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MISIONEROS EN CAMINO: Un casamiento muy simbólico / Segundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Jn. 2, 1-11 / 20.01.13
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domingo, 20 de enero de 2013

Un casamiento muy simbólico / Segundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Jn. 2, 1-11 / 20.01.13

Publicado por Leonardo Biolatto

Podemos comenzar comentando el pasaje desde su final, desde el versículo 11, cuando se enumera la conversión del agua en vino como el comienzo de los signos, o según otras traducciones, como el primero de los signos. La palabra griega que está detrás de estas traducciones es arche. El inicio del relato joánico también la posee (cf. Jn 1, 1: en el principio: en arche). Algunos exegetas consideran que su utilización en Jn 2, 11 no debería entenderse como una enumeración, como una consideración cuantitativa de los signos jesuánicos, sino en sentido cualitativo. Estaríamos hablando del signo prototípico antes que del primer signo de una lista. Lo prototípico es aquello que es modelo de lo demás, lo que resume e idealiza. El proto-tipo es el primer-molde. Así comprendidas, las bodas de Caná son la condensación de Jesús, y quedarse en la superficialidad del texto (Jesús asiste a una fiesta) sería un error grave. Si este episodio es prototípico, entonces hay un mensaje profundo y trascendental en él.

Jn 2, 1 nos da el contexto y el grueso de las claves hermenéuticas para situarnos frente al relato. La escena sucede tres días después. Pero, ¿después de qué? Aquí se nos propone una sucesión temporal que comienza en Jn 1, 29, cuando se habla del día siguiente al que Juan es interrogado por los sacerdotes y levitas. Hasta allí contabilizamos dos días. Luego, en Jn 1, 35 vuelve a mencionarse el día siguiente. Van tres. Finalmente, Jn 1, 43 habla de otro día siguiente. Ya tenemos cuatro días. Jn 2, 1 sucede tres días después de todo el capítulo 1, y se completan así siete días, en una clara evocación a la semana inicial del primer relato de la Creación en Génesis (cf. Gn 2, 3). Por lo tanto, podemos afirmar que la vida terrena de Jesús será una re-creación, un re-comienzo de la historia.
Pero la significación de los tres días no se queda allí. El capítulo 19 del Éxodo relata la llegada de Israel al monte Sinaí (cf. Ex 19, 1), el monte de la alianza con Dios. Yahvé dice a Moisés lo siguiente: “Ve al pueblo y que se purifiquen hoy y mañana; que laven sus vestidos y estén preparados para el tercer día; porque el tercer día descenderá Yahvé sobre el monte Sinaí a la vista de todo el pueblo” (Ex 19, 10-11). El tercer día es, entonces, la manifestación gloriosa de Dios frente a su pueblo para realizar la alianza, que será expresada en los mandamientos del capítulo 20 del Éxodo. Por lo tanto, también podemos afirmar que la vida de Jesús es la manifestación de la gloria de Yahvé que quiere hacer alianza con las gentes. El tópico es retomado al final del episodio de las bodas, cuando Juan especifica que con la conversión del agua en vino el Maestro “manifestó su gloria” (Jn 2, 11).
Por último, los tres días son también la anticipación del tercer día pascual, cuando el Crucificado es levantado de entre los muertos (cf. Jn 2, 19.21-22). Podemos agregar a las afirmaciones anteriores que la vida de Jesús, su re-creación y la manifestación de la gloria de Dios, sólo se entienden desde el episodio pascual.

