Jesús “curó a muchos enfermos de diversos males”. Marcos al comienzo de su evangelio destaca la cercanía de Jesús con los enfermos, con algo tan nuestro como es el dolor.
¿Por qué el dolor? ¿por qué las crisis, las calamidades que nos atormentan? ¿Dios las quiere, las permite? Nuestras repuestas a veces vacías, a veces interesadas, siempre con la duda de estar topando con un misterio. Mil razones, ¿para suprimir, tolerar, para asumir el dolor?.
Dios nos ha creado por amor, nos da la vida, nos da su Espíritu, lo más parecido a Él de toda la creación, Dios nos hizo hijos suyos, a su imagen y semejanza. Vivimos envueltos en el amor de Dios, nuestra plena realización será participar de su gloria.
Aunque en el proyecto de Dios no entra el dolor, nos ha creado libres, (¿hay algún ser humano que quiera renunciar a su libertad?), nosotros somos capaces de escoger nuestro destino, capaces de realizar en nuestra vida lo bueno y lo malo, capaces de introducir el dolor.
Dios envía a su Hijo, Jesús nuestro hermano, hombre como nosotros, que conoció en su vida nuestras limitaciones humanas, nuestros dolores. Él vivió derramando amor sobre los que sufren, quitando el dolor a los enfermos, lo sufrió en su propia persona. Su muerte en la cruz es la culminación de una vida para superar nuestros egoísmos y vilezas, nuestros pecados. Ante su muerte exclamó: “Padre no se haga mi voluntad sino la tuya”. Jesús en su vida nos hace pensar en el misterio del dolor.
Hoy vivimos conscientes de la existencia de una crisis, de un sufrimiento generalizado, que nos castiga a toda la humanidad de diversas formas, algunas alcanzando niveles insoportables. No podemos culpar a Dios. Son dolores que provocamos libremente los seres humanos creando para nuestro provecho injusticias terriblemente dolorosas. No podemos resignarnos a que haya minorías que secuestren impunemente el fruto de tantos sudores, de tantos esfuerzos y se condene a millones de personas en nuestro mundo al paro, a la explotación, a perder lo honestamente ganado, a morir de hambre, a vivir en la angustia, anunciada a diario con toda su crudeza, pero olvidado a sus provocadores.
El empeño por erradicar las injusticias, el sufrimiento humano, por eliminar sus causas según nuestras posibilidades, es un compromiso de quien se ha decidido a seguir a Jesús, Él lo anunció en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, bienaventurados los que trabajan por la paz, de ellos es el Reino de los cielos”.
Seguir a Jesús, es participar en acciones contra las consecuencias del mal, las injusticias, el hambre, la pobreza, el dolor. Cuando nos acercamos a los que sufren, allí está especialmente Jesús. El buscar el dolor para nosotros mismos, no quitarlo para los demás, pudiéndolo hacer, no es solo una estupidez, es una maldad.
Difícilmente podemos declinar nuestra responsabilidad y nuestra culpa, mayor o menor, si no hacemos algo por remediar los males cuya solución esté en nuestras manos. Hemos de ver las oportunidades que tenemos para quitar el dolor cercano, inmediato, también el alejado. Seamos misericordiosos, nos lo pide Jesús. Acerquémonos al dolor para quitarlo, no pongamos dolor, miseria, ni hambre.
Pero hay también otro dolor que nos llega sin intervención de la libertad humana, somos mortales, frágiles, limitados, es también dolor humano, del ser limitado, un dolor que será nuestro, no lo busquemos nunca, porque llegará, nos llegará a todos, en la vida todos tropezamos con nuestros límites que nos traen dolor, con su final la muerte.
Cuando suframos así, Jesús resucitado, presente siempre en nuestra vida, está junto a nosotros, posa también su mano junto a nuestro dolor.
Decía Francisco de Asís, que el dolor es lo más verdaderamente nuestro que podemos presentarle, es lo único que Dios no puede darnos, Dios no da dolor ni sufrimiento, porque, si alguna acción buena puede salir de nuestras manos, es el Espíritu de Jesús quien nos inspira. Jesús nos acompaña en nuestro sufrimiento, en el sufrimiento de nuestra debilidad, estará con nosotros especialmente en el sufrimiento último al abrirnos la puerta que nadie puede cerrar, la puerta que nos abre al gozo que ha pensado para que siempre vivamos con Él.
