Para este domingo de Cuaresma ofrezco uno de los capítulos de mi libro “Discípulos de este Siglo”, editado por Editorial Claretiana de Argentina en el año 2012. El capítulo se llama “La gracia de la conversión” e intenta descifrar un poco el sentido de esta parábola narrada por Jesús sobre la higuera que no da frutos, siempre en el contexto de lo que sucede previamente, con el comentario sobre los galileos y los jerosolimitanos que han muerto. Este capítulo es muy querido para mí, porque alguien, tras leerlo, me dijo que podía mirar la muerte desde otra perspectiva (su muerte y la muerte de sus seres queridos): todo morimos, indefectiblemente, pero eso no es lo importante; lo fundamental es que tenemos la opción de abrirnos a la gracia mientras estamos vivos.
A Jesús le presentan un caso conocido en Palestina. Se trata de unos galileos que han sido asesinados por Pilato, aparentemente en el mismísimo templo, y por eso su sangre se mezcló con la de los sacrificios, o quizás durante alguna fiesta importante de peregrinación a Jerusalén. En los relatos históricos extra-bíblicos es difícil encontrar una referencia clara a este episodio, aunque sí a la crueldad de Pilato y su aversión a los judíos. Por lo tanto, no es inverosímil el suceso. La pregunta que podemos hacernos es por qué le traen a colación a Jesús el caso. Hay tres cuestiones a considerar al respecto:
1. Era creencia generalizada que las desgracias personales o familiares respondían a la existencia de un pecado, personal o familiar. Cuando a Job, el protagonista del libro que lleva su nombre, le suceden tantas desdichas, la explicación repetitiva hasta el hartazgo de sus interlocutores es que hay un pecado que él no está reconociendo (cf. Job 8, 4; 22, 5). En el Evangelio según Juan, cuando aparece el ciego de nacimiento, los discípulos preguntan al Maestro: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn 9, 2b). Por lo tanto, la muerte prematura o violenta es, en la mentalidad de la época, un suceso de justicia divina, que paga al pecador por su falta. Una teología de la retribución terrenal.
2. Pedir a Jesús una posición política no es algo ajeno a los Evangelios. En una ocasión muy conocida, los escribas y los sumos sacerdotes le envían unos espías para que le pregunten si es lícito pagar el tributo al César (cf. Lc 20, 20-26). Este tipo de preguntas son trampas tendidas. Si Jesús toma parte por alguno de los bandos que disputan violentamente, o sea, que basan sus principios en el uso de armas, está negando su Evangelio de amor. Quizás, en este caso, presentar el caso de los galileos es una incitación a que Jesús se manifieste en contra de Pilato y a favor del nacionalismo, una incitación a tomar partido, a reclamar venganza por esa sangre derramada.
3. Pero podemos ir por una interpretación más. A esta altura de la narración lucana queda claro que la praxis de Jesús se opone a los poderes terrenales, y dentro de ellos al poder imperial. Queda claro, también, que esto no puede acabar bien; el mismo Jesús ya ha anunciado su muerte dos veces (cf. Lc 9, 22.44). Como Jesús es galileo, cabe la posibilidad de que se le mencione el hecho de sus compatriotas muertos para hacerle ver que Él va por el mismo camino; Pilato lo ejecutará por su comportamiento. Puede sonar a advertencia, pero también puede ser una recriminación, o hasta una justificación de lo que pasará: si lo matan es porque algo habrá hecho.
Sea cual fuere la intención de los presentadores del caso, Jesús va más allá, a la raíz teológica del problema: las muertes tempranas, violentas o inoportunas no son un castigo/retribución de Dios. Ante el peligro de provincialismos que malinterpretarían la respuesta, el Maestro contrapone a la sangre derramada de los galileos el accidente con la torre de Siloé, en la misma Jerusalén. De un lado tenemos a galileos (provincianos del norte), probablemente sediciosos (en concepto del Imperio), que son asesinados deliberadamente por Pilato. Del otro lado están los jerosolimitanos (de la ciudad capital del sur), sin inclinaciones políticas que se puedan vislumbrar a partir del texto, que perecen accidentalmente. Todo Israel está contemplado. Entonces, ¿quién tiene la culpa de cualquiera de los muertos israelitas? Peor aún, ¿qué tipo de Dios provoca por igual tanto un derrumbe como una orden de asesinato por los pecados? El Dios de Jesús podemos asegurar que no. No padecer desgracias no es garantía de ser justo. Tanto los galileos como los jerosolimitanos necesitan convertirse. Quien no se convierte, perece, en el sentido trascendental de la palabra; perece para siempre. La muerte los encontrará a todos, hoy o dentro de años, pero para Jesús eso no es lo importante (nadie puede esquivar la muerte); lo importante es convertir la vida para que la muerte deje de ser lo siniestra que es, para re-significarla. No son tan importantes los accidentes que adornan la muerte como la vida que ha llegado hasta ese momento. No importa tanto si los galileos murieron por culpa de Pilato o si los dieciocho aplastados por la torre sufrieron por un mal trabajo de albañilería; importa más bien cómo llegaron viviendo a la muerte y cómo los que quedan vivos interpretan esa muerte. Las circunstancias de la muerte varían de uno a otro ser humano, y sí es cierto que podemos perecer a la vuelta de la esquina; pero nada justifica el no hacerse cargo de la propia vida y de la vida del prójimo.
