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miércoles, 4 de abril de 2012

Jueves Santo: Un día para hablar del amor misericordioso del Padre


El Jueves Santo es un día eclesial:
somos la Iglesia, la comunidad de los hermanos constituida por la memoria del Señor.

La fe cristiana es ciertamente algo personal. Cada uno de nosotros tiene que ser un seguidor de Jesucristo, ser el discípulo del Maestro, cuyos ideales iluminan y orientan nuestra vida. Tener el espíritu de Jesús, el de la gran libertad de los pobres que están llamados a construir el Reinos de los cielos, tiene que ver con las actitudes personales del amor sin límites, con todo lo que él implica: servicio, perdón y todo aquello que Jesús comprendía cuando hablaba de la necesidad de ser perfectos como el Padre celestial. Sin embargo, la fe cristiana no es cuestión simplemente personal, individual. Jesús quiso que fuéramos sus seguidores en comunidad. Por eso somos Iglesia.

El Jueves Santo está cargado de significación eclesial:

Es un día en el que se congrega la Iglesia en grande, como comunidad diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para la consagración de los santos óleos, con los cuales se realizará durante el año la celebración de los sacramentos. Si por razones pastorales esta celebración ya ha tenido lugar en algún otro día, en éste reconocemos, sin embargo, al recibir en nuestras comunidades los santos óleos, el signo de nuestra eclesialidad. El Obispo, como padre y buen pastor, nos convoca y nos congrega, como sacramento del verdadero Buen Pastor, que es el Señor.

Celebramos, con especial solemnidad, la Cena del Señor, el Sacramento de la fraternidad, congregados por la memoria del Señor que muere y resucita y que ha querido que seamos la Iglesia. La Eucaristía hace la Iglesia, decían los santos Padres.

El Jueves Santo es rico en expresiones sacramentales:

Los santos óleos han servido siempre en la Iglesia para realizar la mediación sacramental de la donación del Espíritu Santo en diversas circunstancias de la vida; simbolizaron fortaleza, agilidad, medicina, buen olor: todas las significaciones que puedan ser relacionadas con los óleos santos, nos remiten al Espíritu de Dios, que en la Iglesia se nos comunica permanentemente por el Señor.

El sacramento de la penitencia y de la reconciliación comunitaria, también encontró siempre en este día su ubicación privilegiada.

El sacramento del servicio (lavatorio de los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores del Maestro: No vine a ser servido sino a servir .

El Sacramento de la Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como sacramento de la fraternidad.

El sacramento del sacerdocio fue siempre proclamado en este día, como la mediación de la presencia de Jesucristo, el Buen Pastor.

El SACRAMENTO DEL SERVICIO (Jn 13,1-15)

Sólo el evangelio de San Juan nos relata el episodio del lavatorio de los pies. La manera como el cuarto evangelio combina las escenas dramáticas, por sí mismas significativas, con los discursos de Jesús, es bien conocida. Aquí nos hallamos ante una escena dramática que se extiende desde 13,1 hasta 13,30.

LAVATORIO-PIES: El hecho mismo del lavatorio de los pies puede ser explicado, con suficientes fundamentos, como una tarea de esclavos, un gesto de deferencia o de consideración excepcional para con los huéspedes. Dicho gesto se comprende bien dentro de la teología de la encarnación del mismo Juan y también en el sentido de la misma en Pablo (cfr. Flp 2,5-8). Pero elramos gesto no apunta simplemente a presentarnos una teología propia de Juan, puesto que no es difícil encontrar en la otra tradición evangélica, la de los sinópticos, la misma inspiración naturalmente no dramatizada: por ejemplo en Lc 22,27, en el contexto de la cena, nos son transmitidas palabras muy significativas de Jesús en el mismo sentido: ¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.

Por otra parte, el mismo relato indica que el lavatorio de los pies es un medio por el cual los discípulos "tienen parte con" su Maestro (Tendrás parte conmigo: 13,8), lo que nos hace comprender que dicho gesto pertenece al cuerpo general de los preceptos destinados a los discípulos como comunidad cristiana, aunque no sea difícil referirlo a la actitud de quienes son asociados a la misión del Maestro en cuanto tal.

