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martes, 4 de marzo de 2008

Manos a la Obra

Publicado por Revista Iluminare

Contemplar las manos de Jesús que nos aman hasta el extremo

¿Recordáis cómo comienza San Juan su primera carta? Nos dice así: “Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos... os lo anunciamos ahora” (1Jn 1,1-3).

¿Os parece que le pidamos a Juan, el apóstol amado, que comparta con nosotros estos recuerdos?

Sí, que nos dé su testimonio, que nos anuncie eso que vio y oyó para que podamos participar de su alegría. ¿Cómo eran las manos de Jesús, qué hicieron?

«... Las contemplé –nos dice Juan– especialmente aquella tarde, aquel jueves en el cenáculo y en aquellos días en Jerusalén que Él había deseado tanto, en aquellos días en los que nos amó hasta el extremo. Fueron los días en los que sus manos dieron vida, crearon la Eucaristía, se dejaron clavar y traspasar, y se nos mostraron como signo de resurrección. Si queréis saber algo de sus manos, de cómo eran y lo que hacían por los hombres, os invito a contemplarlas conmigo en aquellos momentos.

Lo primero que hizo fue algo sorprendente, que nunca antes le habíamos visto hacer: con sus manos nos lavó los pies. Con sus manos se quitaba el manto, se ceñía la toalla y con calma echaba el agua en la jofaina. Con ellas realizaban gestos expresivos de su amor hasta el punto de que, arrodillado, sus manos fueron lavando nuestros pies. Su manos fueron aquella tarde manos que nos amaban. Lo habían sido toda su vida, pero aquel día quiso que las contempláramos en el gesto supremo de su amor. Sí, sus manos nos amaron sirviéndonos.

Y, ya sentados a la mesa, sus manos tomaron el cáliz y después el pan. Parecían expresar con toda intensidad el sentido de su vida. Siempre había afrontado con valor cualquier situación, nunca había escatimado esfuerzos para estar con todos, era como si todo su cuerpo quisiera multiplicarse para amar. Ahora, con sus manos, al coger el pan y el vino, nos decía que todo su ser era ofrenda de su amor por nosotros. Sí, sus manos nos entregaron la ofrenda de su vida.

Y poco más tarde llegó la Cruz. Yo estaba allí, con su Madre, y vi sus manos, las que tanto habían amado, aquellas manos siempre abiertas para acoger a todos. Ahora estaban más abiertas que nunca, como si aún le faltarán rostros por acariciar y enfermos por sanar. Y en la Cruz sus manos quedaron traspasadas. Sí, sus manos crucificadas nos mostraron la fidelidad de su amor.

“¿Volveremos a ver sus manos?”, nos preguntábamos. Nos lo había prometido y... no pasaron muchos días. Sí, fueron precisamente sus manos el signo que tuvimos para reconocerle de nuevo vivo entre nosotros. Lo conté en mi evangelio intentando reflejar toda la fuerza de aquel momento. Dijo: “Aquí están mis manos” (Jn 20,27). Eran sus manos, Él lo repetía: “Mirad mis manos y mis pies, soy yo en persona, palpadme” (Lc 24,39). Sí, sus manos volvieron a ser para nosotros signo de la presencia del Amor.

Así recuerdo sus manos en aquellos días; entregadas para servir, ofrecidas para amar, crucificadas para acoger y resucitadas para acompañar ya para siempre a todo hombre. En ellas se contiene el sentido de toda su vida».

Las manos de Jesús mostrándonos su amor a todos

Y tras los recuerdos de Juan, les pediríamos a otros muchos que se encontraron con Jesús y sintieron la fuerza de sus manos que nos hablaran de ellas y de lo que sintieron al ser tocados por el Señor. Niños y ancianos, hombres y mujeres, y muchos enfermos que “tocaron y palparon al Verbo de la vida”. Sintieron el calor de las manos de Jesús sobre sus cuerpos, sus heridas, sus enfermedades y, especialmente, el calor de las manos de Jesús llenando sus corazones.

