Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 11, 17-27
Al llegar a Betania, Jesús se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días.
Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día».
Jesús le dijo:
«Yo soy la Resurrección y la Vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás.
¿Crees esto?»
Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo».
Después de contemplar el destino feliz de los santos y de soñar con esta meta, hoy celebramos una fe que nos colma de esperanza: viviremos más allá de la muerte. Esta fe tiene fundamento en la promesa de Jesús: “Donde yo esté estará también mi servidor” (Jn 12,26).
En el pasaje del Evangelio de Juan que leemos hoy, vemos cómo esta promesa se ha realizado en el misterio pascual de Jesús, quien ha muerto para introducirnos en la plenitud de su misma vida. Jesús abrió el camino que supera las fronteras de la muerte humana y nos enseña a “seguirlo” –con actitudes concretas de “servicio”- para compartir también su gloriosa resurrección.
Al ponernos hoy de cara a la realidad de la muerte, no nos llenamos de desesperación, sino más bien de una profunda alegría. La fe en la muerte y resurrección de Jesús nos abre caminos de esperanza: la muerte no es el final. Es más bien, como lo sentían y lo celebraban los primeros cristianos, el “día del verdadero nacimiento” (el Vere Dies Natalis), el día en que –en los brazos del buen Pastor- somos introducidos en la Casa del Padre, para el encuentro definitivo con la Trinidad Santa, encuentro que le da sentido y plenitud a toda nuestra existencia.
Veamos cómo Jesús nos ofrece este horizonte de esperanza que llena de sentido nuestra vida, subrayando los puntos más importantes del Evangelio de este domingo:
(1) La lección del grano de trigo (12,24)
La imagen del grano de trigo que “muere” cuando es sembrado, nos enseña una insólita maravilla. Así como la semilla muere para dar lugar a una planta, pero la planta no es distinta de la semilla, así Jesús en su muerte entra a una vida nueva inédita.
En su resurrección, Jesús ya no vuelve a ser lo que era en su vida terrena, y con todo, no deja de ser él mismo. Ahora en su cuerpo, como la semilla convertida ya en una planta, se manifiesta la plenitud de lo que se empezó a manifestar en su vida terrena.
De ahí que la muerte no es una pérdida sino una ganancia, porque sólo así se expresa el verdadero potencial de vida que llevamos dentro, es el comienzo de una vida nueva, la vida eterna.
(2) La condición para que la semilla renazca en una vigorosa planta (12,25)
Pero para que esto sea posible es necesario que la semilla sepa renunciar a sí misma.
“El que ama su vida la pierde”, es decir, quien se busque a sí mismo y no sea capaz de abrirse, de trascenderse a los demás, no evolucionará hacia la realidad definitiva que ya está incubada en su propio ser. Por el contrario, quien “siga” el camino de Jesús, que es el camino de la donación de sí mismo –a la manera del evento de la Cruz-, podrá, en este mismo Jesús, llegar a la plena realización de su existencia en la vida que ya no muere más.
La muerte vendrá inevitablemente, de esto podemos estar seguros. Pero también es cierto que si caminamos en el proyecto de Jesús –entregando la propia vida en el servicio a todos-, haremos del atardecer de nuestras vidas, el comienzo de la mañana de la resurrección.
(3) Estar con Jesús, donde Él está por mí (12,26)
Sólo quien sigue a Jesús, unido a Él en el servicio, participará de su destino, llegando así a la meta en la cual recibirá el reconocimiento beatificante de parte del Padre.
Nos preparamos para este momento crucial, dejando que desde ya la semilla se abra y le regale al mundo lo mejor que lleva dentro: las buenas iniciativas, el espíritu de bondad, la honestidad, el sentido de responsabilidad, la capacidad de amar, de perdonar y de servir a todos intensamente. De esta forma el cielo puede comenzar en la tierra, anticipando -con un realismo sereno frente a las dificultades propias de la vida- la alegría de los que con mansedumbre no se dejan abatir por los problemas y, con pureza de corazón, se esfuerzan por hacer realidad la paz.
