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MISIONEROS EN CAMINO: Palabra de Misión: Hermanos de sal y luz / Quinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 5, 13-16 / 06.02.11
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sábado, 5 de febrero de 2011

Palabra de Misión: Hermanos de sal y luz / Quinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 5, 13-16 / 06.02.11



El fragmento que nos propone la liturgia dominical es una mínima sección del sermón del monte que ha comenzado con las bienaventuranzas, leídas el domingo pasado, y que se continuará hasta el capítulo 7 de Mateo. La tradición de estas palabras de Jesús puede rastrearse en Marcos y en Lucas. Mc. 4, 21 y Lc. 8, 16 (también Lc. 11, 33) conservan el dicho sobre la lámpara que debe colocarse sobre algo para iluminar, y no esconderla debajo de un cajón o de la cama. Mc. 9, 50 y Lc. 14, 34 reconocen que la sal es una cosa excelente, pero si pierde su sabor, nadie la salará nuevamente. Ambas imágenes son especiales para el propósito del Evangelio. Tanto la luz como la sal son elementos de uso universal, y a la vez, elementos que resisten el paso del tiempo para ser utilizados metafóricamente. En una tierra como Palestina, la luz y la sal eran importantes, y cualquier maestro judío no hubiese dudado en esgrimirlas como herramientas de sus enseñanzas. Jesús no escapa a ello. El triple registro en los Sinópticos da cuenta de la posibilidad alta de que hubiese pronunciado estas frases. Ahora bien, cada evangelista las ha interpretado en un contexto diferente. Hoy nos corresponde analizar el contexto mateano.

Encontrándose a continuación de las bienaventuranzas, cabe suponer que se refieren a los bienaventurados. Son luz y sal de la tierra los pobres en espíritu, los pacientes, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón puro, los que trabajan por la paz, los perseguidos por practicar la justicia y los insultados y perseguidos a causa del Cristo. Esto ya nos sitúa en una interpretación un tanto diferente a la clásica, según la cual, los cristianos de la institución eclesial son los únicos que pueden adjudicarse el simbolismo. Según las bienaventuranzas, la sal y la luz son el grupo de los oprimidos y el grupo de los que luchan contra esa opresión. Aquí no hay distinciones entre cristianos y no cristianos, y mucho menos entre cristianos de una u otra denominación. Aquí hay seres humanos: algunos sufren la opresión de los sistemas injustos (y son sal y luz porque con su vida que clama justicia intentan despertar al mundo), otros combaten esos sistemas (y son sal y luz porque ayudan a construir el Reino); quedan los opresores y los indiferentes (que, evidentemente, no son ni sal ni luz). De manera que la línea universalista trazada por el Evangelio reconoce en cualquier persona, de cualquier religión, la potencia de transformar el mundo. Esa potencia se expresa en la concordancia con el Reino de Dios. Puede que muchos no hayan oído jamás el concepto del Reino de Dios, pero su práctica cotidiana por liberar al prójimo los hace cercanos e, inclusive, cumplidores del proyecto del Padre. Esto se enmarca en una actitud de Jesús que algunos teólogos catalogan como macro-ecuménica. Significa que Jesús supera el centralismo judaísmo y expande los límites de la verdad sobre Dios hasta lugares insospechados y ya difíciles de delimitar. Lo que importa ya no es tanto la religión que uno elige o el modelo institucional desde donde se establece el vínculo con el Padre; lo que importa es que exista el vínculo y que ese vínculo se refleje en acciones concretas que mejoren la vida de los hermanos. La idea de la gran familia universal que propone Jesús tiene este núcleo: si todos somos hijos del mismo Padre, no hay otra opción válida que reconocernos como hermanos y trabajar mancomunados (sin competencia) para que a nadie de nuestra familia (a ningún ser humano) le vaya mal. El sermón del monte tiene algo de este macro-ecumenismo; se habla del sol que sale sobre malos y buenos o la lluvia que cae sobre justos e injustos (cf. Mt. 5, 45), y de que no basta con decir Señor para entrar el Reino, sino de cumplir la voluntad del Padre (cf. Mt. 7, 21). Muchos cristianos cumplen religiosamente las obligaciones dominicales y hasta el diezmo, pero siguen sin internarse de lleno en la voluntad del Padre; en cambio, otras personas sin domingo y sin diezmo, tienen hambre y sed de justicia o trabajan por la paz, por lo que son bienaventurados, por lo que son sal y luz de la tierra.

