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martes, 26 de abril de 2011

Un Dios de todos y para todos


Publicado por Esquila Misional

–Testimonio del padre Alejandro Solalinde–

Esquila Misional (mayo de 2009, no. 646) presentó la cruda realidad que sufren los indocumentados centroamericanos a su paso por México. El tema no era nuevo, pero «salía a la luz» gracias al compromiso de gente y asociaciones que los ayudan, y de periodistas dedicados a la búsqueda de la verdad.
Con el asesinato a sangre fría de 72 inmigrantes centro y sudamericanos al norte de la República Mexicana a mediados de 2010, la opinión pública nacional e internacional constató el sucio negocio de bandas criminales que hacen a costa de los migrantes, quienes son extorsionados, incluso por parte de algunas autoridades. ¿Cómo reclamar a otros países sus injusticias contra indocumentados mexicanos, cuando aquí «masacramos», con actos o indiferencia, los sueños de hermanos centroamericanos que van de paso?
Policías, militares, bandas de delincuentes, funcionarios de migración, jueces, gobernadores, autoridades eclesiales y hasta cancilleres omiten o se coluden para intentar silenciar a las personas que, movidas por la fe o su buena voluntad, ayudan y rescatan a estos hermanos de las «garras de la muerte». Esto es lo que compartió en entrevista con Esquila Misional el padre Alejandro Solalinde Guerra, el «Ángel de los Migrantes».



«Un Dios de todos y para todos»

Los migrantes llegan tan cansados a la casa de Ixtepec, Oaxaca, que se recuestan boca abajo en el piso; traen sus pies descalzos y heridos porque les roban sus zapatos. Cuando no teníamos en este albergue cartones ni cobijas, yo lloraba y le decía a Dios: «Perdóname, ¿cómo es posible que te tengamos así?». Cuando uno se enfrenta a testimonios tan duros de violación a los derechos humanos, la sanación personal sólo puede explicarse con la gracia de Dios. Esto ha sido un martirio muy doloroso; sufro cuando los difaman y criminalizan por medio de las noticias; cuando llegan descalzos y sin todo lo que les dio su familia y «México» les quitó; sufro cuando vienen heridos o golpeados y me cuentan lo que les pasó. Nunca me he acostumbrado a ver sufrir a los hermanos; soy muy reactivo y no puedo contenerme; es la única forma de lograr justicia.

Un día entrevistaba a un matrimonio indígena guatemalteco mam para un programa de Radio. Ella relataba cómo habían sido asaltados por la policía federal: «Detuvieron el tren, era el segundo asalto del día, nos bajaron; separaron y aventaron a las mujeres, y, al revisarnos para buscar dinero, tocaban nuestras “partes”. Una vez en el suelo nos pusieron boca abajo y al alzar la cabeza para buscar a mi esposo, me bajaron la cara con sus botas y mi boca se llenó de tierra». Pregunté si sus autoridades los trataban así cuando hacían algo malo, a lo que respondieron: «Los indígenas no hacen eso. Te llevan a la cárcel y te dejan alguna actividad para que la gente te vea y te dé pena». Comencé a llorar.

Con estos testimonios constato también que muchas veces nuestra Iglesia es insensible. Me duele que algunos sacerdotes que habitan las grandes ciudades no conciencien a los fieles sobre el tema migratorio y que no hayan motivado a su comunidad para enviar siquiera un kilo de frijol al albergue. Dolorosamente, constato que mis hermanos pastores cristianos evangélicos han hecho más que algunos católicos. A veces me siento solo, y ha sido un martirio para mí el que digan que soy «pollero», que me lleno los bolsillos de dinero, que secuestro y trafico niños... Muchas instituciones me ponen trampas para quitarme autoridad moral; eso no me extraña, pero ¡que lo digan algunos de mis hermanos sacerdotes..!

«Con las manos al fuego»
El 24 de junio de 2008, un presidente municipal incitó a una turba para quemar el albergue ¡con nosotros dentro! El 27 de ese mes se realizó una reunión de cabildos amañados para cerrar definitivamente la casa, y el 30, mi obispo anterior me reunió con María Mercedes Gómez Mont, delegada del Instituto Nacional de Migración (INM) en Oaxaca y con dicho presidente municipal.

El obispo me dijo: «El presidente municipal me comentó que “le echara la mano” contigo, que te va a dar otro albergue a tres kilómetros de aquí, en un terreno muy grande» (donde el migrante nunca iría y donde no pudiéramos estorbar para hacer el negocio de este funcionario apoyado por su gobernador). Le dije al obispo que aceptaba encantado, porque ya tendría dos albergues, entonces me aclaró: «No, nada más uno». La señora del INM reiteró: «¿por qué no?». Le contesté que nadie iría ahí.

