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domingo, 18 de agosto de 2013

Domingo XX del tiempo ordinario: Un "¡Fuego, fuego!" que no alarma

Todos los veranos los gobiernos, a través de campañas antiincendios, intentan que nos concienciemos de lo importante que es respetar los bosques y evitar cometer imprudencias con el fuego. Sabemos que el fuego es violento, imprevisible y difícil de controlar. Usado correctamente produce unos beneficios que no es necesario enumerar pero que descontrolado puede acabar arrasando todo.

El fuego no ha estado lejos de la terminología cristiana aunque más en el sentido de la purificación y el castigo, que en el que tiene en el evangelio que acabamos de proclamar. Jesús quiere ver el mundo ardiendo pero no por culpa un descerebrado que apague mal la barbacoa o porque quiera acabar con nosotros y nos castigue sin remedio. Su deseo era que todos se contagiasen de la pasión por la humanidad, por el Reino que ardía dentro de él. Jesús quería que todos sus seguidores fueran unos auténticos apasionados.


Hablar de pasión, de corazones ardientes, de amor abrasador no es desde luego una terminología habitual a la hora de referirnos al seguimiento de Jesús. La verdadera pasión abrasa sin amargar. No es como el fuego destructor que no deja nada a su paso, sino más bien como el rayo de sol que acaricia la piel temblorosa. No es sorda, sino capaz de escuchar al otro y de atender a sus razones, aunque no se compartan. No es muda ni estridente, sino que habla con palabras que calan hondo, porque son auténticas y nacen de una mirada humana. Y aviva los corazones helados, y nutre las hambres profundas. Es la pasión cristiana que descubrimos en un Dios apasionado, hecho hombre apasionado en Jesús, que enciende el mundo con un calor auténtico. Este tipo de lenguaje se mira con recelo, y sospecha, como si resultase que los cristianos tuviésemos que ser monigotes de escayola o muñecas de trapo con las venas atascadas de horchata. Nos cuesta más imaginarnos un cristiano de carne y hueso, con un corazón vibrante, sensible a lo que acontece a su alrededor, capaz de decir lo que piensa, sin miedos ni componendas, que vernos como estatuas del mejor mármol con cara de no haber roto un plato, incapaces de levantar la voz ante las injusticias. A los primeros, a los de carne y hueso, se les intenta apagar con el extintor del silencio, el desprecio y la descalificación, y a los segundos parece que la última moda es ponerlos de modelo. consiguiendo así este cristianismo frío y cadavérico, eso sí intachable moralmente a simple vista, pero que difícilmente consigue que la llama de la fe prenda nuevos corazones.

El amor cristiano es un amor apasionado, enamorado de pies a cabeza. Ser cristiano supone aceptar el que nos vayamos consumiendo, gota a gota, en la entrega generosa a los demás como hizo Jesús. ¿Cómo explicar sino que nuestra fe es algo más que un listado de postulados racionales? Hemos de convencernos de nuestra tarea y responsabilidad. Frente a las ideas de bombero, frente a todos aquellos que se empeñan en adormecernos, en apagarnos y enfriar el ambiente, nosotros, sí, nosotros, tenemos algo que decir y que hacer. El fuego de la caridad y la fraternidad, de la igualdad de oportunidades, del respeto y el diálogo con todas las culturas no ha prendido del todo en nuestro entorno.

Dejemos los miedos, los conformismos y los abonos de reclinatorio, si es que los tenemos. Seamos nosotros los primeros en inflamar nuestros corazones en este amor apasionado. La eucaristía de cada domingo tiene que avivar la llama de nuestra fe. No nos conformemos con que no se apague, la idea es que el fuego se extienda.

Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)


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WebJCP | Abril 2007