace en el umbral de la puerta del rico, llagado y lamido por los perros. En el más allá se encuentra a la par de Abraham, banqueteando. De quien no esperaría ayuda en la tierra, ahora lo espera todo el rico. Lázaro es aquel que puede disminuir sus sufrimientos, que puede quitarle el tormento por unos instantes. Pero Lázaro está en la otra habitación del Sheol, desde donde no se puede cruzar por el abismo que separa. Abraham, aclarando cualquier mala traducción bíblica, no propone que la condición de pobre de Lázaro le haya valido el acceso a su lado. No es que Lázaro recibe consuelo porque ha sufrido mucho. Abraham sólo constata lo que sucedió: Lázaro recibía sufrimiento y ahora recibe alegría; el rico banqueteaba lujosamente y ahora está en la oscuridad y las llamas del Sheol. Con el mismo juego literario de Lc. 1, 52-53 y Lc. 13, 30, la inversión del Reino se hace evidente. Lo destruido es construido, lo tirado es levantado, lo que no es nada comienza a ser, lo que sobra ocupa su lugar. El rico no puede comprender ese misterio de Dios, y por eso le pide a Abraham un prodigio que avive a sus hermanos, inclusive un prodigio que involucre al mismo Lázaro, bajando redivivo a la tierra para aparecerse y contar la realidad del Sheol. La respuesta del patriarca es firme y sin vacilaciones: la conversión no será causada por una aparición, sino por la escucha atenta de Moisés y los Profetas, o sea, la escucha de la revelación. La necesidad de una inversión histórica que, en sí, justifique a la historia humana dándole sentido, no puede ser un concepto que llegue a partir de hechos sobrenaturales. Los mismos acontecimientos diarios y los hermanos con los que nos encontramos en la tierra dan cuenta de la situación escatológica: no pueden existir para siempre los ricos cada vez más ricos ni los pobres cada vez más pobres.

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La parábola que leemos hoy tiene que ver con las riquezas, tiene que ver con la dignidad humana, tiene que ver con lo que sucede después de la muerte y tiene que ver con el final de los tiempos y la resolución de la historia. No sólo la historia de la humanidad se justifica en la inversión propuesta por el Reino, sino la evangelización. Anunciar la Buena Noticia es proclamar que los Lázaros estarán en el seno de Abraham, que las cosas no pueden seguir eternamente así, que más allá de la injusticia actual hay una justicia divina. Evangelizar es creer en la dimensión plenificadora de la inversión del Reino. Para muchos, una inversión de la situación es un peligro, una locura, una amenaza. Para muchos, está bien que los Lázaros existan y queden donde están, llagados, entre los perros. Para muchos, cambiar es un atentado. Pero a la par, los discípulos entienden que la última parte de la parábola no tiene su base en la condenación del rico, sino en la revelación de una certeza que salva: los excluidos del banquete pueden banquetear ahora.

Invertir el sistema tiene consecuencias gravísimas para los poderes sociales y económicos (sobre todo económicos), y también para la clase media estacionada. La mayoría se resiste al cambio, a pesar de ser favorecidos por las consecuencias del mismo. Se teme que lo viejo se haga nuevo, que los últimos sean primeros, que los elevados sean descendidos. Se tiene temor por lo que resultará de la locura de pensar una historia distinta. ¿Qué sentido tiene existir si la injusticia es la reina? ¿Qué sentido tiene el trabajo si algunos hacen nada gracias a los que hacen de más? ¿Qué sentido tiene la educación si no todos acceden a ella? ¿Qué sentido tiene soñar con el mes próximo, el año próximo o la familia por venir? ¿Qué sentido tiene todo si en el mundo hay Lázaros llagados y lamidos por los perros? La destrucción de la dignidad humana es una escena que no admite justificativos y que cuestiona el por qué de la vida humana. Los Lázaros no interpelan sólo en el nivel moral, sólo en el compromiso ético cristiano; atacan el origen de la existencia, atacan el Génesis, la teología en su completitud.

No es posible hacer teología de espaldas a la desigualdad. La escena del rico banqueteando y Lázaro del otro lado de la puerta, es la escena de todos los días en cualquier parte del mundo, sobre todo en América Latina, en África y en Asia. La parábola no es ajena a nuestra cotidianeidad, aunque nos parezca que no entendemos el Sheol o no conozcamos la vida de Abraham. La parábola se nos mete en la historia actual desde el primer momento: hay ricos que banquetean, que se dan lujos, y se desentienden de los pobres llagados y lamidos por los perros; hay Lázaros a los que les han robado su dignidad olvidándose de ellos. Darle sentido a la vida será lograr la inversión del Reino antes de que nos sorprenda la muerte. Si esperamos la manifestación escatológica del Señor estamos desperdiciando la existencia. En cambio, si trabajamos por abrir la puerta que separa ricos y pobres para disminuir la brecha, vamos dando respuesta a las preguntas más fundamentales sobre nosotros y sobre Dios. Dios se explica en los pobres, en los olvidados, y sobre todo en los valores invertidos. Dios es pobre y oprimido, pero rico y liberador. Dios es Lázaro llagado, pero a la vez es Lázaro en el seno de Abraham. Dios está clamando por la liberación, pero Él ya liberó invirtiéndolo todo.

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WebJCP | Abril 2007