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MISIONEROS EN CAMINO: El niño-sacramento / Sagrada Familia – Ciclo C – Lc 2, 41-52 / 30.12.12
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domingo, 30 de diciembre de 2012

El niño-sacramento / Sagrada Familia – Ciclo C – Lc 2, 41-52 / 30.12.12


Pistas de exégesis (qué dice el texto)
Los dos Evangelios que contienen relatos de la infancia de Jesús (Mateo y Lucas), estructuralmente, tienen por lo menos dos partes: los relatos de la infancia y la vida pública. Mt 1-2 y Lc 1-2 aparecen como una unidad literaria propia, coherente en sí misma y discontinuada del resto de los libros, no por carecer de relación con el ministerio de Jesús, sino porque entre la infancia y la vida pública acontecen, en silencio, unos veinte años. Mientras Mateo comprime unos 10 años en los primeros dos capítulos y luego salta hasta el bautismo para dedicarle de ahí en adelante lo que resta del libro, y mientras Lucas comprime 12 años en los dos primeros capítulos y luego salta hasta los treinta años del Maestro (cf. Lc 3, 23), la juventud e inicio de la adultez de Jesús se esconden bajo Lc 2, 40: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” y Lc 2, 52: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”.


Puede hablarse de los relatos de la infancia como unidades literarias con peso específico. Y aún más, muchos biblistas coinciden en afirmar que estas unidades son un mini-Evangelio, o sea, que son resumen, simbolismo y anticipo de lo que se narrará después. Son resumen porque, en apenas dos capítulos, los temas principales de la vida y muerte de Jesús se hacen presentes; son simbólicos porque las imágenes, las situaciones y las figuras suelen señalar una realidad mayor que se terminará de entender al final de la lectura completa del libro; y son anticipo porque, desde la infancia de Jesús (presente literario) anuncian los sucesos de la vida pública y de su muerte y resurrección (futuro literario).

La familia sube a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, celebración que obligaba a todo judío a peregrinar hasta el Templo, como bien lo indica Dt 16, 16, asegurando que tres son las liturgias que obligan una asistencia personal: la Pascua (fiesta de los ázimos), Pentecostés (fiesta de las semanas) y la fiesta de las tiendas o tabernáculos. Pero subir a Jerusalén es, en lenguaje de los Evangelios, ir hacia la pasión (cf. Lc 9, 51; Lc 13, 33-35; Lc 18, 31-33), porque allí el Hijo del Hombre será crucificado. En la misma línea, al suceder durante la pascua se nos trae a la memoria que una pascua judía es el marco de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (cf. Lc 22, 1.7-8.13.15).

En el centro de la escena hallamos que María y José buscan a Jesús, pero no lo encuentran, como sucede la mañana de resurrección, cuando las mujeres van al sepulcro, pero no encuentran el cuerpo (cf. Lc 24, 3). Igualmente, María y José lo hallan al tercer día, lo que recuerda al tercer día de la muerte de Jesús que es, paradójicamente, fin de la muerte y resurrección, o sea, fin de la búsqueda del cuerpo porque es posible encontrarse con el Resucitado (cf. Lc 24, 7.21.46).

A pesar de este encuentro transformado, el capítulo 24 del Evangelio según Lucas no duda en presentar la incomprensión de los discípulos ante la presencia del Resucitado; los discípulos de Emaús se dan cuenta tarde y no lo reconocen durante el camino (cf. Lc 24, 31-32), los Once y los que estaban con ellos creían ver un espíritu (cf. Lc 24, 37) y parecen no acabar de entender (cf. Lc 24, 41). Cuando María y José finalmente hallan a Jesús en el Templo, tampoco comprenden. Son como los discípulos tras la pascua, pero también como los discípulos durante el camino a Jerusalén, que “no entendían lo que les decía; les estaba velado su sentido de modo que no lo comprendían” (Lc 9, 45), “no captaban el sentido de estas palabras y no entendían lo que decía” (Lc 18, 34b).
Y es que Jesús sólo puede ser comprendido en su relación con el Padre, por eso sus primeras palabras en el relato de Lucas hacen referencia al Padre, y las últimas, en la cruz, antes de expirar (cf. Lc 23, 46), también. Los discípulos, María y José, no entienden porque no pueden llegar a lo profundo de la filiación de Jesús que configura toda su vida. María lo llama hijo en un nivel terrenal, pero Él habla inmediatamente de su Padre en un nivel trascendente, no por eso menos real.