San Marcos nos presenta a muchos de esos enfermos en las primeras páginas de su evangelio. La suegra de Pedro fue una de aquellas afortunadas; estaba enferma y Jesús “se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles” (Mc 1,31). Las manos de Jesús curan y dan fuerza para servir.

A continuación se le acercó un leproso (Mc 1,40-41) con una petición en sus labios: “¡Si quieres, puedes limpiarme”. Y Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. Las manos de Jesús responden a la oración sincera y sanan el cuerpo y el corazón.

Otro día fue un ciego de nacimiento el que sintió la fuerza salvadora de Jesús. Y las manos de Jesús expresaron toda la fuerza que brotaba de su interior, y que quería ser luz para aquel hombre y para toda la humanidad. Con sus manos hizo barro, lo cogió, “se lo untó en los ojos... y al lavarse volvió con vista” (Jn 9,6-7). Las manos de Jesús son transmisoras de luz.

Y entre tantos que se acercaban, vemos ahora a una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu y andaba encorvada, sin poder enderezarse del todo. ¿Qué hizo Jesús? La llamó y le dijo: “«Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Y le aplicó las manos” (Lc 13,12-13). Las manos de Jesús liberan y rehacen la vida, la enderezan y la plenifican.

Acabamos con unos niños, los preferidos del Señor. La escena nos transmite algo importante de los sentimientos de Jesús. Le llevaban niños para que los tocara y Él quería tenerlos cerca. Y en esta ocasión las manos de Jesús se desbordan en signos de cercanía: les impuso las manos (Mt 19,15) y los abrazaba y los bendecía (Mc 10,16). Las manos de Jesús bendicen como expresión del amor entrañable del Padre.

Qué quiere Jesús de nosotros y cómo nos da su fuerza

Nos lo va a decir también a través de sus manos:

Quiere que le sigamos sin miedo

Un día el apóstol Pedro vio a Jesús calmar la tempestad y dirigirse a ellos diciendo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Pero Pedro quiso un signo de esta presencia y le pidió a Jesús andar sobre las aguas. Y ocurrió lo siguiente: “Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús, pero al sentir la fuerza del viento le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «¡Señor, sálvame!». Y Jesús, extendió en seguida la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?»” (Mt 14,29-31).

La mano de Jesús nos agarra con fuerza y prontitud para que el miedo desaparezca de nuestra vida. La mano de Jesús nos trae su poder, su gracia cada día y en cada acontecimiento. Si alguien te dice: “¡Manos a la obra!”, no puedes dudar. No es fiado en ti ni en tu fuerza como has de actuar. Será su mano quien te agarré para obrar y llegar hasta las misiones que te parezcan más imposibles.

Quiere curarnos de todos nuestros impedimentos para la misión

Un hombre tenía un brazo atrofiado y, tras una disputa con los fariseos, Jesús se acercó a él y le dijo: “«Extiende el brazo». Lo extendió y quedó restablecido como el otro” (Mt 12,13).

¿Le diremos nosotros a Jesús, cuando nos diga: “Manos a la obra”, que no podemos trabajar en la misión? ¡Qué sorprendente es este evangelio! La mano de Jesús cura un brazo seco, incapacitado para trabajar. Hay que ponerse manos a la obra, con los dos brazos, es decir, rehabilitados por Jesús, que necesita de cada uno de nosotros por entero.

Y otro día curó a un inválido que llevaba 38 años así. No importa, parece decirnos Jesús, yo cuento con todos. Nada es obstáculo, es posible salir de donde estemos parados, recuperar la fuerza, ponerse “manos a la obra”. Y nos lo demuestra este hombre al que Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar” (Jn 5,8). E inmediatamente aquel hombre recobró la salud, cargó con su camilla y echó a andar.