(3) Una inmensa plegaria comunitaria que se eleva al cielo (12,27-28)
Frente a la realidad de su propia muerte Jesús ora con mucha fuerza: “¡Padre, glorifica tu nombre!”. Él no esconde su turbación interior, pero tampoco cae en la desesperación. Con la mirada clavada en el Padre, su corazón orante se abre para acoger la “Gloria” que viene del Padre, la cual brillará en la Cruz.
A la luz de esta palabra de Jesús nos unimos hoy con amor en oración por nuestros difuntos. Celebramos la Eucaristía dominical con la esperanza cierta de que en la muerte se manifiesta la gloria del Señor.
Seguros de que el Padre responde la oración –como lo hizo con Jesús (12,28)-, en la celebración por los difuntos intercedemos ante Dios Padre apoyados en el sacrificio redentor de Jesús, por la completa purificación de nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Pero, sin perder de vista el maravilloso misterio de la comunión de los santos que contemplamos ayer, también le pedimos también a nuestros difuntos que intercedan por nosotros para que el Señor ponga en nuestro corazón, en estos tiempos duros, el espíritu de paz y la consolación que Jesús experimentó frente a la muerte cuando le pidió al Padre: “líbrame de esta hora” (Jn 12,27).
Valdría la pena retomar las palabras del Concilio Vaticano II: “Algunos (cristianos) peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios, porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef 4,16)” (LG 49).
1. ¿Qué sentido tiene la muerte para un discípulo de Jesús?
2. ¿Cuáles son las enseñanzas del grano de trigo que se siembra y renace en la tierra? ¿Cómo se aplican a Jesús? ¿Cómo se realizas en nosotros?
3. ¿Qué sentido tiene orar por los difuntos? ¿Por qué celebramos hoy la Eucaristía por ellos?
Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día».
Jesús le dijo:
«Yo soy la Resurrección y la Vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás.
¿Crees esto?»
Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo».
Compartiendo la Palabra
Por CELAM - CEBIPAL
Viviremos más allá de la muerte
Juan 12,23-28
“Donde yo esté estará también mi servidor”
Por CELAM - CEBIPAL
Viviremos más allá de la muerte
Juan 12,23-28
“Donde yo esté estará también mi servidor”
Después de contemplar el destino feliz de los santos y de soñar con esta meta, hoy celebramos una fe que nos colma de esperanza: viviremos más allá de la muerte. Esta fe tiene fundamento en la promesa de Jesús: “Donde yo esté estará también mi servidor” (Jn 12,26).
En el pasaje del Evangelio de Juan que leemos hoy, vemos cómo esta promesa se ha realizado en el misterio pascual de Jesús, quien ha muerto para introducirnos en la plenitud de su misma vida. Jesús abrió el camino que supera las fronteras de la muerte humana y nos enseña a “seguirlo” –con actitudes concretas de “servicio”- para compartir también su gloriosa resurrección.
Al ponernos hoy de cara a la realidad de la muerte, no nos llenamos de desesperación, sino más bien de una profunda alegría. La fe en la muerte y resurrección de Jesús nos abre caminos de esperanza: la muerte no es el final. Es más bien, como lo sentían y lo celebraban los primeros cristianos, el “día del verdadero nacimiento” (el Vere Dies Natalis), el día en que –en los brazos del buen Pastor- somos introducidos en la Casa del Padre, para el encuentro definitivo con la Trinidad Santa, encuentro que le da sentido y plenitud a toda nuestra existencia.
Veamos cómo Jesús nos ofrece este horizonte de esperanza que llena de sentido nuestra vida, subrayando los puntos más importantes del Evangelio de este domingo:
(1) La lección del grano de trigo (12,24)
La imagen del grano de trigo que “muere” cuando es sembrado, nos enseña una insólita maravilla. Así como la semilla muere para dar lugar a una planta, pero la planta no es distinta de la semilla, así Jesús en su muerte entra a una vida nueva inédita.
