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martes, 19 de abril de 2011

Encuentros con la Palabra: “Les he dado un ejemplo para que ustedes hagan lo mismo (…)”


Jueves Santo – Ciclo A (Juan 13, 1-15) – 21 de abril de 2011

Un buen educador no es aquel que transmite más conocimientos, sino aquel que ayuda a los demás a adquirir los conocimientos necesarios para vivir una vida feliz. Decimos generalmente que es mejor ‘enseñar a pescar que dar el pescado’. No se pueden dar las cosas hechas. Cada uno tiene la tarea de construir su propio camino. En la medida en que vamos haciendo nuestro propio camino, vamos valorando lo que alcanzamos y continuamos siempre más adelante. La educación, como la caridad, si despierta en los otros las propias potencialidades, es más duradera y termina forjando seres humanos más autónomos y capaces de buscarse los medios que necesitan para vivir dignamente.

El Señor Jesús, la víspera de su pasión, quiso enseñarnos los fundamentos de la caridad que construye seres humanos plenos, a su medida. Como el mejor educador, no se contentó con anunciar un estilo nuevo de relaciones, ni de señalar conceptualmente las características de la nueva sociedad que invita a soñar. Dicen que el ejemplo no es la mejor manera de enseñar… es la única. Por eso, nos dio el mejor ejemplo de la caridad que debe regir nuestras relaciones interpersonales y comunitarias. No sólo ‘dijo’ lo que debíamos hacer, sino que ‘hizo’ lo que consideraba fundamental para la edificación de su cuerpo. “Mientras estaban cenando, se levantó de la mesa, se quitó la capa y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba en la cintura”.

Ante la contundencia de esta forma de enseñar, no queda otra alternativa que lanzarse a buscar en nuestro propio contexto, la manera como podemos perpetuar la calidad de esta forma nueva de enseñar y la esplendidez de esta caridad que edifica a los demás y crea lazos de comunión que sobrepasan los límites de lo humano, para construir relaciones divinas entre los seres humanos. La lista de preguntas puede ser interminable.

San Ignacio de Loyola, en su “Contemplación para alcanzar amor”, que es el broche de oro con el que cierra los Ejercicios Espirituales, afirma que si se quiere hablar de amor, hay que advertir, en primer lugar, dos cosas: “La primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras. La segunda: el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 230-231).

Después de estas dos advertencias, va conduciendo al ejercitante en una espiral, cada vez más intensa de amor, que se hace obras y que se hace comunicación... Le pide al ejercitante que traiga a la memoria “los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene, y, como consecuencia, cómo el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina” (EE 234). Y con esto, invita al que hace Ejercicios a que considere “con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a su divina majestad, es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas” (Ibíd.).

Más adelante, invita a “mirar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos dándoles el ser, en las plantas dándoles la vida vegetativa, en los animales la vida sensitiva, en los hombres dándoles también la vida racional; y así en mí dándome el ser, la vida, los sentidos, y la inteligencia; asimismo habita en mí haciéndome templo, pues yo he sido creado a imagen y semejanza de su divina majestad” (EE 235).

El tercer paso que invita a dar es “considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas sobre la tierra; esto es, se comporta como uno que está trabajando. Así en los cielos, elementos, plantas, frutos, ganados, etc., dándoles el ser conservándoles la vida vegetativa y sensitiva, etc.” (EE 236).

Es, como decía más arriba, un espiral cada vez más intenso de amor de parte de Dios hacia la humanidad, que invita a responder de la misma manera, cada vez más intensa... Frente a un Dios que no sólo me regala cosas, sino que se regala él mismo, haciéndose presente en esas cosas y haciéndose presente no pasivamente, sino trabajando en esas cosas y en toda la realidad, no queda otra alternativa que entregarse también a los demás con la misma intensidad con la que Dios se me regala...

Podríamos decir que Dios ha escogido la mejor que existe de dar un regalo. Un regalo puede darse mandando a alguien a que compre una torta en un almacén y se la lleve a una determinada persona a quien quiero expresarle mi afecto... También puedo ir al almacén y comprar los ingredientes para hacer una torta; hacerla y luego enviarla con alguien a esa persona que quiero... Incluso, puedo comprar los ingredientes y hacer la torta y luego ir a llevarla personalmente... Son formas cada vez más intensas de dar un regalo... Pero la forma escogida por Dios, la sublime forma de dar un regalo es ponerse encima un moñito e ir y entregarse a la persona que uno ama... El regalo que nos da Dios es él mismo; por eso el regalo que nos pide que le demos no son cosas sino a nosotros mismos...

El gesto de Jesús en la última cena es una invitación para que nosotros mismos nos ofrezcamos en el servicio a los que tenemos al lado y a los que más nos necesitan. Dejemos que esta forma de educar y de vivir la caridad nos cautive. Hagamos nuestra esta forma de vivir la educación y la caridad.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*

* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

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WebJCP | Abril 2007