Debemos tomar con fuerza y aliento nuestro vivir. Jesús nos sana para que nuestra vida recupere fuerzas y se ponga en marcha. Y el primer paso es este: escuchar a Jesús, hacer que nuestras manos dejen a un lado la camilla y liberarnos de obstáculos que nos impiden trabajar.

Quiere que nosotros mostremos a otros su amor

Y nos lo dice de dos maneras, con dos pasajes del Evangelio. El primero nos invita a usar nuestras manos para ungir, amar y dejarnos perdonar. Jesús alaba las manos de una mujer que se acerca a Él y que unge sus pies (Lc 7,36ss). Ponernos manos a la obra para hacer lo que Jesús quiere es, ante todo, tener siempre dispuestas nuestras manos para el amor, que debe hacerse sensible, tener gestos concretos.

Así nos lo enseña Jesús con la parábola del Buen Samaritano. En ella nos muestra que el amor tiene en las manos el primer modo de mostrar lo que el corazón encierra. Las manos actúan según lo que el corazón lleva dentro. En primer lugar, la parábola nos muestra lo que hacen unas manos movidas por un corazón que no ama, que no respeta al hombre: lo asalta, lo degrada, lo deshumaniza. Unas manos no dispuestas para el amor cogieron a aquel hombre y le desnudaron, le molieron a palos y le abandonaron. ¡Cuántas manos así degradan continuamente nuestro mundo!

Pero otras manos, movidas por un corazón nuevo, muestran los gestos del amor: “Le vendó las heridas echándole aceite y vino, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó” (Lc 10,30-37).

Al escuchar este año el lema de Infancia Misionera, “Manos a la obra”, reconocemos que estamos preparados por el Señor para vivirlo, ya que Él mismo nos agarra de la mano para sostenernos; Él mismo da fuerza a nuestros brazos y nos hace dejar las camillas que nos mantienen tumbados y nos impiden caminar; y sobre todo, Él nos muestra los trabajos que encomienda a nuestras manos: llenar de consuelo, enjugar lágrimas, curar y vendar a los más pobres, salir a los caminos para llevar a todos el amor de Dios…

“Manos a la obra”, la actualidad de la propuesta

La encíclica Deus caritas est del papa Benedicto XVI nos urge a ponernos manos a la obra: “Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo, a esto quisiera invitar en esta encíclica” (n. 39). Palabras que el Papa nos dirige para actualizar todo lo que el Señor nos ha dicho a través del lenguaje de sus manos. Ahora, con nuestros brazos sanados para la misión, con nuestras manos dispuestas a socorrer al necesitado y sabiendo que la mano de Jesús agarra con fuerza la nuestra, escuchamos la propuesta: “El momento actual requiere una nueva disponibilidad para socorrer al prójimo necesitado” (n. 30). “Y esta es una tarea para cada fiel... para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones... también la Iglesia en cuanto comunidad tiene que poner en práctica el amor” (n. 20).

Manos a la obra, a la obra del amor:

– “El amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades de los hombres” (n. 19).

– “Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad, siempre habrá situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo” (n. 28).

– “A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible... dejemos que hable sólo el amor” (n. 31).

Y es también muy consolador saber que, al que se pone manos a la obra, “a veces el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor... Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo” (n. 35).

Manos a la obra con María

Para ponernos “manos a la obra”, acabamos mirando a María en el momento del primer gesto de amor con el Dios encarnado que nacía, cuando sus manos cogieron al niño “y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre” (Lc 2,7). La Virgen nos ofrece así la primera muestra de todos los gestos de amor que con las manos se deben hacer a Jesús y a los más pobres.

Damos gracias porque la palabra de María nos ayuda a reconocer que Dios “hace proezas con su brazo” (Lc 1,51) y nos invita a ponernos manos a la obra con disponibilidad total a la misión, como Ella hizo: “Aquí está la esclava del Señor” (Lc 1,38), y como Ella nos dijo: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).


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WebJCP | Abril 2007