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sábado, 29 de diciembre de 2012

Fiesta de la Sagrada Familia: El niño “tenía” que perderse…

Evangelio: Lucas 2, 41-52

El segundo nacimiento

El evangelio de este domingo en que la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia nos sirve de complemento para las reflexiones sobre la festividad de Navidad, centrada ella en torno al tema del “nacimiento”

Cuando Jesús cumplió los doce años –o sea, cuando terminó su infancia y comenzó su pubertad- sucedió un episodio que para él significó nacer a una nueva experiencia y a una nueva manera de relacionarse con sus padres. A su vez, para José y María, significo también un nacer a una modalidad distinta de entender y tratar al hasta ahora niño Jesús.


El evangelio de hoy –aun teniendo en cuenta las notables diferencias entre el esquema familiar del tiempo de Jesús y el nuestro- contiene interesantes elementos para que reflexionemos acerca de lo mucho que implica en la vida familiar este constante nace no sólo de los hijos pequeños sino también de sus padres.

Veamos, pues, algunos elementos de este evangelio que nos llama particularmente la atención.


Para Jesús, el cumplir los 12 años significa una nueva etapa de su vida, no solamente a nivel fisiológico y psicológico, sino también desde el punto de vista social y cultural, pues a partir de esa edad la Ley judía y la sociedad comenzaban a tratarlo con más exigencia de responsabilidad. Si durante la infancia ha aprendido la ley de su pueblo, ahora debe cumplirla según la responsabilidad de que es capaz. Por eso lo vemos en el templo cumpliendo junto a sus padres con el culto a Yavé.

Sin embargo, lo sorprendente es su conducta posterior, ya que abandona a sus padres para quedarse en el templo con los doctores de la ley, consciente de que ya es hora de que comience a ocuparse de lo que será su gran responsabilidad de adulto: las cosas de su Padre.

Como contrapartida, el Evangelio apunta la angustia con que sus padres lo buscan, como asimismo la sorpresa frente a una conducta y una respuesta a las que ciertamente no estaban acostumbrados. Y la incomprensión: a pesar de las explicaciones de Jesús, ellos no comprenden lo sucedido…

Pero todo termina bien: el niño se somete a la autoridad paterna, mientras la madre seguía reflexionando acerca de cuanto había vivido, a la espera de que el tiempo le revelara el sentido de lo visto y oído.

Pero el niño, bajo la autoridad y la educación paternas, no cesa en su crecimiento. Tiene que transformarse en un hombre íntegro “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”, como dice Lucas.

Sin forzar los textos, podemos encontrar en ellos una página casi prototípica del segundo gran nacimiento de toda persona: el acceso a la adolescencia y con ella la entrada en la vida adulta. Y si el primer nacimiento no se suele hacer sin temor y sin ciertos traumas y angustias, lo mismo sucede cuando el hasta ayer niño se transforma en un adolescente, cuya conducta deja sorprendidos a los padres, que no atinan a encontrar el modo para restablecer una relación que debe ser nueva en muchísimos aspectos, y siempre y en todo caso de un nivel distinto al de la infancia.

Este segundo gran nacimiento se realiza a través de varios años, largos y tensos, hasta que el hombre se desprende finalmente de la tutela familiar y asume su responsabilidad de cara a sí mismo y a la sociedad, aun con independencia de los criterios familiares, tal como sucedió con el mismo Jesús, que aun durante su predicación y vida pública tuvo que enfrentarse con sus familiares, e incluso con su madre, que no aprobaban del todo su comportamiento. Sobre este aspecto tan humano de la vida de Jesús, los evangelistas dan abundantes testimonios.

Tratemos ahora de interpretar con un poco más de detenimiento lo que implica esta importante etapa en el nacimiento del hombre como alguien autónomo y responsable.

Aprender a perder al niño

A lo largo de toda su vida, los padres mantienen un constante vínculo con sus hijos, pero este vínculo no siempre es el mismo y sufre diversas modificaciones que deben ser asumidas tanto por los hijos como por los padres.

