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miércoles, 24 de marzo de 2010

Palabra de Misión: No todos los reyes son iguales / Domingo de Ramos (procesión) – Ciclo C – Lc. 19, 28-40



El Domingo de Ramos es una de las celebraciones litúrgicas más queridas por la gente y, por esto, una de las que más asistencia tiene. Pero a la vez es una de las menos entendidas. El acento suele caer en el lugar equivocado, o sea, en los ramos mismos y en el gesto de la bendición. Se sabe que es el comienzo de la Semana Santa y el portal a la Pascua, pero no se dimensiona la importancia que tiene la lectura del relato de la pasión en este día que precede una semana a los acontecimientos centrales. Inclusive este ciclo C, leyendo la entrada mesiánica a Jerusalén según Lucas, los ramos son inexistentes; sólo hay mantos que se tienden en el piso para que pase el pollino. El autor puede prescindir de los ramos porque no son fundamentales para la escena; en cambio, no puede obviar el pollino, los mantos que se depositan en el piso y las aclamaciones de la multitud, todas señales del reinado de Jesús. Porque el Domingo de Ramos es eso: la fiesta de Cristo Rey. Cuando celebramos Cristo Rey durante el tiempo ordinario, la intención está, quizás, más volcada hacia el reinado escatológico, a la dimensión universal y a la mirada futura sobre ese Reino ya instaurado. En cambio hoy nos encontramos la crudeza del Cristo Rey, que entra aclamado y que muere rechazado; un Rey rodeado de intrigas, con acusaciones y persecuciones; un Rey que fracasa y que es desacreditado en la cruz. Hoy nos acercamos a la clave hermenéutica del reinado de Jesús.

Dijimos que uno de los elementos imposibles de obviar para Lucas era el pollino. ¿Cómo se relaciona este animal con su reinado? En primer lugar, cualquier habitante de Palestina que tuviese un vehículo tracción sangre ya se encontraba en una situación diferente a la gran mayoría que se trasladaba a pie. En animales circulaban, por ejemplo, los gobernantes. De esta manera, Jesús no ingresa a Jerusalén a pie, como un ciudadano común, sino montado, como los reyes. Pero esto no desdice los dichos de Jesús sobre los reyes de las naciones que las oprimen (cf. Lc. 22, 25-26) ni su práctica de vida en el pueblo y con el pueblo, porque el animal elegido es un pollino, y no un caballo. El caballo es el vehículo de la guerra, el animal de los ejércitos. Los que promueven las batallas montan en caballo y pelean desde ellos. Jesús es el promotor de la paz, y monta un pollino, un animal pacífico. Su reinado no conquista territorios con la fuerza de la espada y con la sangre derramada de los otros; Él es rey que convierte los corazones y que derrama su propia sangre. No envía a morir a sus súbditos, sino que da la vida por todos. La profecía que está detrás del Mesías montando el pollino es de Zacarías y dice: “Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará los carros de Efraim y los caballos en Jerusalén, y será roto el arco de guerra, y promulgará a las gentes la paz, y será de mar a mar su señorío y desde el río hasta los confines de la tierra” (Zac. 9, 9-10). Quien más desarrolla el cumplimiento de la profecía es Mateo, que menciona al pollino al lado de la burra, específicamente como Zacarías (cf. Mt. 21, 2), y que luego cita la Escritura (cf. Mt. 21, 4-5).

El segundo elemento que no obvia Lucas son los mantos de las gentes que se extienden por el camino para que el pollino montado por Jesús avance. La figura del manto tiene unos tres significados, por lo menos. En algunos episodios de la Biblia el manto es el símbolo del reino. En el libro de los Reyes, por ejemplo, Ajías, el profeta, para hacer visible la división del reino de Salomón, parte su manto nuevo en doce pedazos (cf. 1Rey. 11, 29-32). En otros episodios, el manto es el espíritu de la persona, como cuando Elías arroja su manto sobre Eliseo en señal de vocación profética (cf. 1Rey. 19, 19), compartiéndole de esta manera su espíritu. Finalmente, el manto es figura de la persona misma. Cuando Jehú es ungido rey de Israel, los presentes toman sus mantos y los tienden a sus pies, demostrando así que someten sus personas al nuevo monarca (cf. 2Rey. 9, 11-13). Esta escena tiene un paralelismo con la entrada mesiánica de Jesús. Aquí también los presentes arrojan sus mantos, lo reconocen como rey, están dispuestos a poner sus vidas a disposición del Mesías.