La comunidad cristiana ha valorado esta tradición del evangelio de San Juan como un verdadero mandamiento de Jesús y la ha celebrado año tras año como una acción sacramental, que debe hacer posible el que se asuma plenamente el espíritu del Señor. Es ésta la razón por la cual el jueves santo adquiere una importancia litúrgica tan grande la ceremonia del lavatorio de los pies, dentro de la misma celebración eucarística, como el verdadero comentario o la verdadera proclamación dramatizada de la palabra evangélica. En cuanto a su significación, cada vez tenemos que repetir con el mismo entusiasmo que este relato del evangelio de San Juan nos transmite un mensaje verdaderamente central de la existencia en Jesucristo: la vida del Maestro ha sido un testimonio constante de la inversión de valores que hay que establecer para poder hacer parte del Reino de Dios. No es el poder, ni la dignidad accidental, ni ningún otro motivo de dominación lo que constituye el secreto de la verdadera sabiduría de Dios. El gran valor que ennoblece al hombre es el de tener la disposición permanente para servir. Jesús lo ha proclamado, según el evangelio de Juan, por medio de una parábola que tiene fuerza incomparable: el Maestro se ha convertido en un esclavo. El verdadero sentido profundo de la existencia del Maestro es el de ser servidor. Una lógica así se convierte en el secreto para edificar un mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.

No celebramos la ceremonia del lavatorio de los pies simplemente para recordar un episodio interesante y conmovedor de la vida de Jesús, sino para reconocer en una expresión sacramental la única manera posible de ser discípulos del Maestro.

EL SACRAMENTO DEL AMOR FRATERNAL HASTA LA MUERTE

(1 Cor 11,23-26; Mc 14,22-24 y par: Mt 26,26-28; Lc 22,19s)

Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que habían ascendido a la ciudad santa con él. Fue esa tarde, la tarde de una fiesta pascual? Parece superflua la pregunta. Sin embargo hay razones para establecerla. Y de la relación que se establezca entre el ambiente pascual y la cena de Jesús depende en gran parte la interpretación que se deba hacer del acontecimiento histórico de la muerte y resurrección del Señor.

Si de todos modos aceptamos que Jesús y sus discípulos se reunieron para celebrar una cena pascual, entonces conviene que recordemos los pormenores de esta celebración. En Nm 9,13 se deja entrever la seriedad que reviste para un judío celebrar la fiesta: no celebrarla es como no pertenecer ya al pueblo. Según Ex 12,3, la fiesta debía ser una fiesta familiar. La inmolación del cordero, que debía ser realizada por algunos de los miembros de la familia en representación de la comunidad, debía tener lugar en el atrio de los sacerdotes "entre las tardes", es decir, en el tiempo que precedía al comienzo de la puesta del sol (cfr Ex 12,6). La Haggada pascual orientaba la celebración en el sentido de la memoria de la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12,26s). Comer las carnes del cordero, beber el vino, compartir el pan sin levadura, que debía recordar con las hierbas amargas la miseria vivida en el Egipto, constituían el ritual que estaba acompañado de bendiciones y de la recitación de los salmos del Hallel. En la cena festiva, el ambiente estaba impregnado por el recuerdo alegre y confiado de la liberación, que tuvo siempre una eficacia esperanzadora en épocas difíciles.

Jesús realizó una verdadera interpretación teológica de su propia muerte, en un sentido salvífico, indisolublemente ligada con su proyecto del Reino de Dios. Y, de nuevo, en este contexto tiene una importancia muy grande la relación que Jesús establece entre su muerte, así interpretada, y los elementos de la cena: el pan y la copa de vino. Comer el pan y beber la copa constituyen algo completamente comprensible en el contexto de una cena judía, pero ahora esta acción tiene que ver con la interpretación de la muerte de Jesús, que él mismo ofrece. Jesús debió haber dicho otras cosas y debió haber compartido otros sentimientos con sus discípulos. Pero la tradición ha conservado sus sentimientos ligados principalmente con la acción del pan y de la copa. En cuanto a la última, no sabemos con seguridad si en la cena pascual, en tiempos de Jesús, se utilizaba o no una sola copa, en un momento determinado, pues todos tenían sus propias copas. La tradición cristiana recuerda, en todo caso, la utilización de una sola copa como característica de la cena del Señor (cfr 1 Cor 10,16).

Las palabras de Jesús que nos han sido conservadas para comprender el sentido del pan y de la copa compartidos, implican pues una interpretación salvífica de su muerte, tanto en el sentido de la expiación y de la representación ("morir por", "para el perdón de los pecados"), como en el sentido de una nueva alianza.

Jesús, que interpretó así su muerte y la relacionó intrínsecamente con los dones de la cena, le dejó a la comunidad de sus discípulos la posibilidad de vivir siempre la realidad de una nueva alianza con el Dios salvador, en el sentido del Reino definitivo que había anunciado. La relación entre alianza y Reino ya tenía una tradición importante, pero en la acción de Jesús adquirió una importancia trascendental y original para sus seguidores.

