La Eucaristía está marcada por una serie de verbos “dar” y “entregar”, “derramar”. “Cuerpo entregado”, “Sangre derramada”. Pero se pueden dar muchas cosas y no dar nada. Porque no da nada quien solo da cosas, de lo que tiene. Sólo da de verdad quien se “da a sí mismo”.
“Yo soy el pan.” Pan que se hace carne y vino que se hace sangre.
Por eso la Eucaristía implica un doble dinamismo: Una comunión con quien se da y una comunión con aquel a quien nos damos. Ambas comuniones son fundamentales. No hay verdadera comunión con aquel a quien recibimos, sino no entramos en comunión con aquellos a quienes nos damos. Así la Eucaristía es el símbolo y también la razón de nuestra comunión con Dios y de nuestra comunión con los hermanos.
Hemos reducido demasiado el comulgar a unirnos a Dios, a vivir en comunión con Dios, pero no vivimos con la misma intensidad la otra dimensión de unirnos a los demás. Por eso mismo, comulgar es mucho más que un acto de piedad para nosotros sentirnos buenos y vivir nuestra relación con Dios. Jesús no se hizo pan ni se hizo carne, ni derramó su sangre por Él mismo, ni siquiera por el Padre, sino para darse y entregar a los demás.
La Eucaristía vivida de verdad es fuente de tres comuniones a la vez. La comunión con Dios, la comunión de la Iglesia y la comunión con los hombres. Así la Eucaristía es como cuando el padre de familia pone el pan en la mesa y come de él toda la familia, se alimenta toda la familia y se establecen relaciones no solo con el papá que nos lo regala, sino también con todos los miembros de la familia. Lo hacemos pensando también en aquellos que no tienen pan en su mesa y somos capaces de compartir nuestro pan.
Siento que hemos hecho de la comunión algo demasiado simple y rutinario. Creo que fue San Francisco de Sales quien dijo que una sola comunión era suficiente para hacernos santos. Es que en cada comunión compartimos la vida misma de Dios. Y la vida de Dios no es una vida en que Él vive encerrado sobre sí mismo. La vida de Dios es una vida compartida trinitariamente. La vida de Dios es una vida que quiere ser compartida con todos los hombres. “Este es el cáliz de mi sangre que será derramada por todos los hombres.” Por eso comulgar es algo más que sentir un fervorcillo espiritual, es entrar en una vida nueva y en un dinamismo nuevo, es entrar en relación con todos. Porque la Eucaristía es el único pan que no tiene propietario alguno, sino que es el pan que se comparte con todos. Todos están invitados a esa mesa sin excluir a nadie.
La vida humana comienza cuando somos concebidos en el seno materno, pero cuándo comienza la vida eterna en nosotros? Tenemos la idea de que la vida eterna comienza cuando termina nuestra vida terrenal, es decir, después de la muerte. Morimos y ahí comienza la otra vida. El caso es que todos nos quedamos contentos con esta lectura.
Sin embargo, Jesús parece decirnos otra cosa. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” No dice “tendrá vida eterna”, sino que dice “tiene vida eterna”. Por tanto, la vida eterna ya la llevamos dentro de nosotros mismos. Cada vez que comulgamos y comemos la carne eucarística de Jesús ya tenemos la vida eterna en nosotros. Todavía no podrá manifestarse plenamente hasta la resurrección, pero lo eterno ya está y comienza ahora en nosotros, y en cada comunión se hace más vida.
La muerte no es el comienzo de la vida eterna. Es como el grano de trigo que lleva dentro ese germen blanco y la muerte es como la ruptura de la cáscara del grano que hace posible ese germen blanco pueda brotar, hacerse tallo y florecer en espiga.
Por eso mismo, comulgar debiera significar para nosotros ver y mirar la muerte de otra manera. Como una especie de fiesta de la vida, como una celebración de la vida que hace florecer lo que ya hace años llevábamos dentro. No entiendo cómo es posible comulgar tantas veces y luego tener tanto miedo a la muerte, como si tuviésemos miedo a la vida nueva que ya llevamos en germen en nuestro corazón. La comunión solo tiene sentido si comulgamos para tener vida. Por eso la comunión debiera ser como el despertar ese deseo y esa ansia de morir para vivir plenamente.
