Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 7, 6. 12-14
Jesús dijo a sus discípulos:
No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos.
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran.
Abram y Lot «no podían vivir juntos» y «ya no cabían juntos». Resulta que dos personas que comparten la misma sangre, padre e hijo -aunque curiosamente en este texto se tratan como «hermanos»-, tienen un serio problema: se les queda pequeño el terreno que pisan porque ambos tenían inmensas posesiones, y sus respectivos pastores se enganchan en diversas disputas.
Es más común y cercana esta experiencia de lo que parece en una lectura rápida. Se trata de la «competencia» entre personas cualificadas que pisan el mismo «terreno».
En teoría debiera alegrarnos el éxito, la prosperidad, la buena suerte de los más cercanos a nosotros (familia, comunidad, grupo de amigos, etc)... pero la competencia hace de las suyas, y como hemos aprendido a «valorarnos» por el aplauso ajeno, cualquiera que nos pueda hacer un poco de sombra... nos molesta. Porque si el otro lohace «mejor que yo» o es valorado «más que yo»... entonces es que yo lo hago peor,incluso que yo «soy» peor. Cuando es mi vecino de al lado el que triunfa, mi hermano de comunidad, mi compañero de apostolado, otro miembro de mi mismo equipo... siento en mí como un toque de tristeza e incluso de resentimiento, porque con su triunfo ha hecho sombra al mío. Y entonces, aunque me cueste reconocerlo, el otro se convierte en mi rival. Quizá le felicitamos, decimos de puertas afuera que nos alegra su triunfo, su prestigio... pero ocultamente, interiormente... muchas veces nuestros sentimientos reales van por otro lado.
Y los «pastores»; es decir, las personas que dependen de nosotros (llámense hijos, personas de «mi» grupo, de mi «movimiento religioso», etc) lo detectan... y con frecuencia se enfrentan, descalifican, compiten entre sí....
Cuanto más unido esté el grupo, cuando más se comparta el mismo «terreno», cuanto más se esté codo con codo, cuanto más dura e intensamente se trabaje... más fáciles son los roces. Es posible que le ayude, que me dé cuenta de sus auténticos méritos... pero si no es un verdadero amigo, aunque sea mi «hermano» (que siempre lo es, como nos explica la historia de Caín)... la envidia puede echar sus fuertes raíces.
¿Y entonces? Pues el primer paso, como hacen Abram y Lot es reconocérselo uno a sí mismo. Seguidamente, atreverse a reconocerlo delante del otro: entre nosotros hay conflictos. No quiere decir que ninguno de los dos esté actuando mal: es un tema de corazón, de sentimientos. No debiera ser así, preferiría que no fuese así... ¡pero lo es! Hay que atreverse a hablarlo, y pensar juntos alguna solución: quizá repartirse las tareas, buscar un «espacio» que nos separe, un «terreno» distinto. Ya dice el refrán que no es conveniente que haya dos gallos en el mismo corral. Pero si esto no fuera posible... uno siempre puede hacer el esfuerzo, el ejercicio... de no dejarse llevar por estos desagradables sentimientos. No suele estar en mi mano hacer que éstos desaparezcan, no dependen de mi voluntad ni de mi bondad, ni de... Pero sí está en mi mano controlar las acciones negativas que pudieran brotar de ellos. Y también está en mi mano procurar que nuestros respectivos «pastores» no compitan entre sí...
En resumen, toda una tarea para que nuestra valía personal no dependa de nuestro trabajo, de nuestros éxitos, de nuestras «riquezas». También la tarea para que nuestro esfuerzo personal y pastoral lo vivamos no en soledad, sino en compañía amistosa: el amor no es envidioso, como nos recordaba San Pablo. La tarea de reconocer con humildad nuestras propias limitaciones y pecados. Y la tarea de dejarnos enseñar por el padre del hijo pródigo: conviene que te alegres, porque tu hermano..., que su fiesta sea, sinceramente, nuestra fiesta. No se trata de que mi hermano me haya quitado una parte de la herencia, o que ocupe un puesto en la casa: sino que es mi hermano, y está conmigo. Difícil, a veces, pero necesario. Es otro modo de vivir y de sentir.
