La noticia de la resurrección de Cristo ilumina el tránsito de toda existencia. La luz encendida en la noche oscura de la esclavitud, del desierto, del exilio, de la desesperanza, del pecado, del límite, incluso de la muerte, ha resistido el vendaval de todas las tormentas y huracanes de la vida y definitivamente podemos albegar la esperanza de atravesar toda intemperie con la lámpara luminosa, porque la soledad, el vértigo frente al abismo y la muerte han sido vencidos.
Si el pueblo elegido experimentó la esclavitud, también cantó su liberación, guiado por la nube protectora y luminosa. Si fue deportado, también se vio restablecido y superó la prueba del horno encendido. Si padeció hambre y sed, gustó, al alba de cada día, el regalo del pan gratuito y de frescos manantiales. Si fueron muchos los enemigos que atacaron su andadura, superó todas las batallas, hasta alcanzar la tierra de la promesa.
No sólo nos vemos reflejados en la gran historia bíblica del pueblo escogido. Jesucristo nos ofrece en su cuerpo herido, muerto y sepultado, devuelto a la vida, triunfador del sepulcro, la clave para iluminar nuestra mortalidad y todas nuestras preguntas sobre el sentido de la existencia.
El dolor, la cruz, la prueba, hasta la muerte reciben en la mañana de Pascua el resplandor de su transformación en semilla de gloria.
Ante el acontecimiento de Jesucristo resucitado, el creyente enciende la lámpara interior que le permite trocar la humillación en humildad; la debilidad, en fortaleza; la ultimidad, en primacía; el llanto, en alegría; la pérdida, en ganancia; la muerte, en vida.
Quienes gozan del don de la fe, por la resurrección de Cristo, consolidan su esperanza, y en el sabor amargo de todas las pruebas, pregustan el anticipo de la dulzura divina.
La Pascua nos permite aceptar nuestro límite, porque en él se nos dejará sentir la mano tendida de quien resucitó a Jesús de entre los muertos. La miseria será ocasión de misericordia; la humillación, de exaltación; la impotencia nos hará conscientes del don.
Desde la resurrección de Cristo, la vida del creyente, asociada a la mortalidad de Jesús, se convierte en profecía de su misma Pascua. Por la fe se nos regala el don de volverlo todo en motivo de esperanza y de agradecimiento.
¡Feliz Pascua florida!
Si el pueblo elegido experimentó la esclavitud, también cantó su liberación, guiado por la nube protectora y luminosa. Si fue deportado, también se vio restablecido y superó la prueba del horno encendido. Si padeció hambre y sed, gustó, al alba de cada día, el regalo del pan gratuito y de frescos manantiales. Si fueron muchos los enemigos que atacaron su andadura, superó todas las batallas, hasta alcanzar la tierra de la promesa.
No sólo nos vemos reflejados en la gran historia bíblica del pueblo escogido. Jesucristo nos ofrece en su cuerpo herido, muerto y sepultado, devuelto a la vida, triunfador del sepulcro, la clave para iluminar nuestra mortalidad y todas nuestras preguntas sobre el sentido de la existencia.
El dolor, la cruz, la prueba, hasta la muerte reciben en la mañana de Pascua el resplandor de su transformación en semilla de gloria.
Ante el acontecimiento de Jesucristo resucitado, el creyente enciende la lámpara interior que le permite trocar la humillación en humildad; la debilidad, en fortaleza; la ultimidad, en primacía; el llanto, en alegría; la pérdida, en ganancia; la muerte, en vida.
Quienes gozan del don de la fe, por la resurrección de Cristo, consolidan su esperanza, y en el sabor amargo de todas las pruebas, pregustan el anticipo de la dulzura divina.
La Pascua nos permite aceptar nuestro límite, porque en él se nos dejará sentir la mano tendida de quien resucitó a Jesús de entre los muertos. La miseria será ocasión de misericordia; la humillación, de exaltación; la impotencia nos hará conscientes del don.
Desde la resurrección de Cristo, la vida del creyente, asociada a la mortalidad de Jesús, se convierte en profecía de su misma Pascua. Por la fe se nos regala el don de volverlo todo en motivo de esperanza y de agradecimiento.
¡Feliz Pascua florida!
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