Haced esto en memorial mío: Este mandamiento del Señor es verdaderamente sagrado para los seguidores de Jesús. La experiencia comunitaria vivida originalmente por los discípulos se convierte en algo posible en todos los tiempos para los cristianos. Se trata de entrar en el destino histórico de Jesús, que es la historia misma de Dios, su Reino, que acontece definitivamente en la manifestación suprema del amor. Dios, el Padre, ama infinitamente (Jn 3,16)

Dios es amor (1 Jn 4,8) Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13) Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos los unos de los otros.

Sugerencias para la homilía

Éxodo 12,1-8.11-14: Cuando vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora.

Salmo 115 (116),12-13.15-16cb.17-18: Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante 1ª Corintios 11, 23-26: Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre. Juan 13,1-15: Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.

La Pascua entre los judíos, unida indisolublemente a la liberación de Egipto, la reactualiza la liturgia, es decir la hace presente, con las mismas gracias que recibieron los protagonistas. El pasado se mantiene vivo y nos proyecta hacia el futuro. La mención de la sangre nos introduce en pleno sacramentalismo del Antiguo Testamento y por este medio se opera igualmente la continuidad entre la Pascua judía y la Pascua cristiana. Pascua es la gran fiesta de la liberación de la servidumbre y de la muerte, donde la sangre del cordero juega una función redentora. Pero la Biblia concibe la salvación, a medida que se desarrolla la revelación, como una salvación del pecado; el Señor nos liberó de Egipto y Egipto en el Antiguo Testamento es la tierra del pecado. En la epístola Pablo dirige su atención sobre todo a la asamblea y muestra como una celebración indigna de la Eucaristía desemboca en el menosprecio del Cuerpo místico de Cristo constituido por la asamblea. Ésta es el símbolo de la reunión de todos los hombres en el reino y en el Cuerpo de Cristo Una comunidad dividida por el odio y desprecio no puede dar testimonio de esa unión, es más bien un escándalo.

En la escena del lavatorio de los pies Jesús nos muestra quién es Dios; no el soberano sentado en un trono lejano, sino el Dios que en Jesús se ha puesto al servicio del hombre. Con el gesto de lavar los pies Jesús ha elevado al hombre hasta Dios, en una palabra ha hecho a todos iguales y libres. Sus discípulos tendrán la misma misión: crear una comunidad de hombres iguales y libres. El poder que se pone por encima del hombre, se pone por encima de Dios. Jesús destruye toda pretensión de poder, porque la grandeza humana no es un valor, al que él renuncia por humildad, sino una injusticia que no puede aceptar. El rechazo de Pedro indica que éste no ha entendido la acción de Jesús. Él piensa en un Mesías glorioso, lleno de poder y de riqueza y no admite la igualdad. Aún no sabe lo que significa amor, pues no deja que Jesús se lo manifieste.

Jesús ha expresado la grandeza de su amor y nos da igualmente la medida de ese amor: igual que yo he hecho con vosotros, haced también vosotros. La medida de nuestro amor a los demás es la medida en que Jesús nos ha amado y esto que parece imposible se puede hacer realidad si nos identificamos con él. Así como se sentía Pablo identificado con Jesús, hasta poder decir: No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).

Dios es amor

Una experiencia de oración: La meditación de la noche

Dios es amor. Esta es la expresión más alta que podemos decir de Dios y es también la que más nos permite penetrar en su intimidad. Porque nos descubre que Dios no es un ser solitario en su inmensidad y eternidad, sino una familia, una comunidad, donde hay comunicación mutua, entrega recíproca, diálogo eterno, vida que se da.

Y no hay tampoco una expresión más grande sobre el hombre que la que nos enseña Gn 1,26, donde se nos dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. La imagen de Dios que es el hombre nos ayuda a comprender mejor lo que somos nosotros. Personas creadas por amor y para el amor, el diálogo sincero, la entrega generosa, la donación sin reservas. Sin amor el hombre no puede realizarse como ser personal y la más grande frustración que éste puede experimentar en su vida es el fracaso en el amor. Pero, sobre todo, el amor distingue al cristiano de los demás hombres:

Amarás a tu prójimo como a ti mismo Se le acercó uno de los escribas ... que le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús contestó: el primero es: "Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas". El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Mayor que éstos no hay mandamiento alguno (/Mc/12/28-31. cfr /Mt/22/34-40. /Lc/10/27). Aparentemente no hay mucha originalidad en esta respuesta. El Antiguo Testamento había enseñado lo mismo en Dt 6,4-6 y en Lev 19,18. Pero lo importante y decisivo de esta enseñanza de Jesús está en que el pone en el mismo nivel dos mandamientos que en el Antiguo Testamento estaban separados, tienen el mismo rango en el Nuevo. Además hay una diferencia fundamental en la formulación de la antigua Ley respecto de la nueva. Para los judíos prójimo era solamente el que pertenecía a la misma familia, o a la misma tribu o al mismo pueblo. Los extranjeros y paganos estaban excluidos. El Nuevo Testamento en cambio no hace distinciones. Prójimo es todo hombre, no importa su raza, su condición social, ni siquiera su religión como lo demuestra la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37).