El tercer elemento no obviado son las aclamaciones de la gente. Cada uno de los evangelistas que narra este episodio hace hincapié en distintas expresiones. Para Marcos, el centro de las aclamaciones es el reino que viene (cf. Mc. 11, 9-10). Para Mateo, el centro es el hijo de David (cf. Mt. 21, 9). Para Juan es el título de rey de Israel (cf. Jn. 12, 13). En este caso, para Lucas, la aclamación está compuesta por dos elementos. La primera parte está tomada del Sal. 118, 26: “¡Bendito quien viene en el nombre de Yahvé!”, y la segunda es un eco de los cánticos del ejército celestial que anunció a los pastores la Buena Noticia de la Navidad: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres” (Lc. 2, 14). Aquel gozo de los inicios, el gozo del pesebre y la encarnación, es ahora gozo en el final, como si un arco uniera los extremos de la vida jesuánica. Aquel primer júbilo es proclamado por los ángeles, y éste lo es por los humanos. La gloria que se da a Dios en las alturas es la paz en la tierra, porque cuando los varones y mujeres viven en paz, Dios es glorificado. En estas parejas (principio-final, ángeles-humanos, alturas-tierra) se totaliza el universo, toda la historia, todo lo creado y todo el espacio. La obra de la salvación lo atañe todo, lo transforma todo. Jesús es rey de la Creación y rey de paz. Es el enviado de Yahvé para pacificar.



Jesús Rey distinto

A Jerusalén entra un rey, a pesar que los sucesos posteriores parezcan desmentirlo. Creemos que los reyes no mueren, no sufren y viven alejados de los problemas, porque creemos que el fundamento del reinado es el poder. Y sin embargo, a Jerusalén entra un rey montado en un pollino que viene a instaurar la paz. Un rey a contramano. Porque, en primer lugar, debería montar un caballo, y en segundo lugar, debería hacer la guerra. Los reyes de la tierra derraman sangre, porque la política del sistema, según nos han enseñado, consiste en eso, en oprimir y matar, en ganar por la fuerza y lucrar, en derrotar y saquear. Los reyes no se sacrifican por el pueblo; al contrario, el pueblo debe sacrificarse por su monarca, aunque eso signifique perder demasiado. Los asesores políticos dicen que un gobernante no puede ser débil, entendiendo la debilidad como amor al prójimo, perdón o compasión. Los gobernantes, dicen ellos, deben regir con puño de hierro, deben ser inflexibles y no demostrar sentimientos, porque el pueblo, supuestamente, se favorece así.

Jesús entiende de política mucho más que los asesores. Jesús entiende que la política se vive en la vereda de enfrente a esas recomendaciones. Para Él, ser rey es ingresar a Jerusalén en un pollino, trae la paz, morir por todos, derramar la propia sangre sin exigir la sangre de los demás, luchar desde el amor. Para Él, ser rey es ser fiel al Padre, aún cuando todo alrededor parece indicar el fracaso.

La fidelidad es un concepto difícil de entender sin vivirlo. Sólo se conoce fiel quien ha podido demostrarlo. Sólo conoce los recónditos vericuetos de la humanidad quien permaneció firme a pesar de todo, quien llegó a exclamar en el momento de mayor desesperación la mayor confesión de fe. Es la aventura de creer sin depositar en los poderes terrenales las seguridades. A Jerusalén entró un rey que no aprovechó su condición para librarse de la cruz. Pero nosotros, a la menor posibilidad de obtener soluciones poderosas, las elegimos. Y es que sabemos el largo camino que nos toca recorrer cuando queremos construir desde lo destruido, hacer desde la nada, ser Iglesia desde los excomulgados, cambiar el mundo desde abajo. Renunciar a esa manera de ser es renunciar al camino de la Semana Santa, que empezando con la entrada mesiánica, se hace sangre en la cruz. Nuestra fe se mide en la fidelidad que tenemos cuando, creyéndonos reyes portadores de la verdad indiscutible, descubrimos que transmitimos un Evangelio escandaloso y rechazado, un Evangelio de pobres y pequeños.

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WebJCP | Abril 2007