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domingo, 11 de marzo de 2012

No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.



En la década de los años 60, los llamados «teólogos de la muerte de Dios» profetizaron la rápida desaparición de la fe en Dios y el espectacular derrumbe de lo religioso en la sociedad moderna.
Apenas han pasado unos años, y ya ha perdido toda actualidad aquella moda teológica. Dios no ha muerto. Lo religioso sigue persistiendo, y la fe no parece abocada a una rápida desaparición.

Sin duda, la crisis religiosa es profunda y se plantea en las raíces mismas de nuestra civilización. Pero no se puede afirmar ligeramente que lo religioso esté desapareciendo para siempre. Si se escucha el parecer de sociólogos y teólogos, se diría casi lo contrario. «Desde el punto de vista de los datos reales, no hay razones para pensar que la religiosidad en general, y la práctica religiosa en concreto, estén en vías de desaparición, sino más bien de todo lo contrario».

El interés por el misterio, la atracción por ciertas prácticas de piedad, el acercamiento a los sacramentos en los momentos más decisivos de la vida (Bautismo, Matrimonio, funeral) no han descendido como se esperaba.

Pero, uno no puede menos de hacerse la pregunta: ¿qué hay tras esa religiosidad? ¿qué se esconde en esa liturgia? ¿qué se busca a través de ese culto? ¿con qué Dios se encuentran estos hombres y mujeres en el templo?

La actuación de Jesús en el templo de Jerusalén nos pone en guardia frente a posibles ambigüedades, ambivalencias y manipulaciones de lo cultual.

También nosotros hemos de preguntarnos en qué hemos convertido «la casa del Padre». ¿Son nuestras iglesias lugar donde nos encontramos con el Padre de todos, que nos urge a preocuparnos de los hermanos, o el lugar en que tratamos de poner a Dios al servicio de nuestros intereses egoístas?

¿Qué son nuestras celebraciones? ¿Un encuentro con el Dios vivo de Jesucristo que nos impulsa a construir su reino y buscar su justicia, o la puesta en práctica de unos mecanismos de los que esperamos obtener efectos tranquilizadores?

¿Qué son nuestros encuentros dominicales? ¿Una escucha sin-cera de las exigencias y las promesas del evangelio y una celebración de nuestro compromiso de fraternidad, o el cumplimiento de una obligación rutinaria y aburrida que nos permite una «cierta seguridad» ante Dios?

Sólo hay una manera de que nuestras iglesias sean «casa del Padre»: celebrar un culto que nos comprometa a vivir como hermanos.

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WebJCP | Abril 2007