Así, por ejemplo, la primera etapa comprende el embarazo de la madre, el nacimiento y los primeros meses de vida del bebé. Durante este período el nuevo ser humano depende totalmente de su madre, siendo el cordón umbilical y el pecho materno los signos más evidentes de esa dependencia, total y necesaria al mismo tiempo. El niño y la madre conforman una unidad tal que no podemos hablar de “yo” del niño, pues todo él se halla fundido en el yo de la madre.

Así, pues, la dependencia de los hijos y la protección de los padres son las características de una relación que se prolonga a lo largo de los años de la infancia.

Pero a medida que el niño crece, su yo se va afirmando más y más, va siendo consciente de su cuerpo, de sus padres y hermanos y de la realidad exterior; diferencia sus afectos, acepta ciertas normas de convivencia y, sobre todo, va descubriendo la vida mediante un difícil aprendizaje. La escuela y la educación en general amplían la acción de los padres y amplían también el espectro de relaciones del niño, su nivel de responsabilidades, su socialización, etc.

En un prolongado decenio, padres e hijos desarrollan un modo de relación que mantiene un equilibro entre el progresivo crecimiento de los hijos y el afán de los padres de proyectar en ellos su enfoque de la vida y su sistema de valores.

En esta etapa los padres han elegido por los hijos, han establecido las normas de su conducta y, en gran medida, se han hecho cargo de ellos aconsejándoles lo que consideraban lo mejor para ellos.

Pero al llegar a la adolescencia, a este segundo gran nacimiento, se producen importantes cambios que rompen el equilibrio logrado arduamente durante la etapa anterior.

En la adolescencia -y el evangelio de hoy es vivo testimonio de ello- la búsqueda de la propia identidad se constituye como objetivo principal. Frente a los muchos cambios biológicos, sobre todo en el desarrollo físico y en el despertar de la sexualidad, el adolescente se encuentra con la tarea de reconstruir su mundo interno, tan distinto al de la infancia, reelaborando al mismo tiempo los lazos que lo unen a sus mayores, particularmente a sus padres.

Todos conocemos en líneas generales lo que implican los cambios en el adolescente y también lo que implica para los padres asumir un nuevo esquema de relación con él, esquema tendente, esta vez, no a afirmar la dependencia y la protección, sino precisamente a afirmar la autonomía del adolescente y la capacidad de valerse por sí mismo.

En esta búsqueda de su identidad, el adolescente, verdadero solitario en un desierto ardiente, camina hacia el logro de su madurez adulta, hacia su inserción en la sociedad, hacia la asunción de nuevas funciones y comportamientos, conforme a ciertos ideales que constituyen el motor de sus actos.

Nunca como en este período la palabra “crecer” adquiere una dimensión tan real y tan trascendente. Es un crecimiento que provoca un verdadero salto en su vida: deja de ser niño y se hace adulto. Cambia su modo de pensar, sus afectos, sus sentimientos: aparece la relación heterosexual, se desarrollan los ideales políticos y sociales, pone en tela de juicio todo lo recibido de sus mayores, entra en crisis su religiosidad, y, en fin, comienza a tocar con las manos lo que tantas veces había soñado como algo lejano: ser un hombre adulto, ser una mujer adulta.

Pero este nacimiento no es idílico: el paso del útero infantil al mundo adulto es mucho más oscuro que el seno de su madre porque, entre otras cosas, ahora los padres no parecen tan dispuestos a que se produzca un nuevo nacimiento. Consciente e inconscientemente sabotean el proceso autonómico del adolescente, como no resignándose a “perder” al niño que ahora quiere ser adulto.

Como en el primer nacimiento, también ahora el nacimiento implica por parte de la madre la pérdida de algo que hasta ahora tenía como cosa y parte suya. Los padres, acostumbrados a pensar y decidir por los hijos, no parecen avenirse a la idea de que éstos piensen y decidan por sí mismos. Así estalla un conflicto en el que ambos contendientes, padres e hijos, se suelen acusar mutuamente de incomprensión, sufriendo su propia angustia: los padres, que pierden a sus hijos-niños, y los hijos, hijos que den a los padres de su infancia y que pierden su cuerpo infantil con su estabilidad y sus privilegios.