El gran teólogo, Bonhoeffer, ensalza el valor del fracaso y del dolor, es la dimensión salvadora y divinizadora, el valor supremo del dolor mediante el cual Jesús-Dios manifiesta su amor y su grandeza. También en el dolor nos realizamos los humanos. Dios nos acompaña en el dolor. Dios permite el dolor para que surja el amor. El dolor despierta compasión, solidaridad. El dolor despierta amor.
Cuando nos llegue el dolor, recordemos el dolor de Jesús. Fue un dolor causado por el odio, por quienes sintieron que la buena noticia que Jesús presentó, era una denuncia de sus injusticias, de sus pecados.
Dios Padre, que estuvo presente en el dolor de su Hijo, estará presente en nuestro dolor. El “hágase tu voluntad” de su oración en el Huerto ha de tener en nosotros una respuesta de confianza total en el Padre que nos abre la puerta de su gozo, de nuestra vida en el gozo pleno de Dios.
No olvidemos las últimas palabras de Marcos que hemos escuchado hoy: “de madrugada, Jesús se marchó al descampado y allí se puso a orar”.
El seguir a Jesús en este encuentro con Dios en la oración, sabiéndonos portadores de la fuerza del Espíritu que Jesús nos comunica, es absolutamente necesario para afrontar los problemas, los sufrimientos, las injusticias que hacen sufrir; es necesario para estar dispuestos como Jesús a curar, a sanar, a ayudar a vivir como Dios nuestro Padre espera de nosotros, aceptando el dolor que nos acompañará sin buscarlo, para aceptar el misterio del dolor.
Con seguridad Dios nos hará participar de su voluntad de salvación. Sus palabras y su vida fueron una invitación para trabajar con él, para vivir siguiendo el camino que él trazó con su cercanía, buscando los remedios para liberar a los que sufren de sus dolores, para liberar nuestra vida social de los egoísmos, de la codicia, de las injusticias que traen la miseria, el hambre, destruyen vida impidiendo el desarrollo auténticamente humano querido por Dios.
Nuestra esperanza, nuestro destino es participar un día de la gloria de Dios, sin penas ni dolores, sin males ni muerte. Esta vida nuestra termina en la nueva vida, que se ha llamado, la nueva creación.
¿Por qué el dolor? ¿por qué las crisis, las calamidades que nos atormentan? ¿Dios las quiere, las permite? Nuestras repuestas a veces vacías, a veces interesadas, siempre con la duda de estar topando con un misterio. Mil razones, ¿para suprimir, tolerar, para asumir el dolor?.
Dios nos ha creado por amor, nos da la vida, nos da su Espíritu, lo más parecido a Él de toda la creación, Dios nos hizo hijos suyos, a su imagen y semejanza. Vivimos envueltos en el amor de Dios, nuestra plena realización será participar de su gloria.
Aunque en el proyecto de Dios no entra el dolor, nos ha creado libres, (¿hay algún ser humano que quiera renunciar a su libertad?), nosotros somos capaces de escoger nuestro destino, capaces de realizar en nuestra vida lo bueno y lo malo, capaces de introducir el dolor.
Dios envía a su Hijo, Jesús nuestro hermano, hombre como nosotros, que conoció en su vida nuestras limitaciones humanas, nuestros dolores. Él vivió derramando amor sobre los que sufren, quitando el dolor a los enfermos, lo sufrió en su propia persona. Su muerte en la cruz es la culminación de una vida para superar nuestros egoísmos y vilezas, nuestros pecados. Ante su muerte exclamó: “Padre no se haga mi voluntad sino la tuya”. Jesús en su vida nos hace pensar en el misterio del dolor.
Hoy vivimos conscientes de la existencia de una crisis, de un sufrimiento generalizado, que nos castiga a toda la humanidad de diversas formas, algunas alcanzando niveles insoportables. No podemos culpar a Dios. Son dolores que provocamos libremente los seres humanos creando para nuestro provecho injusticias terriblemente dolorosas. No podemos resignarnos a que haya minorías que secuestren impunemente el fruto de tantos sudores, de tantos esfuerzos y se condene a millones de personas en nuestro mundo al paro, a la explotación, a perder lo honestamente ganado, a morir de hambre, a vivir en la angustia, anunciada a diario con toda su crudeza, pero olvidado a sus provocadores.