Pascal en una de sus Cartas a Mademoiselle de Roanez escribe: “Permaneció oculto bajo el velo de la naturaleza que lo cubrió hasta la encarnación; y, cuando fue necesario que apareciera, volvió a esconderse cubriéndose con la humanidad. Era mucho más reconocible cuando era invisible que cuando se hizo visible. Y, finalmente, cuando quiso cumplir la promesa que había hecho a sus apóstoles de permanecer con los hombres hasta su última venida, eligió permanecer en el secreto más extraño y más oscuro de todos, el de las especies eucarísticas… yo creo que Isaías lo veía en este estado cuando dijo en espíritu de profecía: “Verdaderamente, tú eres un Dios escondido.” (Is 45.15) Este es el último secreto en el que puede estar.”
Es curioso cómo Dios se revela y manifiesta ocultándose. Primero, en la encarnación. Segundo, en su condición humana. Tercero, en la presencia de las apariciones. Luego, en el pan y el vino de la Eucaristía. Para, finalmente, esconderse y revelarse en cada una de nuestras vidas. Lo humano esconde, pero también revela y manifiesta. Cada uno escondemos y revelamos a la vez. Lo mostramos en la Hostia cuando lo exponemos a la adoración. ¿Por qué no lo adoramos en cada uno que lo recibe en comunión? ¿No tendríamos que ponernos también de rodillas delante de cada comulgante? ¿Acaso cuando comulgamos no somos también esa custodia que lo expone en la calle y en el hogar? Muchos comulgáis antes de ir a la oficina. ¿No seréis las Custodias donde Cristo se debiera adorar también en esos lugares de trabajo?
HOY VIVE PARA LOS DEMÁS
Nunca serás más que cuando te olvidas de ti, dejas de pensar en ti, dejas de ser para ti y te haces todo para los demás. Porque sólo entonces vivirás en y desde el amor.
Sé y vive hoy para los demás. La luz no es para sí misma. La luz no necesita ver. Ella está ahí para que otros vean. Una luz que sólo alumbrase para sí misma terminaría apagándose y además nadie la vería.
Sé y vive hoy para los demás. Tus ojos no ven para ellos mismos, ellos no necesitan ver, están ahí para que tú puedas ver y contemplar las cosas.
Sé y vive hoy para los demás. Tus oídos no necesitan escuchar música alguna, sólo sirven para que tú puedas recrearte escuchándola y deleitándote con ella.
Sé y vive hoy para los demás. Tu lengua nunca se habla a sí misma, sólo sirve para que tú puedas hablar con los demás, contarles tus cosas a los demás, expresarles tus sentimientos, decirles cuánto los amas. Arriésgate a darte a los demás, es el único riesgo que bien merece la pena correr. Ese fue el riesgo de Dios.
Sé y vive hoy para los demás. El perfume no huele mientras está tapado y cerrado en el pomo, sólo se le percibe cuando alguien abre el frasco y se lo echa.
Sé y vive hoy para los demás. ¿Temes que así tú no llegues a ser nunca nada? Te equivocas. Tú no eres más quedándote dentro de ti sino compartiéndote. El mismo Jesús dice de sí mismo: "Yo he venido para que tengan vida y una vida abundante." Yo entrego mi vida... la doy.
No me resisto a dejar de citar un poema que el filósofo, autodeclarado ateo, Unamuno escribió. Cuando los ateos dejan de enredarse en sus filosofías y escuchan su corazón, ¡hasta los ateos hablan como creyentes!
“Amor de ti nos quema, blanco cuerpo:
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la palabra creadora,
que se hizo carne, fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre,
¡oh Cordero de Dios!, manjar te quiere;
quiere saber sabor de tus redaños,
comer tu corazón, y que su pulpa
como maná celeste se derrita
sobre el ardor de nuestra seca lengua;
que no es gozar en ti; es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
para vivir muerte de vida.
de nuestra seca lengua;
que no es gozar en ti; es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
para vivir muerte de vida.
Tus brazos abriendo como en muestra
de entrega amoroso nos repites:
“¡Venid, comed, tomad: este es mi cuerpo”!
Carne de Dios, Verbo encarnado, encarna
nuestra divina hambre carnal en ti”.