La edad de los doce años es importante. Los niños judíos comenzaban su formación desde pequeños, algunos historiadores dicen que desde los cinco años, para alcanzar a los trece el título de hijos de la Ley. Allí concluía la formación básica y, los que habían resultado buenos estudiantes, tenían la posibilidad de capacitarse a los pies de un rabino para ser ellos, posteriormente, maestros del pueblo. Obviamente, eran los menos quienes accedían a esta segunda formación. Si bien a los trece culminaba la formación primera y básica, desde los doce se consideraba que el joven ingresaba a una cierta mayoría de edad, donde la obligación de peregrinar a Jerusalén para las fiesta de la pascua lo demostraba. Ahora tenía adultez, y con eso venían responsabilidades.
Por lo tanto, quizás la traducción niño para designar la época madurativa de Jesús no sea la más adecuada. A los doce estamos frente a un joven con todas las letras, un hombre que mira su futuro con cercanía y con compromiso. A los doce años, el varón judío debe aprender el oficio de su padre, y no es bien visto que a esa edad no se dedique a aprender una labor.
¿Qué oficio debe aprender Jesús? Al plantear la cuestión del parentesco, reformulando la relación de hijo (con minúsculas) por la de Hijo (con mayúsculas), se plantea en consonancia la posición de la familia alrededor del Mesías y la actitud del Mesías frente a ella. María y José tienen que aprender y asumir dos cuestiones importantes: que el niño se convierte en adulto comenzando a tomar sus propias decisiones, emancipándose de alguna manera; y que el joven posee un vínculo particular con Dios que lo lleva a tomar determinadas decisiones, a veces en contradicción con el querer familiar. Tenemos aquí la crisis del núcleo hogareño con un hijo en crecimiento autónomo, junto con un momento vocacional. A los doce años se es llamado al trabajo, a aprender lo que te acompañará hasta la muerte; a los doce años, Jesús es el Hijo del Padre que atiende sus cosas.

Jesús se hace adulto madurando su relación con Dios. El episodio que acontece a sus doce años está enmarcado por dos frases similares. Una de ellas es la de Lc 2, 40: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”. La otra es la de Lc 2, 52: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”. Antes de la perícopa, se trata de un niño, luego es designado por su nombre propio. Antes se iba llenando de sabiduría y la gracia estaba sobre Él, pero luego del episodio en Jerusalén su crecimiento es en la sabiduría y la gracia, como si hablásemos de algo externo que lo invade lentamente primero, pero dentro de lo cual se inserta su existencia a posteriori, como algo natural.
Estos dos versículos de Lucas son muy similares a 1Sam 2, 26: “Cuanto al niño Samuel, iba creciendo y haciéndose grato tanto a Yahvé como a los hombres”. Así se resume la infancia de Samuel antes de su vocación que se narrará en el capítulo 3. De la misma manera, el grueso de la vida de Jesús queda compactado en ambos versículos antes del comienzo de su ministerio público. Ni Samuel ni Jesús son abandonados por Dios ni víctimas de la indiferencia divina hasta que los cielos se dignan a comunicarse con ellos. Desde siempre, el crecimiento no se hace en soledad, sino con la cercanía del Padre.

Pistas hermenéuticas (qué nos puede decir hoy)
La niñez como anticipo de los acontecimientos futuros y como resumen de la vida es una niñez-sacramento. En los pequeños deberíamos ver el rostro de Dios, deberíamos prestar atención a cómo transparentan lo divino, a cómo trascienden con sus miradas el plano material. Y un día estos niños crecen, y se hacen jóvenes y se hacen adultos, y toman decisiones. Algunos se hacen oyentes de la llamada y entienden que la vida es vocación. Otros ingresan a un remolino de malas decisiones encadenadas, o simplemente sobreviven, como si eso fuese lo más natural del mundo.
Y en las decisiones tomadas durante el período de bisagra del crecimiento, muchos reconocen el punto de quiebre de sus vidas. No se han sentido cómodos en el hogar ni han descubierto el seno del Padre. A la deriva han crecido como si nada los acompañase, como si los hubiese olvidado alguien, o todos. No creen que su niñez haya sido sacramento, sino desventura, mala suerte, maldición.

A la Iglesia le corresponde, por su realidad sacramental, ser acompañante del crecimiento, ser la que defienda a toda costa la sacramentalidad de los niños. No le corresponde crear modelos arquetípicos de personas adultas. La Iglesia debe guiar a los niños a la libertad de escuchar la voz de Dios y a la libertad de responderle.
No podemos hacer una catequesis que encasille, encuadre o limite la creatividad del niño o del joven. La Iglesia no da soluciones pre-fabricadas para el futuro, sino que tomando el ejemplo de la libertad del joven Jesús, quiere que todos los varones y mujeres, en su infancia, sean capaces de abrirse a la Palabra.

La evangelización es pastoral vocacional, no porque ofrezca espacios de discernimiento para el sacerdocio o la vida consagrada, sino porque trata de destapar los oídos y de descargar los pesos del corazón. Somos responsables del que crece porque Dios es responsable también. Por Él, los niños no son lo que viene, sino lo que son. Por Él, los jóvenes no son un intervalo hasta que se vuelvan útiles, sino seres humanos dignos. Que los que crecen puedan hacerlo en el Padre es una de nuestras tareas; que los niños y jóvenes se sientan familia de Dios es configurarlos con Jesús.

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WebJCP | Abril 2007