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MISIONEROS EN CAMINO: Palabra de Misión: El Reino de Dios no se parece a ninguna religión / Vigésimosexto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 21, 28-32 / 25.09.11
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sábado, 24 de septiembre de 2011

Palabra de Misión: El Reino de Dios no se parece a ninguna religión / Vigésimosexto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 21, 28-32 / 25.09.11



La liturgia dominical católica continúa con la imagen de la viña. El capítulo 21 de Mateo ya está situado geográficamente en Jerusalén (cf. Mt. 21, 1). Ha terminado el camino de subida a la ciudad santa, se ha terminado la Galilea de los gentiles, los días pasados a orillas del Mar, las casas de los amigos y el clima campesino. Jesús ha ingresado a la ciudad capital para no volver a salir de allí. Es la ciudad que mata los profetas, el monte del Templo, la sede de los sumos sacerdotes y los ancianos de Israel. Jerusalén es, en términos socio-económicos, la sede del poder. Como cualquier capital del mundo, es un punto neurálgico donde se reúnen los poderosos para decidir el futuro de miles de personas. En unos pocos residentes de la ciudad cabecera descansa el destino del campesinado, de la clase trabajadora, de los pobres y de los mendigos. Jesús lo sabe, no es ingenuo. Ha subido a Jerusalén sabiendo que sube a la cuna del poder, desde donde se digita la política que afecta al pueblo, desde donde enviaron espías para enterarse de sus acciones (cf. Mt. 15, 1). Jerusalén ha estado teñida por la sombra desde el inicio del Evangelio según Mateo. Es desde Jerusalén que el rey Herodes se opone al pequeño nacido que podría ser el Mesías (cf. Mt. 2, 3), y los anuncios de la pasión repiten incesantemente que en Jerusalén debe morir Jesús (cf. Mt. 16, 21; Mt. 20, 17-18). Mateo, literariamente, conecta la Jerusalén de Herodes que quiere matar al pequeño nacido con la Jerusalén del Jesús adulto que entra triunfal y mesiánico. En Mt. 2, 3 se dice que Jerusalén se alborotó (tarasso) con la noticia del nacimiento del Mesías, y en Mt. 21, 10 que Jerusalén tembló (seio) cuando entró este hombre montado en asna. Si bien los verbos son diferentes, la idea es similar: hay movimiento, turbación, preguntas, idas y venidas. Este personaje viene a alterar el estado de las cosas. Altera a Herodes, asustado por la competencia a su trono. Altera a la capital de Judea, por definición superior a Galilea, de donde proviene este campesino con ideas novedosas sobre el Reino de Dios. Los dirigentes de Israel conocen a Jesús. Han enviado espías, están informados sobre su actividad, sobre lo que dice y proclama. Algunos historiadores del Jesús histórico prefieren la opción de un Jesús que es desconocido en Jerusalén, un completo extraño, y que ingresa a la ciudad santa haciéndose conocido de los poderosos por sus últimas acciones dentro de la capital. Otros se inclinan a pensar que los dirigentes conocían a Jesús, al menos vagamente y en lo básico: reúne gente, tiene seguidores más o menos incondicionales, lleva una vida extravagante entre pobres y marginales, tiene una actitud crítica frente a la Ley. A ese Jesús esperan. Ha entrado a Jerusalén. Su actividad ya no está restringida a los poblados y aldeas de Galilea. Ha hecho el camino. Si Jesús no es ingenuo, tampoco lo son los dirigentes: los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. No cambiará su mensaje por encontrarse en las puertas del Templo. Al contrario, lo más probable es que su mensaje se intensifique.

Mateo ha organizado tres parábolas que parecen dirigirse con especificidad a los dirigentes religiosos. La primera es la que leemos hoy, la segunda es la de los viñadores homicidas (cf. Mt. 12, 33-43) y la tercera es la de los invitados a la boda (cf. Mt. 22, 1-14). En medio de estas parábolas, Mateo recuerda que los sumos sacerdotes y los fariseos se reconocen como destinatarios negativos de las parábolas (cf. Mt. 21, 45) y que deciden detener de una buena vez a Jesús (cf. Mt. 21, 46). De esta manera, el autor plasma la situación del Maestro en Jerusalén. No lo desanimó la gran ciudad, sino que proyectó con fuerza su mensaje. No lo calló la grandeza del Templo ni la presencia más elocuente de los dirigentes. Habló de frente y sin frenos. Las imágenes eran claras para sus oyentes. La viña y el banquete de bodas. En el caso de las dos primeras parábolas, incluida la que leemos hoy, la viña es el símbolo fundamental. En el Antiguo Testamento, Israel es la viña del Señor (cf. Is. 5, l-7; Jer. 12, 10-11; Ez. 19, 10-14; Os. 10, 1). A esa metáfora se agrega la del padre y el hijo, también símbolo veterotestamentario de la relación entre Yahvé e Israel (cf. Dt. 8, 5; Dt. 14, 1; Dt. 32, 6; Sal. 68, 5; Is. 1, 1-9; Os. 11, 1). La traslación parece fácil: Dios envía a unos de sus hijos a trabajar el Reino, o sea, hacerlo concreto en una forma particular de vida; unos hijos le dicen y le perjuran que irán, que concretarán el Reino, que cumplirán la voluntad del Padre, pero en la realidad no lo hacen; otro grupo dice que no abiertamente, rechaza esta idea de trabajar la viña, de hacer el Reino, pero sus acciones dicen lo contrario. Los manuscritos tienen variaciones en el orden de los hijos. Algunas veces está primero el que se niega y otras tantas está primero el que acepta. De todas maneras, el contraste es evidente. Y para los oyentes es fácil darse cuenta. Basta mirar la realidad que los circunda en la misma Jerusalén. Hay religiosos que pagan el diezmo, participan de las actividades cultuales, rezan las veces indicadas para cada día, ayunan, y sin embargo, detrás de ese sí estereotipado hay un rechazo del meollo del Reino, una desatención de los pobres y excluidos, una inerte tendencia a no cambiar las cosas, no revertir la injusticia. En el otro extremo están los pecadores públicos, los del no rotundo, que no participan en el Templo, no ayunan ni pagan diezmo, llevan profesiones dudosas, y sin embargo han entendido por dónde camina el Reino. El empleo de señor que utiliza el hijo que no va recuerda Mt. 7, 21: “No son los que me dicen: ‘Señor, Señor’, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. La parábola que leemos hoy podría ser, tranquilamente, el apéndice explicatorio de la expresión conservada en el sermón del monte.