El texto original en griego sobre la sal, en Mateo, es interesante. Podría traducirse así: ustedes son la sal de la tierra, pero si la sal enloquece, ¿quién la salará?. Este enloquecimiento de la sal equivale a decir que la sal se vuelve una tonta, una necia. En este caso podemos trasladarnos al final del sermón del monte, a la parábola de las dos casas (cf. Mt. 7, 24-27), una construida sobre roca por un hombre sensato y otra construida sobre arena por un hombre insensato o necio (moros en griego, de la misma raíz que verbo morainos utilizado para la sal). La primera casa resiste a la tormenta y simboliza al que ha escuchado las palabras de Jesús y las pone en práctica. La segunda casa se desmorona porque no tiene práctica, porque es de aquel que escucha a Jesús sin aplicar su sabiduría a la vida. Siguiendo el planteo macro-ecuménico, se lee claramente el intento de superar una relación con Dios basada en la religión institucional. Importa que la sabiduría impartida por Jesús se manifieste en hechos concretos, en la vida de los otros que podemos mejorar desde la plenificación de nuestras vidas. Allí se puede ser sal, salando la tierra desde las bienaventuranzas. La sal es, para el Antiguo Testamento, símbolo de la alianza. Leemos en Num. 18, 19b: “Esta será una alianza de sal – una alianza eterna – para ti y tu descendencia, delante del Señor”, y en Lev. 2, 13: “En cambio, sazonarás con sal todas las oblaciones que ofrezcas. Nunca dejarás que falte a tu oblación la sal de la alianza de tu Dios: sobre todas tus oblaciones deberás ofrecer sal”. En este sentido, ser sal de la tierra es hacer visible que existe una conexión con el Padre, una conexión permanente. El texto de Marcos sobre la sal, quizás, resalte en mayor medida el sentido de compromiso público entre el discípulo y el Maestro, pero en Mateo parece haber una lectura más amplia de la alianza. Es cierto que el discípulo de Jesús tiene una alianza pública y firme (de sal) con Dios, pero eso no quita que otros, no reconocidos públicamente como discípulos, no la tengan. Siempre que alguien luche por la justicia o la paz, que ayude al prójimo, que libere a un oprimido, se estará renovando la alianza entre Dios y los seres humanos.

Una sal enloquecida es lo mismo que una luz guardada en un cajón o puesta bajo la cama. Lo lógico es que la luz se ponga en los lugares altos para que ilumine toda la casa y sirva mejor a su función. Lo lógico, también, es que los actos de liberación, justicia y paz se expandan, alcancen a todos, se hagan visibles y, desde su visibilidad, denuncien y cambien las cosas. No se trata de la beneficencia de los famosos que reditúa popularidad. Se trata de no dejar en el anonimato las acciones que recuerdan ese vínculo profundo que tenemos con el Padre. Se trata de recalcar los proyectos que coinciden con el Reino de Dios, así no se traten de proyectos nacidos en el seno del cristianismo. Esto no significa ocultar el origen cristiano de aquellas iniciativas que sí lo tienen. Todo lo contrario. Jesús asegura que el fin último de hacer brillar la luz es la gloria del Padre. Si el mundo ve una Iglesia comprometida, una Iglesia de bienaventuranzas, entenderá mejor a Dios, llegará mejor a Él, y lo glorificará, le dará gloria. La palabra gloria, en la Biblia, tiene su origen en el hebreo kabod, que significa algo pesado. La gloria de Dios, para el Antiguo Testamento, es el propio peso que tiene Dios por ser Dios. Su gloria es su propio ser, lo que es y lo que hace. Dios manifiesta su gloria cuando deja que el ser humano vea o comprenda algo que es pesado, denso, que lo representa a Dios casi a la perfección. La Creación, por ejemplo, como siempre afirmó la Iglesia, es una revelación de la gloria de Dios, pero no algo que aumenta su gloria. La resurrección, también, es la manifestación de la gloria divina, porque revela algo propio del peso específico de Dios: es un Dios de vivos, de la vida, capaz de vencer a la muerte. Entonces, las iniciativas que dignifican al ser humano son obras que hacen palpable la gloria de Dios, porque es parte de la esencia divina querer la plenitud del humano. Aquí está el meollo de la afirmación de San Ireneo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. Es su gloria porque es su densidad íntima, porque es el querer constante y profundo del Padre. Arnulfo Romero lo llevará más adelante: “La gloria de Dios es que el pobre viva”. Eso parecen afirmar las bienaventuranzas. El deseo medular del Padre es que los marginados alcancen la plenitud, y que la humanidad se transforme para que ya no existan pobres.



Sal y luz son los símbolos que utilizamos frecuentemente en los encuentros misioneros, en las reuniones de catequesis, en las asambleas parroquiales. Hablamos de sal y de luz aplicándonos a nosotros mismos la metáfora. Y no está mal. Pero tampoco está completo. Por fuera de nosotros, pero muy conectados sin saberlo, hay muchísimas sales y muchísimas luces que tratan de darle vida al pobre. Algunos lo hacen más organizados, como instituciones, fundaciones, ONGs. Otros lo hacen de manera aislada, o en pequeños grupos desconocidos por las páginas web o la televisión. Son bienaventurados que, sin necesariamente profesar nuestra religión, entienden que el mundo no puede ser querido por algún Dios así como está. Son personas que tienen esperanza (y eso ya es bastante). La pregunta crucial para nosotros es si estamos capacitados para trabajar a la par. O más aún: si estamos capacitados para reconocerlos como sal y como luz, para rezar por ellos en nuestros encuentros, para proponerlos como modelos en nuestras catequesis.

Tenemos una originalidad increíble para aportar a la transformación del mundo. Tenemos la originalidad de Jesús, y creo que es un valor inigualable. Pero también creo que Jesús estaba dispuesto a pensar en un Reino de Dios más abierto, más grande, con menos límites. Para ser fieles a esa utopía del Maestro, sin renunciar a nuestra identidad cristiana, tendríamos que hacer el esfuerzo de encontrarnos con los que trabajan por la paz y son judíos, los que detestan la injusticia y son musulmanes, los que dignifican a los pobres y no se han afiliado a ninguna congregación. Junto a ellos podemos dar gloria a Dios; no hace falta que vengan a nuestras misas, no hace falta convencerlos, no necesitamos que se bauticen; trabajando a la par damos gloria a Dios. Y Jesús se alegra cada vez que eso sucede, porque pareciese que entendemos, de a poco, lo que significa ser hermanos.

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WebJCP | Abril 2007