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domingo, 10 de abril de 2011

Cuando el dolor te deja sin palabras


Cuando las personas sufren en exceso, suelen quedar mudas. La opresión las deja sin palabras. No son capaces de gritar su protesta o de articular su defensa. Su queja sólo es un gemido. Así es hoy, en el ancho mundo, la voz de millones de niños explotados como esclavos en su trabajo o la voz de millones de mujeres violentadas y humilladas de mil formas en su dignidad. Así es la voz de quienes se consumen en el hambre y la miseria.

No oiremos esa voz en la radio o la televisión. No la reconoceremos en los espacios de publicidad. Nadie les hace entrevistas en los semanarios de moda ni pronuncian discursos en foros internacionales. El gemido de los últimos de la tierra sólo lo escucha cada uno en el fondo de su conciencia.

No es fácil.
Para oír esa voz, lo primero es querer oírla: prestar atención al sufrimiento y la impotencia de esos seres; ser sensible a la injusticia y el abuso que reinan en el mundo. Es necesario, además, desoír otros mensajes que nos invitan a seguir pensando sólo en nuestro bienestar, no hacer caso de las voces que nos incitan a vivir encerrados en nuestro pequeño mundo, indiferentes al dolor y la destrucción de los últimos.

Pero, sobre todo, es necesario arriesgarse. Porque, si se escucha de verdad la voz de los que sufren, ya no se puede vivir de cualquier manera. Se necesita hacer algo; plantearse cómo se puede compartir más y mejor lo que tenemos «los ricos del mundo»; cómo colaborar en proyectos de desarrollo o apoyar campañas en favor de los pueblos pobres de la Tierra. O, simplemente, dejar de ser indiferente frente a lo que le pasa al vecino del piso de abajo… que en el fondo las dos cosas son inseparables.

Normalmente nuestra fibra sensible salta cuando el sufrimiento le toca a alguien a quien nos unen lazos de afecto. Cuando no conocemos el rostro de la persona o nos resulta lejana, nos quedamos indiferentes, o, como mucho, nos sale una expresión de compasión que termina en un par de palabras.

Me pasa a mí y creo que es humanamente comprensible. Pero pensándolo con calma, no creo que sea cristianamente aceptable.

Hacemos acepción de personas entre conocidos y desconocidos, cercanos y lejanos, amigos y extraños.

Lejos andamos del mensaje de Jesús que dijo: “Amad a vuestros enemigos”: sentid como propios sus problemas, su vida, sus alegrías y sus sufrimientos.

Y Jesús continuaba: eso hará que aportéis al mundo y a la sociedad algo distinto y nuevo, algo que va más allá de lo que aportan los que se creen buenos. Lo que os hace hijos de Dios es que consideréis a todo hombre o mujer como vuestro hermano o vuestra hermana y que eso se traduzca en una actitud de solidaridad.

El dolor nos deja sin voz. Transformar ese silencio en cercanía fraterna es lo que nos da la identidad de cristianos. Lo demás son palabras o gestos que se quedan en la superficie. No cambian nuestro corazón, ni ayudan a hacer este mundo más humano.


J. Altavista
Publicado por Antena Misionera

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WebJCP | Abril 2007