A este contexto temporal agregamos ahora el contexto situacional. Estamos en una boda. Los desposorios, de más está decir, son una imagen clásica de la relación entre Dios y su pueblo, y una imagen mesiánica (cf. Is 54, 5; Os 2, 16-19; Ap 21, 2). Según las costumbres judías, la fiesta de bodas duraba una semana o más (cf. Jc 14, 12; Tob 10, 8), excepto cuando la desposada era una viuda, en cuyo caso se celebraba por sólo tres días. La ocasión era de gran alegría y gozo. Se realizaba un banquete donde la comida y la bebida eran la expresión visible de la importancia de la unión. Debido a estas características festivas prolongadas, no fue difícil ni extraño utilizar la imagen de la boda para aplicarla a la alianza. Yahvé es el esposo de Israel, y eso es motivo de gran regocijo. Pero también es cierto que la vida de Israel no fue siempre de festejo, y por eso, junto con la espera escatológica, con la resolución de la historia por la intervención divina, se asoció la imagen de la boda a los tiempos finales, cuando la fiesta se haría eterna y el banquete no tendría fin. El desposorio constituía, por lo tanto, figura de la relación actual con Dios y figura de lo que vendría.
Si en las fiestas de una semana el vino era abundante, mucho más lo sería en la boda eterna. Sin vino, podría decirse, no hay verdadera boda. El Cantar de los Cantares eleva el vino a la categoría esponsal (cf. Cnt 1, 2.4; 8, 2), haciéndolo parte integrante del amor entre el esposo y la esposa. La llegada del Mesías debía venir, por cierto, con un derroche de vino, pues sería la culminación y plenitud del banquete. Ya los profetas habían anunciado esta realidad de sobreabundancia vinícola (cf. Jl 2, 19.24; Is 25, 6; 55, 1), con el paisaje de montes que destilan la bebida (cf. Am 9, 13). Conociendo esto, no estamos lejos del centro del pasaje que leemos hoy: la boda no tiene más vino, la alianza no tiene más esencia, los desposorios entre Yahvé y su pueblo no pueden ser celebrados. Si el vino se acabó es porque se acabó la boda. Si se acabó la boda, se acabó la relación entre Israel y Dios, se acabaron la alegría y la esperanza.
Es la madre de Jesús la que advierte la situación y se lo comunica a su hijo. Ella, partícipe de la boda, ha comprendido que la alianza se está muriendo. En el diálogo con Jesús, éste la llama, irrespetuosamente, como los judíos designan a sus esposas. Ningún hijo se dirigiría a su madre tratándola de mujer. Debemos buscar a esta situación una explicación simbólica. En el Evangelio según Juan hay cuatro personajes femeninos que son llamados así. En primer lugar, la madre de Jesús (cf. Jn 2, 4 y Jn 19, 26), también la samaritana (cf. Jn 4, 21), la adúltera (cf. Jn 8, 10) y María Magdalena (cf. Jn 20, 13-15). La mayoría de los biblistas coinciden en que el episodio de la mujer adúltera no pertenece a la redacción original del Evangelio según Juan y encaja mejor en el relato de Lucas, por lo que se supone ha sido incorporado en un momento posterior. Así las cosas, nos quedamos con tres mujeres llamadas con el apelativo que el esposo utiliza para dirigirse a su esposa. Si Jesús es, como lo afirma la tradición cristiana, el Esposo de la Iglesia, el Esposo del Pueblo de Dios, estas tres mujeres están representando a esa comunidad desposada con el Mesías. María sería, por lo tanto, la representante del Israel fiel que ha permanecido en la alianza, que no se ha olvidado de su Dios, que descubre cómo el vino se ha ido acabando y, por ello, reclama al Esposo que renueve la boda, que re-cree, que reviva la relación de amor con su pueblo. La samaritana es la representante del Israel adúltero (ella ha tenido cinco maridos y vive con uno que no es su esposo según Jn 4, 18), del pueblo que abandonó la alianza y al Esposo en busca de otros, traicionando la confianza y el amor de Dios. Finalmente, la Magdalena es la nueva esposa, la esposa eclesial/discipular que nace al pie de la cruz y que participa con el Mesías en la re-creación del mundo, inaugurando una nueva era y una nueva humanidad (la escena del diálogo entre Jesús resucitado y María Magdalena del capítulo 20 ocurre en un huerto/jardín, evocando el Edén del Génesis).
María/Israel fiel, entonces, reclama el vino de la alianza, reclama la renovación del desposorio entre Dios y su pueblo. Sus últimas palabras sobre hacer lo que diga Jesús evocan dos episodios del Antiguo Testamento. El primero es el de Gn 41, 55 cuando el hambre asola Egipto y el faraón dice al pueblo hambriento: “Acudan a José: hagan lo que él les diga”. María, como el faraón, da respuesta al hambre de Egipto indicando un salvador, señala el que trae la saciedad definitiva al hambre de alianza. La segunda referencia es la de Ex 19, 8, cuando Israel, acampando frente al monte Sinaí, asegura: “Haremos todo cuanto ha dicho Yahvé”. María es como este Israel fiel dispuesto a vivir la alianza en la confianza depositada sobre la Palabra de Dios. Los sirvientes, acatando la exhortación de María, serán los testigos privilegiados de la transformación del agua en vino.
Seis tinajas había allí. El seis es el número de la imperfección, es siete (número de la plenitud) menos uno. Las tinajas son de piedra, como las tablas de la ley dada a Moisés (cf. Ex 24, 12). Están allí para los ritos de purificación y su capacidad equivale a dos o tres medidas cada una. Lo que traducimos por medida es en griego metretas, una unidad para mensurar líquidos que equivale a 36 litros, aproximadamente. En total, las seis tinajas pueden contener unos 600 litros. ¿Por qué es necesaria tamaña cantidad en un pequeño poblado de Galilea durante una boda? Porque, en el relato, están simbolizando la pureza ritual judía atada a la antigua alianza, a los mandamientos de la ley grabada en piedra. En lugar de vivir la alianza con la alegría del vino, Israel está padeciendo la opresión del ritualismo y la legislación. En vez de celebrar, el Pueblo de Dios padece.
Jesús es el Esposo que trae el vino. Él es, en esencia, nuestra alegría y nuestra esperanza. La Iglesia no está desposada con el vino, sino con el que nos da el vino. El pueblo clama la renovación, grita desesperado porque tiene hambre de un Dios que es capaz de festejar y de hacer las cosas nuevas. Las gentes están cansadas de los mismos esquemas, las repeticiones solemnes, los ritos que atan y no liberan. ¿Podemos responder, desde la evangelización, a ese pedido? ¿Podemos reconocer esa necesidad? ¿O estamos lo suficientemente asustados para aferrarnos a nuestras seis tinajas de piedra con agua? Evangelizar no puede consistir en la aplicación metódica de reglas y modelos preestablecidos. Evangelizar no puede ser nunca repetición. Al contrario, es la repetición lo que deteriora la Buena Noticia y le quita ese sabor particular a vino/alegría. Nada puede representar alegría a los seres humanos de nuestra contemporaneidad si les hablamos con palabras que no entienden, si perpetuamos sistemas que ya los han dañado, si los invitamos a purificarse con agua en lugar de hacerles un lugar en el banquete del vino.
En una época donde el matrimonio es visto como una carga impositiva, como una esclavitud, vale la pena descubrir que la boda es celebración, fiesta y liberación cuando estamos con el Esposo del vino bueno y abundante. Este Esposo no llega con las prédicas de siempre, con las acusaciones de todos los días, con la catequesis repetida en el último siglo ni con los rituales estancados en la Edad Media. Este Esposo ha venido a re-crear las palabras, a perdonar, a catequizar desde los problemas de hoy, a celebrar la vida con los gestos de cada cultura. Este Esposo no tiene nada que ver con los que tienen miedo de cambiar.

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WebJCP | Abril 2007