No seas incrédulo, sino creyente
Pocos meses antes de morir, J. P. Sartre hacía esta confesión en una entrevista concedida al diario Le Monde: «Ante ese amasijo miserable que forma nuestro planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará, de que sólo existen fines particulares por los que luchar... no hay un objetivo humano..., no hay más que desorden.»
Estas palabras no recogen sólo el testamento pesimista del célebre filósofo francés. Expresan bien la sensación de no pocos hombres y mujeres de nuestros días. Yo mismo las he escuchado en conversaciones confidenciales: «No sé si hay Dios o no, pero tengo la sensación de que todo se acaba con la muerte. Es una pena. Quisiera creer otra cosa, pero no puedo. No sé quién me podrá convencer de lo contrario.»
Qué fácil es comprender este género de confesiones. Todos llevamos muy dentro el deseo de una vida eterna; el mismo Sartre se resistía a morir sin esperanza: «Me resisto con toda justicia y sé que moriré con alguna esperanza que, sin embargo, sería preciso fundamentar.»
Todos querríamos, tras la muerte, volver a ver a nuestros seres queridos, conocer una vida nueva y dichosa, ser felices para siempre. Pero está la muerte con su oscuridad y su misterio cerrándonos el paso a cualquier ilusión ingenua.
Tal vez por esto mismo, no es una insensatez interesarnos por lo que se dice de Cristo. Hay algo que no se puede negar: nunca, en ningún lugar, y de nadie se ha afirmado algo parecido a lo que la fe cristiana se atreve a confesar de Cristo cuando dice que «ha sido resucitado de entre los muertos». ¿Está aquí el secreto último de la vida?
Hoy todo sigue mezclado y confuso: vida y muerte, sentido y sinsentido, justicia e injusticia; todo aparece en desorden y a medias; dentro de nosotros mismos luchan entre sí el deseo de vida eterna y la desesperanza.
¿Será verdad que no todo acaba con la muerte?, ¿será cierto que al final está Dios rescatando al ser humano para una vida nueva y feliz? Desde Cristo resucitado nos llega una invitación humilde. Las palabras de Jesús a Tomás están dirigidas también a nosotros: «No seas incrédulo, sino creyente.»
Pocos meses antes de morir, J. P. Sartre hacía esta confesión en una entrevista concedida al diario Le Monde: «Ante ese amasijo miserable que forma nuestro planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará, de que sólo existen fines particulares por los que luchar... no hay un objetivo humano..., no hay más que desorden.»
Estas palabras no recogen sólo el testamento pesimista del célebre filósofo francés. Expresan bien la sensación de no pocos hombres y mujeres de nuestros días. Yo mismo las he escuchado en conversaciones confidenciales: «No sé si hay Dios o no, pero tengo la sensación de que todo se acaba con la muerte. Es una pena. Quisiera creer otra cosa, pero no puedo. No sé quién me podrá convencer de lo contrario.»
Qué fácil es comprender este género de confesiones. Todos llevamos muy dentro el deseo de una vida eterna; el mismo Sartre se resistía a morir sin esperanza: «Me resisto con toda justicia y sé que moriré con alguna esperanza que, sin embargo, sería preciso fundamentar.»
Todos querríamos, tras la muerte, volver a ver a nuestros seres queridos, conocer una vida nueva y dichosa, ser felices para siempre. Pero está la muerte con su oscuridad y su misterio cerrándonos el paso a cualquier ilusión ingenua.
Tal vez por esto mismo, no es una insensatez interesarnos por lo que se dice de Cristo. Hay algo que no se puede negar: nunca, en ningún lugar, y de nadie se ha afirmado algo parecido a lo que la fe cristiana se atreve a confesar de Cristo cuando dice que «ha sido resucitado de entre los muertos». ¿Está aquí el secreto último de la vida?
Hoy todo sigue mezclado y confuso: vida y muerte, sentido y sinsentido, justicia e injusticia; todo aparece en desorden y a medias; dentro de nosotros mismos luchan entre sí el deseo de vida eterna y la desesperanza.
¿Será verdad que no todo acaba con la muerte?, ¿será cierto que al final está Dios rescatando al ser humano para una vida nueva y feliz? Desde Cristo resucitado nos llega una invitación humilde. Las palabras de Jesús a Tomás están dirigidas también a nosotros: «No seas incrédulo, sino creyente.»
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