El llamado a la conversión es ineludible, tanto a nivel personal como comunitario. Para reforzar este sentido de responsabilidad en la comunitariedad, Jesús añade al debate la parábola de una viña. La viña es una imagen que el Antiguo Testamento utilizó para simbolizar al pueblo de Israel (cf. Sal 80, 9-12; Jer 2, 21; Jer 5, 10; Jer 6, 9; Os 10, 1). La higuera también es un símbolo israelita (cf. Jer 8, 13; Os 9, 10; Joel 1, 7). Jesús recupera esa tradición veterotestamentaria en su parábola, pero se inspira, sobre todo, en el pasaje de Is 5, 1-7. Allí, el profeta se queja de la viña que, en lugar de dar uvas buenas, dio agraces (uvas agrias, silvestres), a pesar de los cuidados. El dueño de la viña, debido a esto, decide quemarla y quitar su cerca para que sea pisoteada. En la parábola de Jesús, sin embargo, el final añade un gesto de esperanza: a la higuera de la viña se le da un año más. Vale aclarar que la higuera es una planta que crece fácilmente en cualquier terreno y con un cuidado bastante mínimo, por eso resulta difícil imaginar que una higuera no produzca frutos. El proceso de la planta, después de ser plantada, consistía en tres años durante los cuales no producía ningún fruto. Luego comenzaba la producción, pero durante los tres primeros años los higos se consideraban impuros (cf. Lev 19, 23). Los frutos del primer año de pureza (el séptimo año desde su plantación) eran ofrendados a Yahvé (cf. Lev 19, 24). Quizás, ese año de más de la parábola esté relacionado con el año séptimo de la higuera, lo que podría denominarse año de gracia (cf. Lc 4, 19).
El llamado a la conversión es un llamado de gracia, no una obligación. Convertirse no debe ser una carga, sino una oportunidad, un regalo. Dios nos da la posibilidad de convertirnos, de cambiar de camino, de transformarnos, o lo que es más cierto, la posibilidad de ser convertidos, de que nos cambien el camino y de que nos transformen. Dios nos convierte con su amor, y los demás nos convierten cuando nos aman. Estar abiertos en ambas direcciones es animarse a que las cosas puedan resultar distintas, es animarse a cambiar, a mirar la realidad con otros ojos.
Los galileos asesinados por Pilato y los jerosolimitanos aplastados por la torre de Siloé sufrieron desgracias que pueden interpretarse de diferentes maneras. Los que mueren de hambre, las víctimas de las guerras, los que mueren en los desastres naturales, nos siguen poniendo ante la disyuntiva de qué hacer. ¿Para qué cambiar si la muerte puede estar agazapada tan cerca? ¿Para qué esforzarse si todo puede acabarse de un sopetón? Pero Jesús nos sigue preguntando: ¿acaso los pecadores mueren y los justos no? La diferencia no está en el morir o no hacerlo, puesto que nadie evita esa des-gracia. La diferencia está en la apertura a la gracia, en convertirse y dejarse convertir, en aceptar el amor como fuerza que puede transfigurarnos haciendo trascender nuestra vida. El problema, más que morir, es vivir. Todos los seres humanos mueren, pero no todos viven verdaderamente. Algunos por propia decisión, porque prefieren arrojarse a la basura del mundo, porque desperdician los regalos de Dios. Otros porque son oprimidos y les han robado su dignidad, haciendo de sus existencias un calvario, impidiéndoles satisfacer, al menos, sus necesidades básicas.
Convertirse es pasar de la des-gracia a la gracia, colaborando para que los des-graciados puedan pasar también del lugar oscuro al lugar de la esperanza. Si la misión no es un espacio para que esto suceda, entonces es vana. La misión debe ser agraciada, debe abrir caminos a la gracia, trabajar con una pedagogía de la gracia, donde progresivamente se va revelando al otro, al prójimo, esa bondad libérrima de Dios que nos estimula para amar también de manera libérrima.
Uno de los signos de la conversión es el compromiso con la historia, allí donde la vida y la muerte se hacen presentes, allí donde algunos derrochan perdiendo sus vidas, allí donde muchos eligen morir por otros ganando la vida. Abrirse a la gracia es creer que aquí y ahora se puede hacer algo. El que elige hacerlo se arriesga, por supuesto, pero le encuentra a la vida un sentido diferente, un sentido verdadero.
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