(Miguel de Unamuno)
“Yo soy el pan.” Pan que se hace carne y vino que se hace sangre.
Por eso la Eucaristía implica un doble dinamismo: Una comunión con quien se da y una comunión con aquel a quien nos damos. Ambas comuniones son fundamentales. No hay verdadera comunión con aquel a quien recibimos, sino no entramos en comunión con aquellos a quienes nos damos. Así la Eucaristía es el símbolo y también la razón de nuestra comunión con Dios y de nuestra comunión con los hermanos.
Hemos reducido demasiado el comulgar a unirnos a Dios, a vivir en comunión con Dios, pero no vivimos con la misma intensidad la otra dimensión de unirnos a los demás. Por eso mismo, comulgar es mucho más que un acto de piedad para nosotros sentirnos buenos y vivir nuestra relación con Dios. Jesús no se hizo pan ni se hizo carne, ni derramó su sangre por Él mismo, ni siquiera por el Padre, sino para darse y entregar a los demás.
La Eucaristía vivida de verdad es fuente de tres comuniones a la vez. La comunión con Dios, la comunión de la Iglesia y la comunión con los hombres. Así la Eucaristía es como cuando el padre de familia pone el pan en la mesa y come de él toda la familia, se alimenta toda la familia y se establecen relaciones no solo con el papá que nos lo regala, sino también con todos los miembros de la familia. Lo hacemos pensando también en aquellos que no tienen pan en su mesa y somos capaces de compartir nuestro pan.
Siento que hemos hecho de la comunión algo demasiado simple y rutinario. Creo que fue San Francisco de Sales quien dijo que una sola comunión era suficiente para hacernos santos. Es que en cada comunión compartimos la vida misma de Dios. Y la vida de Dios no es una vida en que Él vive encerrado sobre sí mismo. La vida de Dios es una vida compartida trinitariamente. La vida de Dios es una vida que quiere ser compartida con todos los hombres. “Este es el cáliz de mi sangre que será derramada por todos los hombres.” Por eso comulgar es algo más que sentir un fervorcillo espiritual, es entrar en una vida nueva y en un dinamismo nuevo, es entrar en relación con todos. Porque la Eucaristía es el único pan que no tiene propietario alguno, sino que es el pan que se comparte con todos. Todos están invitados a esa mesa sin excluir a nadie.
¿CUÁNDO COMIENZA LA VIDA ETERNA?
La vida humana comienza cuando somos concebidos en el seno materno, pero cuándo comienza la vida eterna en nosotros? Tenemos la idea de que la vida eterna comienza cuando termina nuestra vida terrenal, es decir, después de la muerte. Morimos y ahí comienza la otra vida. El caso es que todos nos quedamos contentos con esta lectura.
Sin embargo, Jesús parece decirnos otra cosa. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” No dice “tendrá vida eterna”, sino que dice “tiene vida eterna”. Por tanto, la vida eterna ya la llevamos dentro de nosotros mismos. Cada vez que comulgamos y comemos la carne eucarística de Jesús ya tenemos la vida eterna en nosotros. Todavía no podrá manifestarse plenamente hasta la resurrección, pero lo eterno ya está y comienza ahora en nosotros, y en cada comunión se hace más vida.
La muerte no es el comienzo de la vida eterna. Es como el grano de trigo que lleva dentro ese germen blanco y la muerte es como la ruptura de la cáscara del grano que hace posible ese germen blanco pueda brotar, hacerse tallo y florecer en espiga.
Por eso mismo, comulgar debiera significar para nosotros ver y mirar la muerte de otra manera. Como una especie de fiesta de la vida, como una celebración de la vida que hace florecer lo que ya hace años llevábamos dentro. No entiendo cómo es posible comulgar tantas veces y luego tener tanto miedo a la muerte, como si tuviésemos miedo a la vida nueva que ya llevamos en germen en nuestro corazón. La comunión solo tiene sentido si comulgamos para tener vida. Por eso la comunión debiera ser como el despertar ese deseo y esa ansia de morir para vivir plenamente.
