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MISIONEROS EN CAMINO: Pasar de la impureza a la vida / Vigésimoctavo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 17, 11-19 / 13.10.13
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domingo, 13 de octubre de 2013

Pasar de la impureza a la vida / Vigésimoctavo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 17, 11-19 / 13.10.13


Para entender esta escena hay que entender la situación del leproso en Israel. La vida de estos enfermos está regida por el libro del Levítico del Pentateuco. Al declararse el diagnóstico, que realizaban los sacerdotes, la persona era declarada impura (cf. Lv 13, 8). La declaración de impureza, en el contexto de la religión judía, es muy fuerte. Ser impuro implica una verdadera separación de la sociedad, una marginación con todas las letras. La impureza no sólo está limitada al ámbito de lo religioso, sino que se extiende a la vida social, lo que es lógico en un pueblo que difícilmente separa lo político de la religión. Baste remarcar que los encargados de la acción médica son, en este caso, los funcionarios de la religión. Es en el templo en donde se decide quién está enfermo y quién no, decidiendo así quién es aceptado y quién excluido. La impureza coloca al impuro en el último escalón social. Según Lv 13, 45 el leproso andará con la ropa desgarrada, los cabellos sueltos, y gritando “¡Impuro, impuro!”. Por supuesto, y como no podía ser de otra manera, su morada debe estar fuera del pueblo (cf. Lv 13, 46), al margen, separado.