No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos.
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran.
Abram y Lot «no podían vivir juntos» y «ya no cabían juntos». Resulta que dos personas que comparten la misma sangre, padre e hijo -aunque curiosamente en este texto se tratan como «hermanos»-, tienen un serio problema: se les queda pequeño el terreno que pisan porque ambos tenían inmensas posesiones, y sus respectivos pastores se enganchan en diversas disputas.
Es más común y cercana esta experiencia de lo que parece en una lectura rápida. Se trata de la «competencia» entre personas cualificadas que pisan el mismo «terreno».
En teoría debiera alegrarnos el éxito, la prosperidad, la buena suerte de los más cercanos a nosotros (familia, comunidad, grupo de amigos, etc)... pero la competencia hace de las suyas, y como hemos aprendido a «valorarnos» por el aplauso ajeno, cualquiera que nos pueda hacer un poco de sombra... nos molesta. Porque si el otro lohace «mejor que yo» o es valorado «más que yo»... entonces es que yo lo hago peor,incluso que yo «soy» peor. Cuando es mi vecino de al lado el que triunfa, mi hermano de comunidad, mi compañero de apostolado, otro miembro de mi mismo equipo... siento en mí como un toque de tristeza e incluso de resentimiento, porque con su triunfo ha hecho sombra al mío. Y entonces, aunque me cueste reconocerlo, el otro se convierte en mi rival. Quizá le felicitamos, decimos de puertas afuera que nos alegra su triunfo, su prestigio... pero ocultamente, interiormente... muchas veces nuestros sentimientos reales van por otro lado.
Y los «pastores»; es decir, las personas que dependen de nosotros (llámense hijos, personas de «mi» grupo, de mi «movimiento religioso», etc) lo detectan... y con frecuencia se enfrentan, descalifican, compiten entre sí....
Cuanto más unido esté el grupo, cuando más se comparta el mismo «terreno», cuanto más se esté codo con codo, cuanto más dura e intensamente se trabaje... más fáciles son los roces. Es posible que le ayude, que me dé cuenta de sus auténticos méritos... pero si no es un verdadero amigo, aunque sea mi «hermano» (que siempre lo es, como nos explica la historia de Caín)... la envidia puede echar sus fuertes raíces.
¿Y entonces? Pues el primer paso, como hacen Abram y Lot es reconocérselo uno a sí mismo. Seguidamente, atreverse a reconocerlo delante del otro: entre nosotros hay conflictos. No quiere decir que ninguno de los dos esté actuando mal: es un tema de corazón, de sentimientos. No debiera ser así, preferiría que no fuese así... ¡pero lo es! Hay que atreverse a hablarlo, y pensar juntos alguna solución: quizá repartirse las tareas, buscar un «espacio» que nos separe, un «terreno» distinto. Ya dice el refrán que no es conveniente que haya dos gallos en el mismo corral. Pero si esto no fuera posible... uno siempre puede hacer el esfuerzo, el ejercicio... de no dejarse llevar por estos desagradables sentimientos. No suele estar en mi mano hacer que éstos desaparezcan, no dependen de mi voluntad ni de mi bondad, ni de... Pero sí está en mi mano controlar las acciones negativas que pudieran brotar de ellos. Y también está en mi mano procurar que nuestros respectivos «pastores» no compitan entre sí...
En resumen, toda una tarea para que nuestra valía personal no dependa de nuestro trabajo, de nuestros éxitos, de nuestras «riquezas». También la tarea para que nuestro esfuerzo personal y pastoral lo vivamos no en soledad, sino en compañía amistosa: el amor no es envidioso, como nos recordaba San Pablo. La tarea de reconocer con humildad nuestras propias limitaciones y pecados. Y la tarea de dejarnos enseñar por el padre del hijo pródigo: conviene que te alegres, porque tu hermano..., que su fiesta sea, sinceramente, nuestra fiesta. No se trata de que mi hermano me haya quitado una parte de la herencia, o que ocupe un puesto en la casa: sino que es mi hermano, y está conmigo. Difícil, a veces, pero necesario. Es otro modo de vivir y de sentir.
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