Hace unos días volvía a una ciudad a la que no había ido hace bastantes años.
Buscaba una calle, sabía en qué zona estaba, allí dirigí mis pasos, pero llegado al lugar era incapaz de encontrar la calle.
Di vueltas y vueltas sin resultado. Así que cansado de buscar por mi cuenta pregunté a la primera persona que encontré: “Perdone, usted sabe dónde está la calle…”
La respuesta me sorprendió: “No está lejos, ¿si quiere le acompaño?” Evidentemente acepté. Recorrimos más de 1 kilómetro, mientras charlábamos de distintos temas, hasta que me dejó al inicio de la calle.
Cuando le quise dar las gracias… no me las aceptó. Me dijo: “es lo mínimo que podía hacer”.
A la noche pensando en lo que me había pasado, recordé la experiencia de un misionero en una isla de Oceanía que publicamos en las páginas de esta revista hace más de 20 años.
El misionero contaba que llevaba años en su misión. Sentía con dolor que casi nadie hiciera caso al mensaje que él llevaba.
Convocó a las comunidades de su misión y les soltó una reflexión consecuencia de su frustración.
Era algo así: “Yo dejé mi país, mi cultura, mi nivel de vida para compartir mi fe y mi vida con ustedes. Sin embargo ustedes, erre que erre, siguen con sus tradiciones y no me hacen caso”.
Uno de los ancianos le respondió: “Perdone, pero ninguno de nosotros le pedimos que viniera aquí. Fue su decisión. Los resultados, o lo que usted sienta, no son responsabilidad nuestra. Si la opción fue suya, asuma las consecuencias”.
Comentaba el misionero que se quedó sin palabras. Y aprendió una gran lección.
No tenía derecho a exigir o pedir algo a cambio de su opción.
La acción misionera de la Iglesia ha de ser totalmente gratuita. Como gratuita es la acción de Dios a favor de los hombres.
En tiempos en que la misión de la Iglesia se está replanteando su forma de actuar, la gratuidad es uno de los valores esenciales a recuperar.
La Pascua nos recuerda la gratuidad de Dios al enviar a su Hijo, la gratuidad de su Hijo al dar la vida por amor a la humanidad.
Pero en nuestra sociedad lo gratuito ha perdido todo su valor. Nos mueven valores económicos y comerciales: te doy, me das…
Actuar pensando “te doy sin esperar nada a cambio”, rara vez se encuentra.
Sin embargo ésa es la lógica del Evangelio y la lógica de la misión: te doy lo que soy y lo que tengo sin importarme cuál sea tu respuesta.
Quisiera que tu respuesta fuera positiva, porque de esa manera tú serías más feliz. Pero lo que te ofrezco no depende de tu respuesta, es la expresión natural de mi amor incondicional.
En la misión debemos recuperar ese sentido de gratuidad. Y si en nuestras relaciones personales, familiares y sociales lo recuperásemos, sin duda todos saldríamos ganando.
Hay quienes siguen identificando la misión con la ayuda a los pobres (y lo es), pero los valores que encierra la misión nos ayudan a nosotros a vivir de forma más humana nuestra existencia de cada día. Vivir desde la gratuidad, sin duda nos haría más felices.
Buscaba una calle, sabía en qué zona estaba, allí dirigí mis pasos, pero llegado al lugar era incapaz de encontrar la calle.
Di vueltas y vueltas sin resultado. Así que cansado de buscar por mi cuenta pregunté a la primera persona que encontré: “Perdone, usted sabe dónde está la calle…”
La respuesta me sorprendió: “No está lejos, ¿si quiere le acompaño?” Evidentemente acepté. Recorrimos más de 1 kilómetro, mientras charlábamos de distintos temas, hasta que me dejó al inicio de la calle.
Cuando le quise dar las gracias… no me las aceptó. Me dijo: “es lo mínimo que podía hacer”.
A la noche pensando en lo que me había pasado, recordé la experiencia de un misionero en una isla de Oceanía que publicamos en las páginas de esta revista hace más de 20 años.
El misionero contaba que llevaba años en su misión. Sentía con dolor que casi nadie hiciera caso al mensaje que él llevaba.
Convocó a las comunidades de su misión y les soltó una reflexión consecuencia de su frustración.
Era algo así: “Yo dejé mi país, mi cultura, mi nivel de vida para compartir mi fe y mi vida con ustedes. Sin embargo ustedes, erre que erre, siguen con sus tradiciones y no me hacen caso”.
Uno de los ancianos le respondió: “Perdone, pero ninguno de nosotros le pedimos que viniera aquí. Fue su decisión. Los resultados, o lo que usted sienta, no son responsabilidad nuestra. Si la opción fue suya, asuma las consecuencias”.
Comentaba el misionero que se quedó sin palabras. Y aprendió una gran lección.
No tenía derecho a exigir o pedir algo a cambio de su opción.
La acción misionera de la Iglesia ha de ser totalmente gratuita. Como gratuita es la acción de Dios a favor de los hombres.
En tiempos en que la misión de la Iglesia se está replanteando su forma de actuar, la gratuidad es uno de los valores esenciales a recuperar.
La Pascua nos recuerda la gratuidad de Dios al enviar a su Hijo, la gratuidad de su Hijo al dar la vida por amor a la humanidad.
Pero en nuestra sociedad lo gratuito ha perdido todo su valor. Nos mueven valores económicos y comerciales: te doy, me das…
Actuar pensando “te doy sin esperar nada a cambio”, rara vez se encuentra.
Sin embargo ésa es la lógica del Evangelio y la lógica de la misión: te doy lo que soy y lo que tengo sin importarme cuál sea tu respuesta.
Quisiera que tu respuesta fuera positiva, porque de esa manera tú serías más feliz. Pero lo que te ofrezco no depende de tu respuesta, es la expresión natural de mi amor incondicional.
En la misión debemos recuperar ese sentido de gratuidad. Y si en nuestras relaciones personales, familiares y sociales lo recuperásemos, sin duda todos saldríamos ganando.
Hay quienes siguen identificando la misión con la ayuda a los pobres (y lo es), pero los valores que encierra la misión nos ayudan a nosotros a vivir de forma más humana nuestra existencia de cada día. Vivir desde la gratuidad, sin duda nos haría más felices.
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