La condición no es eterna, no dura para toda la vida (en algunos casos). El leproso puede curarse. Si eso sucediese, el beneficiado está llamado a presentarse ante el sacerdote (cf. Lv 14, 2), quien oficiará nuevamente como agente sanitario, certificando que la curación es real, que ya no hay signos de lepra (cf. Lv 14, 3). En caso de confirmarse la recuperación, se inicia el ritual de reincorporación a la sociedad, consistente en inmolación de pájaros y aspersiones con sangre (cf. Lv 14, 4-7). Al final, la declaración de pureza es una declaración sanitaria, religiosa y social. Se asevera que está sano, que puede volver a participar de la vida litúrgica y que se une al pueblo, compartiendo el campamento. Es el ser humano que ha vuelto, que ha regresado, que pasa de la exclusión a la inclusión, de la impureza a la pureza, de la no-relación con Dios (o de la relación basada en el castigo) a la relación legal (basada en la curación).
En Jesús hay una revolución teológica. Y esta revolución es tan gigantesca, que las categorías más básicas de la religión de su tiempo son invertidas en su Evangelio. Rápidamente, en la escena de hoy, es fácil descubrir que Jesús cambia a Judea por Samaría/Galilea, cambia judíos por samaritanos, puros por impuros y ley por Él mismo:
1. Judea por Samaría/Galilea: Jesús se dirige a Jerusalén. Su destino es Jerusalén porque el Evangelio no lo puede llevar a otra parte en el contexto socio-histórico en que se mueve. Jerusalén es el sueño de los profetas, es la ciudad que está en el centro del mundo (según el judaísmo), y por lo tanto, la ciudad desde donde se expande el mesianismo. Jerusalén, geográficamente, queda en la provincia de Judea de Palestina. Allí está el Templo, allí se peregrina, allí vive la elite sacerdotal. Jerusalén tiene tanta luz que opaca al resto de Palestina. Pues bien, aunque se trate de palabras del relator (Lucas), hay una expresión que genera asombro. Jesús va a Jerusalén pasando por la pobreza de Galilea y la supuesta impureza de Samaría. Cronológicamente, y dentro de la trama del Evangelio, la frase lucana no tiene sentido. Hace largo rato que el Maestro inició el camino, y mencionar ahora que pasa por Galilea y Samaría, dos provincias con sus respectivos kilómetros de extensión, no tiene ninguna utilidad. Claramente, la utilidad es argumentativa. Que Jesús vaya a Jerusalén no significa que lo demás no existe, ni que su ida tenga algo que ver con una apuesta de fama. Jesús no va a la capital para ser más famoso, sino porque ha recorrido el camino desde la pobreza (desde la campesina y pescadora Galilea) y desde la exclusión (pasando por la impura Samaría).
2. Judíos por samaritanos: siguiendo la misma dinámica de la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-35), la actitud de los elegidos, según la historia oficial israelita, deja mucho que desear respecto a los despreciados impuros que serían los samaritanos. Recordemos que los samaritanos son considerados mestizos, mezclados con pueblos paganos, y por ello indignos de la descendencia real israelita. Han dejado de pertenecer al pueblo elegido en cuanto entablaron matrimonio con gentiles y rechazaron la primacía de Jerusalén y su Templo. Desde la perspectiva judía, el samaritano es el traidor a la nación, el despreciado por Yahvé. Y tanto el buen samaritano como el leproso que vuelve para dar gloria a Dios, son representantes de un grupo enemigo judío; no sólo con fundamentos políticos o territoriales, sino también con una teología al servicio de ese odio. Para el judío, Yahvé ha sentenciado a los samaritanos, los ha condenado por idólatras, los ha rechazado y excluido para siempre. Para Jesús, eso es una tontería. En la teología del Evangelio no hay lugar para un Dios con estas características. Los samaritanos son tan hijos de Dios como los judíos, y por esa filiación connatural son capaces de reconocer la acción divina.
3. Puros por impuros: en el texto se aclara que los leprosos se quedan lejos de Jesús, respetando una reglamentación que no les permite acercarse por su impureza. Jesús podría ignorarlos, desoír su súplica, y estaría en su derecho judío. Pero no lo hace. Le dirige la palabra a los impuros, no para reprenderlos ni condenarlos, sino en forma liberadora. Deben ir a presentarse a los sacerdotes. Sólo hay una razón en un leproso para ir hasta los sacerdotes, y esa razón es la curación. La palabra jesuánica es canal de esperanza, y canal de dignificación. Si Jesús les habla es porque no comparte la visión de la impureza. No hay seres humanos impuros que debamos mantener alejados. La impureza es un mecanismo social que genera vidas periféricas. Los leprosos no tienen otra alternativa que vivir fuera de la sociedad, y construir entre ellos una sociedad paralela que es ghetto. Los diez leprosos se han encontrado en su miseria, en su exclusión, y han superado sus condiciones nacionales (judíos y samaritanos) porque su aislamiento es más fuerte. Los diez leprosos no son felices porque se tienen el uno al otro; su felicidad (su plenitud) se encontrará en el reconocimiento que reciban de otro distinto. Un leproso reconocido por otro leproso no es milagroso; el milagro está en el socialmente puro que comparte con el marcado como impuro. El milagro es Jesús hablando con ellos, dándoles esperanza.
4. Ley por Jesús: los nueve leprosos judíos se atienen a la ley mosaica y al Templo. Su pensamiento gira en torno a lo que les enseñaron desde pequeños: Yahvé castiga con la lepra y el castigado es un impuro. La lepra es querida por Dios. El samaritano está fuera del templo, no se rige por sacerdotes de Jerusalén y por su catequesis. Esta diferencia inicial hace posible que el samaritano identifique en la curación a Jesús como hacedor y no al falso dios que castiga con la enfermedad. Siendo libre de antemano, puede interpretar que la esperanza proyectada por el Maestro al enviarlos a los sacerdotes, actuó como esperanza misma al curarlos en el camino. Tuvieron fe/esperanza y se pusieron en camino; entonces, ¿de dónde proviene la gracia? ¿La gracia viene con la ley que los declara impuros? ¿O la gracia viene de esta Persona que confió en ellos? ¿Tiene sentido ir a cumplir el ritual de purificación como agradecimiento a la curación? ¿No debería recibir el agradecimiento la Persona que les devolvió la esperanza y la dignidad? La función de la ley, y por consiguiente del falso dios de puros e impuros, es sustituida por Jesús mismo en el regreso del leproso samaritano.
La frase con la que termina la perícopa litúrgica de hoy es la expresión jesuánica que también se conserva, con mínimas modificaciones, en Lc 7, 50 y Lc 8, 48. En el primer caso, la receptora es una mujer prostituta; en el segundo, una mujer hemorroísa. Si buscamos la similitud en los tres casos, la marginalidad es lo primero que se rescata; y la doble marginalidad. En el primero, es mujer y es impura por la prostitución; en el segundo, es mujer y es impura por su flujo de sangre que no se detiene. De una u otra manera, están al margen. Jesús, en los tres casos, devuelve la dignidad. La prostituta es recibida como digna de acercarse y entrar en contacto con un varón desde otra posición distinta al comercio de su cuerpo; la hemorroísa puede levantar la cabeza y dejar de sentirse impura, maldecida por Dios; el leproso recibe la palabra de esperanza y la posibilidad de volver al medio del pueblo, a vivir la inclusión.

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WebJCP | Abril 2007