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jueves, 2 de septiembre de 2010

Los muertos... y los vivos

Publicado por En Clave de Africa

En la casa donde vivo hay un guarda contratado por el casero que se llama Tom y vive en una caseta junto a la puerta. En estos días, por razones que decidí no indagar porque no eran de mi incumbencia, dos de sus niños pequeños están con él mientras que la madre se ha quedado en el pueblo.

La semana pasada, Tom llamó muy temprano a mi puerta y me dijo: “me han llamado del pueblo para decirme que mi hermano ha muerto.” Si esto me lo hubieran dicho cuando hacía mis primeros pinitos en África, quizás no habría podido evitar dar un respetable respingo de pura solidaridad, pero a estas alturas – por gracia o por desgracia – uno relativiza ya algo las cosas porque la experiencia te dice que, con una grandísima probabilidad, el difunto no es tan hermano como nos cuentan, sino más bien uno de los primos más o menos cercanos cuyo número, sobre todo en zonas donde abunda la poligamia, puede casi alcanzar la centena. Tiene por tanto todas las papeletas de ser una pérdida a todas luces sentida, pero no necesariamente una tragedia que haya cogido de cerca a la persona en cuestión.

Pues bien, nuestro afligido Tom me pide algo de dinero para poder ir al pueblo para colaborar en la organización del funeral y presenciar los últimos ritos. En algunas culturas africanas, la ausencia del funeral de alguien puede ser interpretada como que el ausente ha sido la causa del óbito, por lo cual más vale siempre hacer un esfuerzo y disipar cualquier duda o sospecha apareciendo en el cortejo fúnebre aunque sólo sea de puro compromiso. Ante tal perspectiva, le doy algo de dinero y me dice que volverá a los dos días. Yo vuelvo a la casa a terminar de lavarme y vestirme antes de encarar la jornada laboral.

Cuando salgo por la puerta, veo junto a la caseta a los dos niños de Tom. Uno tendrá como mucho unos 4 años y el otro seguro que menos de 2. Cuando los veo, no puedo evitar sentir una sospecha y dejar que como un relámpago me ciegue un pensamiento... “¿a que el hijo de su madre se ha ido al pueblo dejando aquí a los dos niños solos durante dos días enteros?” Como no veo a Tom por ningún sitio, llamo a un muchacho joven que también cuida ocasionalmente de la casa y le informo de la situación. Me dice que ya se encargará él de solucionarla. A las pocas horas me entero que cuando el joven lo encontró, el susodicho Tom estaba ya montado en su autobús a punto de salir y sin remordimiento alguno. El joven le dice que si no vuelve a recoger a los niños, se lo dirá al casero y ni que decir tiene lo que eso supondría, por lo cual Tom no tuvo otra salida que desandar el camino andado y llevarse los dos retoños con él.

A los dos días, Tom aparece sonriente como si nada hubiera pasado y yo dejo pasar también un par de días para poder hacer algo de descomprensión de la mala leche que tenía acumulada. Aunque obviamente lo que yo tenía pensado no era precisamente una venganza, fuera lo que fuera, había que servirlo frío. Al final le conté las verdades del barquero. Reconocí la importancia de los ritos sobre todo cuando se trata de muertos que luego te pueden hacer la vida imposible con sus venganzas de ultratumba, pero le puse bien claro que en esa tesitura, los que de verdad lo necesitaban no eran los muertos, sino esas dos criaturas a las que su falta de luces iba a dejar a la deriva, sin nadie que cocinara para ellos o simplemente los lavara o los llevara al servicio. La presencia en el funeral era mucho más importante que el destino de dos mocosos casi a la intemperie. ¿Creen ustedes que conseguí mi objetivo? Lo dudo; seguro que después de mi perorata Tom se quedó pensativo meditando lo raro que es este blanco que no comprende que cuando alguien se muere hay que dejar todo e ir a enterrar al difunto. Cada vez me convenzo más: la pobreza material es mala, muy mala, pero no es la peor; no hay mayor pobreza que la de la cabeza. Una señora verdad.

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WebJCP | Abril 2007