En su resurrección, Jesús ya no vuelve a ser lo que era en su vida terrena, y con todo, no deja de ser él mismo. Ahora en su cuerpo, como la semilla convertida ya en una planta, se manifiesta la plenitud de lo que se empezó a manifestar en su vida terrena.
De ahí que la muerte no es una pérdida sino una ganancia, porque sólo así se expresa el verdadero potencial de vida que llevamos dentro, es el comienzo de una vida nueva, la vida eterna.
(2) La condición para que la semilla renazca en una vigorosa planta (12,25)
Pero para que esto sea posible es necesario que la semilla sepa renunciar a sí misma.
“El que ama su vida la pierde”, es decir, quien se busque a sí mismo y no sea capaz de abrirse, de trascenderse a los demás, no evolucionará hacia la realidad definitiva que ya está incubada en su propio ser. Por el contrario, quien “siga” el camino de Jesús, que es el camino de la donación de sí mismo –a la manera del evento de la Cruz-, podrá, en este mismo Jesús, llegar a la plena realización de su existencia en la vida que ya no muere más.
La muerte vendrá inevitablemente, de esto podemos estar seguros. Pero también es cierto que si caminamos en el proyecto de Jesús –entregando la propia vida en el servicio a todos-, haremos del atardecer de nuestras vidas, el comienzo de la mañana de la resurrección.
(3) Estar con Jesús, donde Él está por mí (12,26)
Sólo quien sigue a Jesús, unido a Él en el servicio, participará de su destino, llegando así a la meta en la cual recibirá el reconocimiento beatificante de parte del Padre.
Nos preparamos para este momento crucial, dejando que desde ya la semilla se abra y le regale al mundo lo mejor que lleva dentro: las buenas iniciativas, el espíritu de bondad, la honestidad, el sentido de responsabilidad, la capacidad de amar, de perdonar y de servir a todos intensamente. De esta forma el cielo puede comenzar en la tierra, anticipando -con un realismo sereno frente a las dificultades propias de la vida- la alegría de los que con mansedumbre no se dejan abatir por los problemas y, con pureza de corazón, se esfuerzan por hacer realidad la paz.
(3) Una inmensa plegaria comunitaria que se eleva al cielo (12,27-28)
Frente a la realidad de su propia muerte Jesús ora con mucha fuerza: “¡Padre, glorifica tu nombre!”. Él no esconde su turbación interior, pero tampoco cae en la desesperación. Con la mirada clavada en el Padre, su corazón orante se abre para acoger la “Gloria” que viene del Padre, la cual brillará en la Cruz.
A la luz de esta palabra de Jesús nos unimos hoy con amor en oración por nuestros difuntos. Celebramos la Eucaristía dominical con la esperanza cierta de que en la muerte se manifiesta la gloria del Señor.
Seguros de que el Padre responde la oración –como lo hizo con Jesús (12,28)-, en la celebración por los difuntos intercedemos ante Dios Padre apoyados en el sacrificio redentor de Jesús, por la completa purificación de nuestros hermanos y hermanas difuntos.
Pero, sin perder de vista el maravilloso misterio de la comunión de los santos que contemplamos ayer, también le pedimos también a nuestros difuntos que intercedan por nosotros para que el Señor ponga en nuestro corazón, en estos tiempos duros, el espíritu de paz y la consolación que Jesús experimentó frente a la muerte cuando le pidió al Padre: “líbrame de esta hora” (Jn 12,27).
Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
Valdría la pena retomar las palabras del Concilio Vaticano II: “Algunos (cristianos) peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios, porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef 4,16)” (LG 49).
Profundicemos:
1. ¿Qué sentido tiene la muerte para un discípulo de Jesús?
2. ¿Cuáles son las enseñanzas del grano de trigo que se siembra y renace en la tierra? ¿Cómo se aplican a Jesús? ¿Cómo se realizas en nosotros?
3. ¿Qué sentido tiene orar por los difuntos? ¿Por qué celebramos hoy la Eucaristía por ellos?
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