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sábado, 24 de julio de 2010

Palabra de Misión: Hijos que hablan con su Padre


Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 11, 1-13
Por Leonardo Biolatto

El texto litúrgico de este domingo es uno de los fragmentos fundamentales sobre el tema de la oración en Lucas. Como ya remarcamos en otras oportunidades, la oración ocupa un espacio primordial en el relato lucano, tanto en el Evangelio como en Hechos de los Apóstoles. Jesús ora al Padre con confianza y todos los días, así como la Iglesia asume esa actitud del Maestro para perpetuarla en su seno, como oración comunitaria guiada por el Espíritu Santo. Éste último está ligado a la oración de manera indisoluble, como analizaremos hoy en esta lectura, y como lo demuestra Hechos narrando que la comunidad apostólica oraba en un mismo espíritu (cf. Hch. 1, 14), que el día de Pentecostés descendió el Espíritu sobre los que se encontraban orando (cf. Hch. 2, 4), que al culminar ciertas oraciones el Espíritu se hacía presente (cf. Hch. 4, 31; Hch. 8, 17), o que el Espíritu Santo separó a Bernabé y a Pablo para la misión (cf. Hch. 13, 2).

Al ver cómo Jesús tiene esa relación tan particular con el Padre, los discípulos quieren saber la manera de establecer la misma comunicación. Quieren orar como ora Jesús. En definitiva, esa es la aspiración de la Iglesia: tener con Dios la misma relación que el Hijo tiene con el Padre. Y la oración, el diálogo directo con la divinidad, es la bisagra comunicativa. Orar como ora Jesús es querer ser hijos de Dios como el Hijo lo es. En el proceso de configuración del cristiano con Jesús, la oración es clave. Por eso Lucas le da tanto espacio en su relato. En Mateo podemos hallar paralelos al texto litúrgico de hoy. En Mt. 6, 9-13, primeramente, tenemos el Padrenuestro, en una versión más larga que la de Lucas. Los especialistas no logran ponerse de acuerdo en cuál de las dos versiones es la más antigua, pero ciertamente el Padrenuestro de Lucas califica como el más arcaico, por su brevedad y precisión. En segundo lugar, en Mt. 7, 7-11 tenemos la invitación a pedir, buscar y llamar, y la comparación entre los padres humanos y el Padre. Lc. 11, 5-8 sí es propio de Lucas, y tiene paralelo interno en Lc. 18, 1-8, en la parábola del juez inicuo. Este recurso literario de repetir un tópico en dos parábolas es común; así encontramos la dracma perdida (Lc. 15, 8-10) y la oveja perdida (Lc. 15, 4-7), el grano de mostaza (Lc. 13, 19) y la levadura (Lc. 13, 21), o la torre (Lc. 14, 28-30) y el rey que va a la guerra (Lc. 14, 31-32). Con este método, se recalca la importancia de algunos conceptos. En el caso de hoy, el concepto a remarcar es la importancia de la oración en la comprensión de la relación con Dios.

Si prestamos atención, la parábola no es la descripción sobre cómo Dios atiende por cansancio. Todo lo contrario. Dios atiende porque es bueno, porque ama, diferente de lo que sucede con el ser humano, que atiende porque está harto. El amigo despertado a medianoche y el juez inicuo no son buenos en el sentido estricto del término; no aman al amigo ni a la viuda; sólo quieren sacarse de encima una responsabilidad moral o judicial. Dios no quiere sacarse a nadie de encima. La función de la parábola (y de las comparaciones de los últimos versículos) es establecer un parangón en el que el carácter de Dios se haga superlativo. Si los hombres dan cosas buenas a sus niños, mucho más lo hará Dios. Si los hombres, que tienen serias dificultades para amar, son capaces de gestos loables de amor, mucho más será capaz Dios. Si el hombre, a pesar de sus limitaciones, dialoga, mucho más dialogará Dios. Allí está la clave de la oración. Hay que orar con insistencia, no porque el Padre sea sordo, sino porque en la insistencia el ser humano hace carne la costumbre de dialogar con lo divino. Jesús tiene una relación íntima con Dios porque su oración es constante. Si la Iglesia quiere configurarse al Hijo del Hombre, tiene la responsabilidad de no cerrar la vía del diálogo, no dejar de ser comunidad en comunicación. El amigo no se levanta a medianoche por el que está afuera, sino por él mismo, para que lo deje en paz y pueda seguir descansando tanto él como su familia. Dios, en cambio, ama personalmente al ser humano, y no tiene como prioridad seguir descansando, no está focalizado en Él, sino que es amor que se expande y se centraliza en el otro.

Esa expansión, ese amor gratuito y genuino es el que hace que Dios dé a sus hijos lo mejor. Y lo mejor es espíritu santo. Según el original griego, la frase no tiene artículo, y lo que dará el Padre no es el Espíritu Santo, sino espíritu santo. Esta expresión representa, no a la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino a la calidad de Dios, a su esencia, a su ser personal. En el paralelo de Mateo, Jesús dice que el Padre dará cosas buenas, pero en Lucas dará espíritu santo, o sea, dará su persona misma, se dará Él. Esa es la expresión máxima del amor divino. El verdadero amor no consiste en dar cosas, sino en darse. Dios nos ama verdaderamente porque se da. El texto de Jn. 16, 23ss tiene resonancias en el mismo sentido: lo que se le pide al Padre es dado, y lo mejor que nos puede dar el Padre es su Persona.