LO INVISIBLE SE HACE VISIBLE
Pascal en una de sus Cartas a Mademoiselle de Roanez escribe: “Permaneció oculto bajo el velo de la naturaleza que lo cubrió hasta la encarnación; y, cuando fue necesario que apareciera, volvió a esconderse cubriéndose con la humanidad. Era mucho más reconocible cuando era invisible que cuando se hizo visible. Y, finalmente, cuando quiso cumplir la promesa que había hecho a sus apóstoles de permanecer con los hombres hasta su última venida, eligió permanecer en el secreto más extraño y más oscuro de todos, el de las especies eucarísticas… yo creo que Isaías lo veía en este estado cuando dijo en espíritu de profecía: “Verdaderamente, tú eres un Dios escondido.” (Is 45.15) Este es el último secreto en el que puede estar.”
Es curioso cómo Dios se revela y manifiesta ocultándose. Primero, en la encarnación. Segundo, en su condición humana. Tercero, en la presencia de las apariciones. Luego, en el pan y el vino de la Eucaristía. Para, finalmente, esconderse y revelarse en cada una de nuestras vidas. Lo humano esconde, pero también revela y manifiesta. Cada uno escondemos y revelamos a la vez. Lo mostramos en la Hostia cuando lo exponemos a la adoración. ¿Por qué no lo adoramos en cada uno que lo recibe en comunión? ¿No tendríamos que ponernos también de rodillas delante de cada comulgante? ¿Acaso cuando comulgamos no somos también esa custodia que lo expone en la calle y en el hogar? Muchos comulgáis antes de ir a la oficina. ¿No seréis las Custodias donde Cristo se debiera adorar también en esos lugares de trabajo?
HOY VIVE PARA LOS DEMÁS
Nunca serás más que cuando te olvidas de ti, dejas de pensar en ti, dejas de ser para ti y te haces todo para los demás. Porque sólo entonces vivirás en y desde el amor.
Sé y vive hoy para los demás. La luz no es para sí misma. La luz no necesita ver. Ella está ahí para que otros vean. Una luz que sólo alumbrase para sí misma terminaría apagándose y además nadie la vería.
Sé y vive hoy para los demás. Tus ojos no ven para ellos mismos, ellos no necesitan ver, están ahí para que tú puedas ver y contemplar las cosas.
Sé y vive hoy para los demás. Tus oídos no necesitan escuchar música alguna, sólo sirven para que tú puedas recrearte escuchándola y deleitándote con ella.
Sé y vive hoy para los demás. Tu lengua nunca se habla a sí misma, sólo sirve para que tú puedas hablar con los demás, contarles tus cosas a los demás, expresarles tus sentimientos, decirles cuánto los amas. Arriésgate a darte a los demás, es el único riesgo que bien merece la pena correr. Ese fue el riesgo de Dios.
Sé y vive hoy para los demás. El perfume no huele mientras está tapado y cerrado en el pomo, sólo se le percibe cuando alguien abre el frasco y se lo echa.
Sé y vive hoy para los demás. ¿Temes que así tú no llegues a ser nunca nada? Te equivocas. Tú no eres más quedándote dentro de ti sino compartiéndote. El mismo Jesús dice de sí mismo: "Yo he venido para que tengan vida y una vida abundante." Yo entrego mi vida... la doy.
CUANDO LOS ATEOS HABLAN
No me resisto a dejar de citar un poema que el filósofo, autodeclarado ateo, Unamuno escribió. Cuando los ateos dejan de enredarse en sus filosofías y escuchan su corazón, ¡hasta los ateos hablan como creyentes!
“Amor de ti nos quema, blanco cuerpo:
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la palabra creadora,
que se hizo carne, fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre,
¡oh Cordero de Dios!, manjar te quiere;
quiere saber sabor de tus redaños,
comer tu corazón, y que su pulpa
como maná celeste se derrita
sobre el ardor de nuestra seca lengua;
que no es gozar en ti; es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
para vivir muerte de vida.
de nuestra seca lengua;
que no es gozar en ti; es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
para vivir muerte de vida.
Tus brazos abriendo como en muestra
de entrega amoroso nos repites:
“¡Venid, comed, tomad: este es mi cuerpo”!
Carne de Dios, Verbo encarnado, encarna
nuestra divina hambre carnal en ti”.
(Miguel de Unamuno)
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