2º Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C. 20 de Enero de 2013
Evangelio: Juan 2, 1-11.
Por Santos Benetti
A veces sucede que hay ciertos pasajes evangélicos que nos llegan como cosa «muy conocida» y harto sabida, bien por la sencillez de sus palabras, bien por lo interesante de su anécdota.
Pues bien, uno de esos pasajes es el texto del Evangelio de Juan que se refiere a las bodas de Caná y al primer milagro de Jesús: la conversión del agua en vino. Sin embargo, dentro del esquema de este evangelio, se trata en realidad de un texto de alguna manera programático de la vida y misión de Jesús; un texto en el que podemos leer entre líneas casi todo el misterio de Cristo que en él se nos revela. Intencionadamente el mismo evangelista concluye su relato con estas palabras: «Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.» En Caná, Jesús realizó su primer signo. Juan solamente relata siete signos en la vida de Jesús, todos ellos encaminados a culminar en la muerte y resurrección de Jesús, anticipada simbólicamente en el último signo: la muerte y resurrección de Lázaro.
El símbolo no podría ser más apropiado: nada más frustrante y desalentador para aquella pareja de recién casados y sus numerosos invitados que disponer de más de 600 litros de agua para lavarse las manos antes del banquete, y encontrarse, a poco de iniciada la comida, con las copas vacías. Aquellos novios quedarían marcados para toda su vida por el ridículo de una gran fiesta, la más importante de su vida, que se ahogó en agua. Mal comienzo para ese matrimonio…
En efecto, las aguas a las que alude el texto evangélico, son las aguas almacenadas para el rito purificatorio de las manos, rito que los fariseos exigían cumplir con absoluta fidelidad, como recuerda el evangelista Marcos con bastante ironía (Mc 7,3-4). Son las aguas del Antiguo Testamento, las aguas de la Ley, las aguas del culto superficial y exterior, las aguas de una religión que inunda al hombre con sus leyes y prescripciones, pero que se olvida de hacerle vivir en la alegría y en la paz interior. El gran chasco de aquellos recién casados era claro símbolo de ello: demasiada agua para lavarse las manos y poco vino para alegrar el corazón.
¿Qué significa este símbolo? Siguiendo con el simbolismo del evangelio, diríamos que hay una cierta manera «aguada» de vivir la vida y, por lo tanto, de vivir la fe. Los cuatro evangelistas señalan constantemente estas formas impropias para un buen encuentro o matrimonio entre Dios y los hombres.
Así, por ejemplo: se señala la hipocresía de un culto exterior y legalista; el apego a las tradiciones humanas sin tener en cuenta la esencia de la Palabra de Dios que debe ser captada en el espíritu y no en la letra.
También se indica el centralizar la religión en los actos de culto y en las ofrendas del altar, olvidándose de la ley suprema del amor al prójimo, tanto si es amigo como si es extranjero o enemigo.
También es una religión aguada la que se contenta con rezar y dar alguna limosna, soslayando el imprescindible deber de la justicia; o la que se cimenta sobre el culto a la personalidad y el autoritarismo religioso, olvidándose que la autoridad es un servicio a la comunidad y que el único Señor es Jesucristo, a quien se le debe absoluta fidelidad. En fin, solamente estamos señalando algunos aspectos de esta profunda transformación a la que Jesús dedicará sus escasos años de vida, transformación que no sólo no ha terminado, sino que es la tarea constante de los cristianos, cualquiera que sea su posición dentro de la Iglesia.
Jesús -y éste es el gran escándalo del Evangelio- descubre la inautenticidad de la institución religiosa que no tiene en cuenta al hombre; que se transforma en fin de sí misma; que no se pregunta por lo que el hombre necesita o exige; que antepone la ley al respeto al otro, la norma a la conciencia.
Todo esto y mucho más está insinuado como tras ciertos velos en este primer signo de Jesús, un signo que hace acrecentar la fe inicial de los discípulos que están buscando la fuente de la vida.
Si la religión no sirve para que el hombre viva más y mejor, con plenitud de persona, con sentido comunitario, con alegría, abundancia y paz…, entonces el hombre tiene derecho a preguntarse para qué sirve tanta agua almacenada en nuestros libros, en los rituales o en costumbres que hace mucho tiempo que han perdido su sabor.
Jesús llega en el séptimo día de la historia para que ésta tenga plenitud. Llega para transformar, no solamente el corazón del hombre, sino también sus instituciones religiosas y sociales. Viene a establecer un nuevo estado de vida: un matrimonio en el que el novio y la novia, Dios y la humanidad, se unen en la única felicidad del amor. Hasta que no llegue ese momento, será nuestra tarea seguir cambiando el agua en vino. Hacer de la vida una fiesta es, al fin y al cabo, el gran objetivo del Evangelio.
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