Por eso el Padrenuestro, tanto el lucano como el mateano, comienzan invocando la palabra Padre. Seguramente, detrás de este término griego (pater) se esconde el arameo de Mc. 14, 36: Abbá. Jesús se dirige a un Dios personal, y abre la puerta para que todos los que creen en un Dios con las mismas características (personal, dialogal, comunicativo) puedan dirigirse a Él en intimidad. Es Padre-nuestro porque es Padre-de Jesús, somos hijos porque Jesús es Hijo. A este Dios Padre, se le pide que santifique su Nombre y que venga su Reino. Ambas peticiones tienen que ver con lo escatológico-histórico. Pedir a Dios que santifique su Nombre es pedir que se manifieste, que se dé a conocer, que se auto-revele. La expresión puede remontarse al profeta Ezequiel (cf. Ez. 20, 41; Ez. 36, 23), donde la santificación del Nombre de Dios es la salvación del pueblo. Cuando Dios se revela, cuando se hace manifiesto, el ser humano se salva, es rescatado. Y ese rescate se hace concreto en el Reino de Dios, aquella realidad última y concreta donde el humano se plenifica. A continuación, por si lo escatológico corriese el riesgo de alejarse en el futuro, se pide el pan de cada día. El cada día también es algo clásico de Lucas, como en Lc. 9, 23, cuando se habla de tomar la cruz cada día. Si la oración es un tópico medular en la obra lucana, el hoy de la salvación también lo es. El sentido de lo diario, del presente que es rescatado por Dios y de las necesidades inmediatas puede encontrarse en el anuncio del Salvador que nace hoy (cf. Lc. 2, 11), en las palabras del Padre que ha engendrado su Hijo hoy (cf. Lc. 3, 22), en el cumplimiento hoy de la Escritura (cf. Lc. 4, 21), en las cosas increíbles que se ven hoy (cf. Lc. 5, 26), en la salvación que llega hoy a la casa de Zaqueo (cf. Lc. 19, 9) y en la afirmación al malhechor de la cruz de que hoy estará con Jesús en el Paraíso (cf. Lc. 23, 43). El Jesús lucano no vive en el futuro, sino en el presente, y Resucitado permanece presente y activo en el hoy de la comunidad cristiana. No es un Mesías del pan para mañana, de las promesas lejanas, de lo que se salva a largo plazo; el pan de cada día es el pan que se necesita comer ahora para saciar el hambre actual. Esa necesidad alimenticia se corresponde a la necesidad del perdón. El Padre da el pan cotidiano como da el perdón, y resulta igualmente necesario que el cristiano reproduzca el perdón de Dios, así como la distribución del pan. Para finalizar, la petición es que no nos deje caer en la tentación. Siguiendo el esquema de pensamiento de Lucas, no podemos referirnos a la tentación moral así sin más; probablemente, para el autor se trate de la tentación de no ser discípulo en el día a día, la tentación de abandonar el camino cristiano por atajos.

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Los discípulos de Jesús saben que los discípulos del Bautista tenían una oración particular que los identificaba. Ellos quieren lo mismo. Saben que Jesús ora y que se relaciona de forma muy particular con Dios. Si es su Maestro, no es ilógico pedirle que les enseñe cómo habla Él con el Padre. Jesús, entonces, les revela una serie corta de frases con resonancias bíblicas, pero originales. Frases que podría haber dicho cualquier judío, pero que sólo dice Jesús. Frases que pueden ser repetidas millones de veces, pero que algunos cuantos profundizan hasta encarnarlas. El domingo anterior la liturgia nos ofrecía la escena de Marta y María, que contextualizamos en la recomendación insistente de Jesús de ser oyentes de la Palabra para ponerla en práctica, ser discípulos en la acción. En esa línea, el Padrenuestro no es la oportunidad de rogar a Dios para cruzar los brazos. El Padrenuestro es un compromiso que tomamos con la historia. Al rezarlo, tomamos la responsabilidad de santificar el Nombre, de hacer presente el Reino, de darle pan al hambriento, de perdonar las ofensas y de luchar contra la tentación.

A los discípulos del Bautista los identificaba alguna oración. A la mayoría de las religiones también. A los cristianos los identifica el Padrenuestro, no recitado al pie de la letra, pero sí vivido en su espíritu. La oración hace del discípulo un verdadero seguidor de Jesús en cuanto lo configura con el Maestro. Aprender a rezar es aprender a establecer un vínculo filial con Dios, aprender a decirle Padre, aprender a pedirle, saber que somos escuchados, saber que nos responde porque nos ama, comprender que estamos inmersos en la dinámica de un Dios comunicativo. La oración es la posibilidad de sumergirse en el misterio gigante de la divinidad que se auto-revela, que establece contacto con la Creación, que quiere hacer oír su voz. La oración es la vía para correr el velo y entrar en la re-velación de Dios.

Al identificarse con el Padrenuestro, el discípulo se identifica con un tipo determinado de religión, que es la religión de la comunicación. Por eso la evangelización no puede llevarse adelante sin rezar. Por eso el evangelizador está vacío cuando no ora. Si se trata de comunicar la Buena Noticia, es absurdo que esté bloqueada la puerta de comunicación con Dios. Si se trata de entrar en diálogo, es absurdo que el evangelizador no establezca diálogo con el Padre. En la oración se hace realidad una de las más grandes maravillas del cristianismo: la posibilidad de hablar con Dios sin intermediar comercio, argumentación o gesto ritual estereotipado. Cualquiera puede orar en cualquier momento y en cualquier lugar. No se necesitan ministerios ordenados ni órdenes canónicas ni máquinas ni aparataje ni dinero. Se necesita ser comunicativo, nada más y nada menos. La oración rompe con la comunicación mercantilista o persuasiva. La oración es la comunicación más pura, porque nada puede ocultarse. Y eso es una Buena Noticia que merece ser comunicada/orada.

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WebJCP | Abril 2007