Como el obispo y la señora insistían, les dije: «Díganme si lo que me piden es sólo una sugerencia o una orden. Si es propuesta puedo escucharla, pero si es orden ¿a quién debo obedecer, a ustedes o a Cristo? ¿A ustedes o al episcopado mexicano que me puso como coordinador de la zona?». El prelado me dijo: «es sugerencia». Yo le respondí que como tal la escuchaba, pero no la aceptaba. La señora se fue enojadísima, y le dije al obispo, cuídese de que los poderosos no lo usen contra mí; no se vale que se preste a ese juego para que un día me maten. Tiempo después, él visitó la casa. Cuando lo llevé al sitio donde querían poner el nuevo albergue, le dije: Aquí los han asaltado, robado, violado... Aquí nunca se detendría el tren para que ellos lo aborden.



La alegría de servir
La alegría más grande que me ha dado esta experiencia, es ver contentos a los migrantes. Hace un par de meses, organizamos una «Caravana de Solidaridad» con los migrantes centroamericanos y que consistiría en subir a un tren con ellos y manifestarnos contra las injusticias a las que son sometidos. La Caravana iniciaría en el municipio de Arriaga, Chiapas, y como no nos dejaron subir al tren, debíamos recorrer 38 kilómetros ¡a pie! hasta la Casa del Migrante, ubicada en Chauites, Oaxaca, donde se realizaría una ceremonia. De repente nos llegó la solución «del cielo»: el helicóptero de Juan Sabines, gobernador de Chiapas, él bajó, saludó a cada uno de los migrantes y les dijo: «Sé que están cansados y deben llegar a Chauites; si se van a pie llegarán extenuados y no podrán estar en la ceremonia, entonces...». En eso interrumpió una periodista: «¿Usted los llevará sabiendo que son ilegales?». Él dijo: «Bueno, son irregulares, no ilegales y sé que va a haber críticas, pero no importa. La ayuda humanitaria es más importante y ya he ordenado que los lleven».

Él se fue en su helicóptero, pero aquí empezó lo maravilloso. Una caravana como de 90 autos de Protección Civil y patrullas de Caminos Federales nos escoltaban. Aquellos mismos que habían «asaltado» a los migrantes, ahora velaban por su seguridad. Yo le decía al Señor Jesús: ¡Qué increíble, fíjate cómo estabas acá humillado y ahora vas como rey!

¡Los inmigrantes eran como de la realeza! La gente quería tomarse fotos con ellos. Los 90 autos nos dejaron hasta la colindancia con Oaxaca donde nos despidieron con abrazos como a grandes personalidades, justo a escasos 30 metros de la garita de migración de Tapana, Oaxaca, que es muy corrupta y donde les han hecho de todo a los migrantes. Al pasar frente a la aduana no nos hicieron nada por dos razones: una, por los medios de comunicación, porque no son tontos y cuidan la imagen; y dos, porque la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) había pedido medidas cautelares a nivel federal y estatal para la caravana. Los agentes migratorios del grupo Beta llevaron atunes, agua y galletas a los migrantes. Me conmovió ver la alegría que tenían los indocumentados.

En Chauites, los inmigrantes fueron recibidos con tamales, pan y café; los alojaron en una especie de estadio de básquetbol techado, donde jugaron futbol hasta casi la una de la mañana. Uno de ellos me dijo: «Estamos cansados, pero estamos contentos; ¿cuándo nos habían tratado así, ¡como reyes!?».

A las 7 de la mañana del día siguiente, desayunó con ellos el gobernador de Oaxaca, Gabino Cué, quien además había ordenado se les diera servicio médico.



«Religiosos ateos» y «ateos creyentes»
He descubierto en el camino del migrante dos categorías de personas: los «religiosos ateos y los ateos creyentes». Los primeros son aquellos que rezan y realizan prácticas religiosas, pero su fe está «desarticulada» y no tienen compromiso con la vida social y política. Estas personas religiosas viven para rezar, pero que no rezan para servir. El Vaticano II habla de la relación de la fe con la vida; enseña que el templo no puede disociarse de la vida social.