Amar a los demás como amamos a Cristo Pero todavía podemos avanzar más. En el segundo grado la medida de nuestra caridad a los demás es el amor con que amamos a Jesús. Nos lo enseña la escena final que nos trae Mateo en el capítulo 25,31-46. Allí nuestro amor a Jesús se mide por el que profesamos al prójimo, porque el Señor se ha identificado con el hombre, especialmente con el más pobre, enfermo, marginado, etc. Es lo que dice Cristo a Pablo en el camino de Damasco: Yo soy Jesús, a quien tu persigues (Hech 9,5). Pablo creía perseguir sólo a los cristianos, pero en ellos perseguía a Cristo.

Amar como Cristo nos ha amado Hemos subido un peldaño, porque ya no es una medida humana la que nos sirve para calibrar nuestro amor, sino una realidad que está por encima de nosotros. Si Jesús no nos hubiese revelado eso, no lo creeríamos, hasta lo consideraríamos blasfemo, porque está más allá de nuestra comprensión. Parecería que hubiésemos agotado los grados del amor, pero todavía nos falta ascender más. En el tercer grado la medida de nuestra caridad es el amor que Cristo nos tiene. Parece inaudito pero así lo ha proclamado el mismo Jesús. Un mandamiento nuevo os doy que os améis unos a otros; como yo os he amado así también amaos mutuamente (/Jn/13/34). Esta afirmación, a primera vista, está por encima de nuestras posibilidades. Cristo es Dios, nosotros somos simples mortales. No podemos ponernos en el mismo plano, pero , si Jesús lo afirma es porque esto debe estar a nuestro alcance; y lo está porque por el bautismo comienza en nosotros un proceso de identificación con el Señor que va en aumento. Como Pablo nosotros deberíamos poder afirmar: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20), si sabemos amar, porque no somos nosotros los que amamos sino Cristo que está en nosotros.

Amar como se aman las personas de la Trinidad

¿Hemos llegado al más alto grado el amor? ¿Podemos añadir algo más? Sí. Todavía Jesús nos señala un horizonte infinito, como infinito es Dios en su amor y en su unidad. Nos estamos acercando a un abismo de grandeza y bondad que está muy lejos de nuestras capacidades. No podemos leer sin estremecernos estas palabras de Cristo pronunciadas después de haber hablado de amor a los enemigos: Sed, pues perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,48). Esto rompe toda medida y todo criterio humano. Y todavía hay más pasajes. En la oración sacerdotal, uno de cuyos temas es el de la unidad de los cristianos, Jesús propone como modelo de esa unidad la que existe entre él y el Padre: Pero no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

Aquí tocamos los linderos de la mística y de la más alta perfección cristiana. Se nos propone como modelo de unidad la que existe en la Trinidad. El amor hace la unidad en la Trinidad, cuyo diálogo no se agota, ni su mutua donación se interrumpe. Sólo cuando nos amemos de verdad el mundo podrá reconocer que Cristo es el enviado del Padre y que nosotros somos sus discípulos: si tenéis caridad unos para con otros (Jn 13,35).

Alguien ha dicho que el cristianismo ha fracasado porque no ha sido capaz de establecer un orden de justicia, de paz y de amor en el mundo. Pero el que esto afirma no conoce la verdadera esencia de nuestra religión. Esta no ha fracasado, ni ha fracasado tampoco el amor. Los que hemos fracasado somos los hombres que no hemos sido capaces de vivir nuestra fe hasta sus últimas consecuencias y con toda su radicalidad. No hemos podido entender que el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, porque quien ama a Dios, ame también su hermano (1 Jn 4,21).

El día en que nos decidamos a ensayar el amor, después de haber experimentado el derrumbe de tantas ideologías que prometían un paraíso en la tierra, entonces podemos esperar un nuevo amanecer para el mundo, una transformación de nuestras costumbres y relaciones, un surgir de la paz, fruto de la justicia. ¿Será esto posible? ¿No es acaso una utopía más que nos puede ilusionar sin llegar a nada concreto? Para los hombres es imposible, no para el amor.

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WebJCP | Abril 2007