Este contrapunto entre el hijo que parece obediente, pero no lo es, y el otro que parece desobediente, pero termina obedeciendo, alcanza su ápice en la declaración final de Jesús. Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes (fariseos y sumos sacerdotes) al Reino. La declaración tiene un alcance inmediato histórico: Jesús, rodeado de publicanos y prostitutas (cf. Mt. 9, 10-13), come con ellos en símbolo del Reino, y los incorpora plenos al pueblo de Dios, mientras los dirigentes religiosos que rechazan a Jesús y su Evangelio, están rechazando el Reino. El segundo alcance es eclesiológico: Mateo, conservando esta frase jesuánica, le recuerda a su comunidad que en el Reino la prioridad es para los excluidos. Tanto publicanos como prostitutas son marginados sociales. El publicano (telones) es el cobrador de impuestos (aunque la palabra también se utilizaba para los que cobraban entrada en los prostíbulos, de donde puede venir la asociación entre publicanos y prostitutas), individuo poco estimado entre los israelitas porque sirve al Imperio, es empleado de los opresores, y porque para sobrevivir debe añadir al precio del impuesto un agregado que se guarda para él. Los publicanos no eran personas ricas (a diferencia de los jefes publicanos, o architelones, que sí lo eran), sino empleados públicos que ganaban lo que podían juntar de comisión de los impuestos cobrados. A la par, las prostitutas fueron siempre marginadas, por su profesión y por su condición de mujeres. Muchas veces se llamaba prostituta a cualquier mujer que entrase a una comida de varones. Pues bien, estos marginado sociales, considerados desheredados del Reino, ni siquiera hijos de Dios, son puestos como ejemplo por Jesús. Ellos preceden a los religiosos en el Reino, entran antes a la realidad salvífica, entienden y acogen mejor el Evangelio. Los dirigentes religiosos, los que están empecinados en el ayuno, los servicios cultuales, la religión estereotipada hacia fuera, terminan obstaculizando su propia acogida del Reino.

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Hay un peligro en la religión estereotipada, y ese peligro es el obstáculo que el estereotipo causa. La legalidad de la relación con Dios crea un sistema donde los puros son los que cumplen la ley religiosa al pie de la letra, y los demás son impuros. Se forma el grupo de los de adentro y el grupo de los de afuera. Ese sistema es sostenible para religiones basadas en constituciones dogmáticas, pero no para el Evangelio del Reino. El Reino de Dios no se parece a ninguna religión, sino a una comunidad de hijos de Dios. Pero la medida de los hijos es la acogida de los hermanos. Cuando un hijo se cree superior y deshereda por decreto a otro hijo, no se está comportando debidamente. Aún si todos los días va a visitar a su padre para decirle que lo ama y que ama a su hermano. Si en la práctica, el hermano está marginado, ese no es un buen hijo. Con nosotros pasa lo mismo. Nos creemos hijos perfectos y, por lo tanto, con el derecho a excomulgar, a decidir quién puede ser hijo y quién no. Pero resulta que nuestro propio ritual de hijos (nuestra asistencia al culto dominical, nuestras políticas de recepción de los sacramentos, nuestros ayunos de viernes) muchas veces no refleja nuestra vida como hijos. Porque en el templo y a la noche al pie de la cama, todos amamos a los demás, pero en la cotidianeidad, al hermano estigmatizado no le quitamos el estigma.

La Iglesia no puede conformarse con sus hijos justos. Eso lo puede hacer cualquier religión. La religión del Reino es aquella donde los marginados sociales ingresan primero y ocupan los primeros puestos. La Iglesia de Jesús debe ser la Iglesia de los publicanos y las prostitutas. Aunque alimente el escándalo. Si ellos entran primero al Reino, nosotros deberíamos seguirlos.

El reduccionismo de creer que la expresión de Jesús invita a estafar a los demás y prostituirse no puede ser más paupérrimo. El espíritu de la frase de Jesús es la invitación a convertirse en marginado social, convertirse en lo que representa el publicano y la prostituta para el sistema religioso, convertirse en lo que representan los huérfanos que piden monedas en la calle para la sociedad urbanizada, convertirse en lo que representa el homosexual para el oficialismo eclesial, convertirse en lo que representa el trabajador en negro para el sistema capitalista. De eso se trata. De llegar en la misión a una identificación tan patente con los marginados, que con orgullo podamos recibir el desprecio de los que, con la frente en alto, se dicen hijos legítimos de Dios.

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WebJCP | Abril 2007