No es éste el momento para extendernos más largamente en todo lo que constituye la crisis de la adolescencia, crisis que, como todo nacimiento, implica un cambio tanto en los hijos como en los padres.

El evangelio de hoy –con esa sabiduría simple de los hombres sencillos y honestos- nos hace descubrir toda la angustia que implica este paso decisivo, pero también cómo una actitud nueva por parte de padres e hijos puede revertir en provecho de todos.

Los padres deben replantearse su esquema de relación con los hijos; deben comprender que se produce un cambio fundamental e irreversible, marcado por la misma naturaleza y dirigido a lograr el objetivo para el cual se traen hijos al mundo: para ayudarlos a crecer hasta la plenitud no sólo física, sino psíquica, espiritual, social, etc.

Tal cambio del sistema de relaciones no se puede hacer sin una actitud humilde de revisar muchos puntos de vista; de comenzar a escuchar seriamente a los hijos, no sólo para responderles con un consejo oportuno, sino también para aprender de ellos eso “nuevo” que está inserto en su nacimiento.

Los adolescentes y los jóvenes nos recuerdan a todos los adultos que la vida no se detiene ni puede ser contenida en moldes preconcebidos. Escuchándolos, los adultos podemos rejuvenecer nuestra propia vida, airear nuestra mentalidad, revisar nuestro sistema de valores, transformando esta angustiante experiencia en un auténtico renacimiento de nosotros mismos.

Los hijos adolescentes nos obligan a regresar al desierto cuando ya nos creíamos cómodamente instalados; los instrumentos de la infancia ya no nos sirven y debemos comenzar a aprender muchas cosas como si la experiencia anterior tuviera validez sólo para una etapa ya superada.

Quizá sea por esto, por el esfuerzo que nos implica este renacer de nuevo como padres de adolescentes, por lo que solemos resistir con tantos argumentos y con tanta contundencia al progresivo avance de los hijos hacia una mayor autonomía y responsabilidad.

Entretanto, los hijos, adolescentes y jóvenes, deben aprender a crecer en su autonomía pero sin cortar violentamente sus lazos familiares, procurando también ellos comprender lo arduo que les resulta a sus padres aceptar una situación que les llega de improviso. Los duros enfrentamientos desgastan las energías, energías necesarias para superar crisis naturales y dificultades nuevas que se presentan todos los días.

Quizá la actitud de María de “conservar todo en el corazón” sea la más apta tanto para los padres como para sus hijos. No siempre comprenderemos en el acto todo lo que nos está sucediendo, no siempre podremos acepar una idea o un gesto al que no estamos acostumbrados…, pero no caigamos en la tentación de desechar sin más lo que por el momento no comprendemos. Guardemos en el corazón todo eso nuevo, que también necesita su tiempo de maduración. Saber reflexionar y esperar, controlando nuestras ansiedades, es, en definitiva, aprender a nacer; a nacer cada día en ese proceso dialéctico de perder un pasado para recuperarlo, trasformado en un futuro.

El adolescente Jesús sorprendió a sus padres con aquella respuesta en la que aludió a los proyectos de su Padre celestial, proyectos en los cuales él ya comenzaba a interesarse porque estaba dejando de ser niño.

Éste puede ser el mejor mensaje de este domingo: Dios llama a cada hombre a cumplir una determinada misión. Ningún hombre, ni siquiera los padres, tienen derecho a imponer al joven el camino por el que debe andar. Si los niños deben vivir bajo la tienda de sus padres durante la infancia, desde la adolescencia les corresponde comenzar a caminar bajo el sol, buscando la huella, aún confusa, que los conducirá al cumplimiento de sus ideales. Superproteger a los hijos a esa edad a esa edad o imponerles autoritariamente nuestros criterios es un acto de sabotaje: a Dios y a los hijos.

Aprender a “perder al niño” –como José y María perdieron a Jesús en el templo- es el sacrificio de los padres para que tanto ellos como sus hijos puedan nacer a una forma madura de vivir.

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WebJCP | Abril 2007