El tiempo se ha cumplido, y la fruta madura ya puede saborearse: si el Rey Mesías llega a Jerusalem, no hay otra conclusión de que el Reino de Dios se ha instaurado definitivamente entre nosotros.
Hay clima de fiesta entre la multitud, aroma de promesa de Dios cumplida. Lo que los profetas venían anunciando -sosteniendo la esperanza del pueblo- finalmente se concreta, y es motivo de celebración.
Tan fuerte es el impulso alegre, que si las gentes se callaran, las mismas piedras hablarían con voz fuerte; la alegría no debe acallarse ni moderarse.
Sin embargo, es dable que en medio de este clima festivo nos preguntemos también ¿quién es éste que nos está llegando?.
Es el Rey Mesías que viene a tomar posesión de su reino, y sin embargo es un rey extraño, controvertido, no termina de encajar en nuestros mínimos esquemas racionales.
Desdeña cualquier carro de guerra o caballo de combate: viene montado en un burrito -un asno, un borriquillo- que ni siquiera le pertenece, es un asno prestado por un rato.
Es un Rey Todopoderoso que requiere la ayuda de los demás para cumplir su misión.
Un Rey de corte y cohorte raras: un ejército de enfermos sanados, leprosos limpios, lisiados que corren, despreciados de pié, recaudadores de impuestos y pescadores, de mujeres en pié de igualdad, de niños privilegiados y abrazados.
Un Rey nacido en la periferia, en el borde, en una aldea mínima propia de una zona siempre bajo sospecha y desprecio. Llega desde los márgenes de la vida aparentemente santa y oficial de la Jerusalem del poder político y el Templo.
Un Rey sin otras joyas que el afecto de los suyos y el desprecio de muchos.
Un Rey que no recauda impuestos, un Rey que ha decidido ser un hombre más, y además un hombre pobre, un hombre de manos ásperas y callosas, artesano y carpintero galileo, hijo de una muchacha ignota y de otro carpintero desconocido.
Aún así, las gentes celebran con júbilo su llegada, y es preciso sumarse a la procesión.
Palmas de olivo que hablan de gloria y nos recordarán pertenencia durante un año más.
Las gentes se quitaban los mantos y los tendían a sus pies, alfombrando su caminar. Ese quitarse el manto es un símbolo muy fuerte: significa despojarse de todo lo que uno es y sostiene, de todo lo que nos identifica desde nosotros mismos, quedarse a la intemperie de la incertidumbre que es producto del abandono de toda certeza de la razón.
Quizás en este Domingo de Ramos también nos toque quitarnos nuestros mantos y tenderlos a sus pies...
Tal vez no haya otra manera de volvernos capaces de descubrir al Salvador en ese hombre pobre, manso y humilde que llega en un burrito prestado al Templo sagrado de nuestros corazones.
Así sea.
Paz y Bien
Hay clima de fiesta entre la multitud, aroma de promesa de Dios cumplida. Lo que los profetas venían anunciando -sosteniendo la esperanza del pueblo- finalmente se concreta, y es motivo de celebración.
Tan fuerte es el impulso alegre, que si las gentes se callaran, las mismas piedras hablarían con voz fuerte; la alegría no debe acallarse ni moderarse.
Sin embargo, es dable que en medio de este clima festivo nos preguntemos también ¿quién es éste que nos está llegando?.
Es el Rey Mesías que viene a tomar posesión de su reino, y sin embargo es un rey extraño, controvertido, no termina de encajar en nuestros mínimos esquemas racionales.
Desdeña cualquier carro de guerra o caballo de combate: viene montado en un burrito -un asno, un borriquillo- que ni siquiera le pertenece, es un asno prestado por un rato.
Es un Rey Todopoderoso que requiere la ayuda de los demás para cumplir su misión.
Un Rey de corte y cohorte raras: un ejército de enfermos sanados, leprosos limpios, lisiados que corren, despreciados de pié, recaudadores de impuestos y pescadores, de mujeres en pié de igualdad, de niños privilegiados y abrazados.
Un Rey nacido en la periferia, en el borde, en una aldea mínima propia de una zona siempre bajo sospecha y desprecio. Llega desde los márgenes de la vida aparentemente santa y oficial de la Jerusalem del poder político y el Templo.
Un Rey sin otras joyas que el afecto de los suyos y el desprecio de muchos.
Un Rey que no recauda impuestos, un Rey que ha decidido ser un hombre más, y además un hombre pobre, un hombre de manos ásperas y callosas, artesano y carpintero galileo, hijo de una muchacha ignota y de otro carpintero desconocido.
Aún así, las gentes celebran con júbilo su llegada, y es preciso sumarse a la procesión.
Palmas de olivo que hablan de gloria y nos recordarán pertenencia durante un año más.
Las gentes se quitaban los mantos y los tendían a sus pies, alfombrando su caminar. Ese quitarse el manto es un símbolo muy fuerte: significa despojarse de todo lo que uno es y sostiene, de todo lo que nos identifica desde nosotros mismos, quedarse a la intemperie de la incertidumbre que es producto del abandono de toda certeza de la razón.
Quizás en este Domingo de Ramos también nos toque quitarnos nuestros mantos y tenderlos a sus pies...
Tal vez no haya otra manera de volvernos capaces de descubrir al Salvador en ese hombre pobre, manso y humilde que llega en un burrito prestado al Templo sagrado de nuestros corazones.
Así sea.
Paz y Bien
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