La otra categoría me impresiona porque son la mayoría de los que se acercan a ayudar; los llamo «ateos creyentes» pues cuando platico con ellos me dicen que no son católicos ni profesan credo alguno, pero argumentan creer en Dios; otros sólo creen en la vida y en la naturaleza, pero a la hora de la hora sirven a la gente. Ellos escuchan respetuosamente mis charlas y me preguntan: «¿Por qué hace esto?». Sólo les digo que me inspira Jesús, que él me ha enviado y me pide que lo haga como Iglesia. Ellos me entienden aunque no lo crean, pero son quienes se muestran más solidarios, los que más trabajan, los que se arriesgan y van a mi albergue.

Cómo «hablarles» de Jesús
Creo que el lenguaje que deben entender es el del servicio, el cariño y el respeto. Lo primero que pido a los voluntarios que me ayudan es que traten bien y quieran a los migrantes. En la casa no hay derecho de antigüedad ni jerarquías. Aquí no hay privilegios.

Les hablo a través del respeto, porque llegan de diferentes iglesias cristianas y evangélicas, y algunos no tienen creencia alguna. Incentivo en público a que se sientan orgullosos de sus iglesias, elogio el nombre de su Iglesia y pido un fuerte aplauso para ella. Les ofrezco la Biblia y un espacio por si quieren hacer alabanzas, en las que participo con respeto. Si me dicen póstrese, me postró, si me dicen que cierre los ojos, los cierro. Tenemos una misa «ecuménica» en el albergue cada 8 días, en donde explico de qué se trata, y donde les recuerdo que somos la Iglesia que Cristo fundó; que «somos hijos de padres peleados» (Unitatis redintegratio).

Al momento de decir: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos los invitados a la mesa del Señor», algunos hermanos evangélicos se acercan a comulgar, yo no tengo corazón para decirles «a ti no te voy a dar». Bautizados sí están, pero no les voy a pedir que hagan la primera comunión, no sé si se confesaron, simplemente sé que necesitan de Jesús, y él es para todos. Un día le pregunté a uno, ¿tú comulgaste? Me contestó: «sí». Y ¿porqué lo hiciste?, le pregunté. Me respondió: «Porque en mi Iglesia recibimos el Pan, la Cena del Señor». Le insistí, ¿crees que Jesús está ahí? «Claro», respondió. ¡Ah, bueno!, pues está bien, concluí.



¿Mejorando las condiciones?
A corto plazo veo conflictos y violencia generalizada en México. No veo que haya valores en los partidos políticos, porque una vez más van a pelear por dinero y poder, y va a existir mucha fragmentación. Veo derramamiento de sangre entre hermanos.

Vislumbro un México que va en picada, que se agudiza la crisis, también a nivel de Iglesia. Veo un triste «ensimismamiento» y no veo la forma de que haya una práctica diferente para algunos pastores, para otros, ¡mis respetos! No veo cómo la Iglesia pueda ser signo de paz, si se sigue alimentando esa imagen de Cristo que justifica la injusticia, la pasividad, el encierro, la exclusión...

También veo un despertar de México, nación rica en valores; veo una hermandad buscando la paz de su pueblo. Creo que entre todos construiremos ese templo social que pide María en el Tepeyac, ese «santuario» que somos toda la sociedad; ese templo que pide nuestra madre no es otra cosa más que el establecimiento del Reino de Dios, donde todos quepamos, para disfrutar de la diversidad.

Misioneros desde donde estamos
Creo que los lectores de Esquila pueden ayudarnos espiritualmente, pero también tienen una tarea: no pueden quedarse mirando al cielo contemplando a otras personas. Su tarea es aprender a querer y respetar a sus hermanos. El Reino de Dios se construye en las relaciones respetuosas, de paz, justicia y amor.

Le comento a la gente que con la admiración a mi persona no ganará nada para la Iglesia. Sería mejor que asumiera el compromiso que tiene y que se ponga a trabajar. Yo no tengo nada que la gente no tenga: bautizados y consagrados con la misma misión que yo.

Uno debe construir su propia vocación y ser misionero desde donde está. No se inquieten, los migrantes nunca se han quedado con hambre; cuando no alcanza la comida voy con mis amigos y les pido. Ellos llevan tortas a los indocumentados y me dicen: «Gracias por habernos pedido ayuda». A veces no tengo para pagar los gastos, pero a todos lados me invitan. En ese aspecto me considero ¡el hombre más rico del mundo!; mi riqueza es todo lo que he dado, y eso lo aprendí de un comboniano.

Que cada persona empiece a construir su propia respuesta porque Dios la espera; no se necesita ser sacerdote para realizar la misión, somos la «gente de confianza» de Jesús. Los que no están bautizados también ayudan a Dios y son amados por él.

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WebJCP | Abril 2007