Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 3, 16-18
Dijo Jesús:
Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
El que cree en Él, no es condenado;
el que no cree, ya está condenado,
porque no ha creído
en el nombre del Hijo único de Dios.
El misterio de Dios supera infinitamente lo que la mente humana puede captar. Pero Dios ha creado nuestro corazón con un deseo infinito de buscarle de tal manera que no encontrará descanso más que en él. Nuestro corazón con su deseo insaciable de amar y ser amado nos abre un resquicio para intuir el misterio inefable de Dios.
En las páginas del delicioso relato de El Principito escrito por Antoine Saint-Exupéry se hace esta admirable afirmación: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos».
Es una forma bella de exponer la intuición de los teólogos medievales que ya entonces decían en sus escritos: «Ubi amor, ibi est oculus»: «donde reina el amor, allí hay ojos que saben ver». San Agustín lo había dicho también de un modo más directo: «Si ves el amor, ves la Trinidad».
Cuando el cristianismo habla de la Trinidad quiere decir que Dios, en su misterio más íntimo, es amor compartido.
Dios no es una idea oscura y abstracta; no es una energía oculta, una fuerza peligrosa; no es un ser solitario y sin rostro, apagado e indiferente; no es una sustancia fría e impenetrable. Dios es Ternura desbordante de amor.
Ese Dios trinitario es fuente y cumbre de toda ternura. La ternura inscrita en el ser humano tiene su origen y su meta en la Ternura que constituye el misterio de Dios. Por eso, la ternura no es un sentimiento más; es signo de madurez y vitalidad interior; brota en un corazón libre, capaz de ofrecer y de recibir amor, un corazón «parecido» al de Dios.
La ternura es sin duda la huella más clara de Dios en la creación; lo mejor que ha desarrollado la historia humana; lo que mide el grado de humanidad y comprensión de una persona. Esta ternura se opone a dos actitudes muy difundidas en nuestra cultura: la «dureza de corazón» entendida como barrera, como muro, como apatía e indiferencia ante el otro; el «repliegue sobre uno mismo», el egocentrismo, la soberbia, la ausencia de solicitud y cuidado del otro.
El mundo se encuentra ante una grave alternativa entre una cultura de la ternura y, por tanto, del amor y de la vida, o una cultura del egoísmo, y por tanto, de la indiferencia, la violencia y la muerte. Quienes creen en la Trinidad saben qué han de promover.
Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
El que cree en Él, no es condenado;
el que no cree, ya está condenado,
porque no ha creído
en el nombre del Hijo único de Dios.
El misterio de Dios supera infinitamente lo que la mente humana puede captar. Pero Dios ha creado nuestro corazón con un deseo infinito de buscarle de tal manera que no encontrará descanso más que en él. Nuestro corazón con su deseo insaciable de amar y ser amado nos abre un resquicio para intuir el misterio inefable de Dios.
En las páginas del delicioso relato de El Principito escrito por Antoine Saint-Exupéry se hace esta admirable afirmación: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos».
Es una forma bella de exponer la intuición de los teólogos medievales que ya entonces decían en sus escritos: «Ubi amor, ibi est oculus»: «donde reina el amor, allí hay ojos que saben ver». San Agustín lo había dicho también de un modo más directo: «Si ves el amor, ves la Trinidad».
Cuando el cristianismo habla de la Trinidad quiere decir que Dios, en su misterio más íntimo, es amor compartido.
Dios no es una idea oscura y abstracta; no es una energía oculta, una fuerza peligrosa; no es un ser solitario y sin rostro, apagado e indiferente; no es una sustancia fría e impenetrable. Dios es Ternura desbordante de amor.
Ese Dios trinitario es fuente y cumbre de toda ternura. La ternura inscrita en el ser humano tiene su origen y su meta en la Ternura que constituye el misterio de Dios. Por eso, la ternura no es un sentimiento más; es signo de madurez y vitalidad interior; brota en un corazón libre, capaz de ofrecer y de recibir amor, un corazón «parecido» al de Dios.
La ternura es sin duda la huella más clara de Dios en la creación; lo mejor que ha desarrollado la historia humana; lo que mide el grado de humanidad y comprensión de una persona. Esta ternura se opone a dos actitudes muy difundidas en nuestra cultura: la «dureza de corazón» entendida como barrera, como muro, como apatía e indiferencia ante el otro; el «repliegue sobre uno mismo», el egocentrismo, la soberbia, la ausencia de solicitud y cuidado del otro.
El mundo se encuentra ante una grave alternativa entre una cultura de la ternura y, por tanto, del amor y de la vida, o una cultura del egoísmo, y por tanto, de la indiferencia, la violencia y la muerte. Quienes creen en la Trinidad saben qué han de promover.
0 comentarios:
Publicar un comentario