El empeño por erradicar las injusticias, el sufrimiento humano, por eliminar sus causas según nuestras posibilidades, es un compromiso de quien se ha decidido a seguir a Jesús, Él lo anunció en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, bienaventurados los que trabajan por la paz, de ellos es el Reino de los cielos”.
Seguir a Jesús, es participar en acciones contra las consecuencias del mal, las injusticias, el hambre, la pobreza, el dolor. Cuando nos acercamos a los que sufren, allí está especialmente Jesús. El buscar el dolor para nosotros mismos, no quitarlo para los demás, pudiéndolo hacer, no es solo una estupidez, es una maldad.
Difícilmente podemos declinar nuestra responsabilidad y nuestra culpa, mayor o menor, si no hacemos algo por remediar los males cuya solución esté en nuestras manos. Hemos de ver las oportunidades que tenemos para quitar el dolor cercano, inmediato, también el alejado. Seamos misericordiosos, nos lo pide Jesús. Acerquémonos al dolor para quitarlo, no pongamos dolor, miseria, ni hambre.
Pero hay también otro dolor que nos llega sin intervención de la libertad humana, somos mortales, frágiles, limitados, es también dolor humano, del ser limitado, un dolor que será nuestro, no lo busquemos nunca, porque llegará, nos llegará a todos, en la vida todos tropezamos con nuestros límites que nos traen dolor, con su final la muerte.
Cuando suframos así, Jesús resucitado, presente siempre en nuestra vida, está junto a nosotros, posa también su mano junto a nuestro dolor.
Decía Francisco de Asís, que el dolor es lo más verdaderamente nuestro que podemos presentarle, es lo único que Dios no puede darnos, Dios no da dolor ni sufrimiento, porque, si alguna acción buena puede salir de nuestras manos, es el Espíritu de Jesús quien nos inspira. Jesús nos acompaña en nuestro sufrimiento, en el sufrimiento de nuestra debilidad, estará con nosotros especialmente en el sufrimiento último al abrirnos la puerta que nadie puede cerrar, la puerta que nos abre al gozo que ha pensado para que siempre vivamos con Él.
El gran teólogo, Bonhoeffer, ensalza el valor del fracaso y del dolor, es la dimensión salvadora y divinizadora, el valor supremo del dolor mediante el cual Jesús-Dios manifiesta su amor y su grandeza. También en el dolor nos realizamos los humanos. Dios nos acompaña en el dolor. Dios permite el dolor para que surja el amor. El dolor despierta compasión, solidaridad. El dolor despierta amor.
Cuando nos llegue el dolor, recordemos el dolor de Jesús. Fue un dolor causado por el odio, por quienes sintieron que la buena noticia que Jesús presentó, era una denuncia de sus injusticias, de sus pecados.
Dios Padre, que estuvo presente en el dolor de su Hijo, estará presente en nuestro dolor. El “hágase tu voluntad” de su oración en el Huerto ha de tener en nosotros una respuesta de confianza total en el Padre que nos abre la puerta de su gozo, de nuestra vida en el gozo pleno de Dios.
No olvidemos las últimas palabras de Marcos que hemos escuchado hoy: “de madrugada, Jesús se marchó al descampado y allí se puso a orar”.
El seguir a Jesús en este encuentro con Dios en la oración, sabiéndonos portadores de la fuerza del Espíritu que Jesús nos comunica, es absolutamente necesario para afrontar los problemas, los sufrimientos, las injusticias que hacen sufrir; es necesario para estar dispuestos como Jesús a curar, a sanar, a ayudar a vivir como Dios nuestro Padre espera de nosotros, aceptando el dolor que nos acompañará sin buscarlo, para aceptar el misterio del dolor.
Con seguridad Dios nos hará participar de su voluntad de salvación. Sus palabras y su vida fueron una invitación para trabajar con él, para vivir siguiendo el camino que él trazó con su cercanía, buscando los remedios para liberar a los que sufren de sus dolores, para liberar nuestra vida social de los egoísmos, de la codicia, de las injusticias que traen la miseria, el hambre, destruyen vida impidiendo el desarrollo auténticamente humano querido por Dios.
Nuestra esperanza, nuestro destino es participar un día de la gloria de Dios, sin penas ni dolores, sin males ni muerte. Esta vida nuestra termina en la nueva vida, que se ha llamado, la nueva creación.
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