Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 6, 7-15
Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera:
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
que se haga tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
No nos dejes caer en la tentación,
sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.
No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús.
La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado.
Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos.
La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones. Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios con aquellos que nos rodean: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación; y su Victoria sobre el malo.
Por eso no sólo hemos de considerar a los demás como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Pidámosle al Señor que nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.
El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos.
Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Él y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo pecado, de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz.
Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria.
Amémonos los unos a los otros como Cristo nos ha amado a nosotros.
La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad.
Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a trabajar para que su Palabra salvadora llegue a todos los pueblos. Esta es la misión que Él nos ha confiado.
Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no vengamos con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor.
Despertemos en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre.
Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo, difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre sino que nos quiere como hijos suyos, fraternalmente unidos por el amor.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo, podamos producir abundantes frutos de salvación para el mundo entero. Amén.
Homiliacatolica.com
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera:
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
que se haga tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
No nos dejes caer en la tentación,
sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.
Compartiendo la Palabra
No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos en el Nombre de Jesús.
La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios como nuestro Padre. Por eso, antes que nada necesitamos convertirnos de nuestros pecados para unirnos, con un corazón indiviso, a Cristo. Quien se atreva a dirigirse al Padre en Nombre de Jesús, pero con el corazón manchado por la maldad, difícilmente podrá ser escuchado.
Y no sólo hemos de ponernos en paz con Dios; también hemos de ponernos en paz con nuestro prójimo, no sólo perdonándole, sino aceptándole nuevamente en nuestro corazón, como Dios nos perdona y nos acepta como hijos suyos.
La oración del Padre nuestro, que hoy nos enseña Jesús, no es sólo un llamar Padre a Dios y esperar de su providencia sus dones. Es, antes que nada, un compromiso que nos lleva a caminar en el amor como hijos suyos y a compartir los dones de Dios con aquellos que nos rodean: su Santidad, su Reino, su Voluntad salvadora, su Pan, su Perdón, su Fortaleza para no dejarnos vencer por la tentación; y su Victoria sobre el malo.
Por eso no sólo hemos de considerar a los demás como nuestros prójimos, sino como hermanos nuestros. Pidámosle al Señor que nos dé un corazón renovado por su Espíritu, para que en verdad nos manifestemos como hijos suyos por medio de nuestras buenas obras.
El Señor nos reúne en la celebración de esta Eucaristía como un Padre que tiene en torno suyo a sus hijos. Dios nos quiere libres de toda división. Nos quiere santos, como Él es Santo. Tal vez vengamos con infinidad de peticiones y con la esperanza de ser escuchados por el Señor. ¿Venimos con el corazón en paz con Dios y en paz con el prójimo? Por eso, antes que nada nos hemos de humillar ante el Señor Dios nuestro, siempre rico en misericordia para con todos.
Reconozcamos nuestras culpas y pidámosle perdón con un corazón sincero, dispuesto a retornar a Él y a dejarse guiar por su Espíritu. Vengamos libres de todo pecado, de todo odio y de toda división. Vengamos como hermanos que viven en paz y que trabajan por la paz.
Y no sólo vivamos esa unidad querida por Cristo con los miembros de su Iglesia que nos hemos reunido en esta ocasión, sino con todas las personas, especialmente con aquellas con las que entramos continuamente en contacto en la vida diaria.
Amémonos los unos a los otros como Cristo nos ha amado a nosotros.
La Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros no puede quedar infecunda en nuestra propia vida. Dios nos quiere como criaturas nuevas; más aún, nos quiere como hijos suyos, amados por Él por nuestra fidelidad a su voluntad.
Así, transformados en Cristo, el Señor nos quiere enviar para que vayamos al mundo a trabajar para que su Palabra salvadora llegue a todos los pueblos. Esta es la misión que Él nos ha confiado.
Y cuando volvamos nuevamente a reunirnos en torno al Señor para celebrar la Eucaristía, no vengamos con las manos vacías. La Iglesia tiene como misión hacer que nuestro mundo sea fecundo en buenas obras. Ganar a todos para Cristo es lo que está en el horizonte final de nuestra fe en el Señor.
Despertemos en nosotros no sólo el deseo de volver a Cristo, sino el deseo de darlo a conocer a todos para que todos no sólo lo invoquen, sino que lo tengan en verdad por Padre.
Llevar a Cristo a los demás no sólo debe ser una tarea evangelizadora con las palabras. Si no sabemos compartir con los demás nuestros bienes, si no trabajamos para que desaparezca el mal en el mundo, difícilmente podremos decir que somos el Reino y Familia de ese Dios que no sólo se nos manifiesta como Padre sino que nos quiere como hijos suyos, fraternalmente unidos por el amor.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de abrir nuestro corazón a la escucha fiel de su Palabra, para meditarla amorosamente y para que, entendiéndola, fortalecidos con el Espíritu Santo, podamos producir abundantes frutos de salvación para el mundo entero. Amén.
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