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sábado, 15 de enero de 2011

Palabra de Misión: Testigos de lo que no vimos / Segundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Jn. 1, 29-34



Este domingo litúrgico que los católicos identificamos como el Segundo del Tiempo Ordinario, en realidad, bien podría ser el último del tiempo Navidad-Epifanía. La lectura está cuidadosamente seleccionada para ser la conclusión de las celebraciones que se vienen llevando a cabo. En este Ciclo A, donde el Evangelio guía es el de Mateo, hoy leemos a Juan y una porción de su visión sobre Juan el Bautista. Como precursor e iniciador de lo que será la tarea pública jesuánica, Juan es profeta, sobre todo presentado así por Marcos, Mateo y Lucas; en Juan, quizás, el hincapié está en su condición de testigo válido. Su testimonio vale, justamente, porque es un profeta, un hombre que habla en nombre de Dios lo que Dios le manda decir, pero no se resalta demasiado su mensaje más desligado del Mesías, sus exhortaciones. Mateo y Lucas, particularmente, han conservado en sus libros unos versículos que dejan entrever la preocupación del Bautista por el arrepentimiento ante la ira de Dios (cf. Mt. 3, 7-8), la ayuda a los necesitados (cf. Lc. 3, 11), y la liberación de las opresiones económicas y políticas (cf. Lc. 3, 13-14). El Evangelio según Juan reduce la participación del profeta a una subordinación completa ante el misterio crístico; no hay exhortaciones morales ni prédicas económico-políticas. El Bautista, para Juan, es:

a) Un hombre enviado por Dios (Jn. 1, 6): este es su origen. Lucas lo remontará a Zacarías e Isabel (cf. Lc. 1, 5-25). Para el cuarto evangelista, la introducción en la historia del personaje proviene directamente de Dios, sin intermediarios. Es un enviado, por lo tanto, un hombre con una misión divina.

b) Un testigo de la luz (Jn. 1, 7): su misión es dar testimonio de la luz del mundo que es el Cristo. La tarea que le encomienda, específicamente Dios, es la de señalar la luz para que la gente crea. Es un intermediario en la fe. Es un testigo autorizado, pues la misma divinidad lo cataloga como tal. Su testimonio, por lo tanto, es válido, en el pasado y en el futuro. Dios le ha concedido una misión que se prolonga hasta el final de los tiempos. Vino a la historia como testigo, como el que ve y cree, como el garante del mesianismo de una persona: Jesús de Nazareth.

c) No es la luz (Jn. 1, 8): el Evangelio quiere dejar en claro que el Bautista no es el Mesías, sino el testigo del Mesías. No se lo puede confundir, porque confundiéndolo, no sólo se atentaría contra la misión de Jesús, sino contra la misma misión de Juan. Dios lo ha elegido para ser testigo de la luz, y su plenitud está en el testimonio, no en la usurpación de una condición crística que no le corresponde.

d) Precede a la luz en una paradoja (Jn. 1, 15): en una complicada noción y mezcla de espacio y tiempo, el Bautista declara que quien viene después de él, en realidad, estaba desde antes. Jesús, existente desde siempre, pre-existente, se presenta ante el mundo después que Juan, haciendo la paradoja de un orden cósmico. Viene a posteriori siendo el a priori de todo. El Bautista no es más que la consecuencia del Cristo, aunque los hechos pareciesen indicar lo contrario: que el Mesías es la consecuencia de la aparición de Juan.

e) La voz que clama (Jn. 1, 19-23): ante las inquisitorias del juicio contra Jesús que empieza a desatarse y desarrollarse desde el primer capítulo de la obra joánica, el Bautista rápidamente desvía la atención de su persona. Él no es el Mesías, ni Elías ni el profeta esperado. Es llamativo que ante la pregunta sobre quién es, la respuesta sea referida al Cristo mediante una negación: no soy el Mesías. Elías y el profeta esperado son dos personajes ansiados escatológicamente en la tradición hebrea. Juan tampoco se identifica con ellos. Es como si quisiese reducir su protagonismo al máximo. Sólo se hace conocer como la voz que clama en el desierto anunciada por Isaías (cf. Is. 40, 3); tradición que han conservado también los Evangelio sinópticos (cf. Mc. 1, 2-3; Mt. 3, 3; Lc. 3, 4), dándonos a pensar en la probabilidad muy cierta de que Juan el Bautista haya entendido su misión, verdaderamente, a partir de este texto isaiano que habla de la esperanza de la liberación, en aquel caso, del destierro y esclavitud en Babilonia. Entendiéndose desde ese punto, el Bautista sería como este Isaías que no es el Mesías liberador, pero que consuela y habla al corazón del pueblo anunciando la pronta llegada de la salvación (cf. Is. 40, 1-2).

f) El bautismo introductorio (Jn. 1, 26-27): lo que hace Juan es una preparación. Su testimonio anuncia la plenitud, allana el sendero, prefigura lo definitivo. Al bautizar con agua no hace otra cosa que establecer la pre-figura de la figura real que será el bautismo en el Espíritu Santo en manos del que viene. Los fariseos no lo entienden, y por eso le preguntan desconfiados para qué se dedica a bautizar, siendo que no es Mesías ni Elías ni el profeta esperado (cf. Jn. 1, 24-25). Juan sabe que bautiza para que a Israel se manifieste el Cristo. No aparecerá el Mesías sobre un terreno estéril, sin trabajo. Ha estado el precursor, el Bautista, haciendo la pre-figura de una realidad total; la pre-figura tiene limitaciones, pero es el escalón anterior a la figura y la preparación adecuada.

Este personaje presentado por el cuarto evangelista es el único que aplicará a Jesús, en todos los Evangelios, el título de Cordero de Dios, y sólo en dos oportunidades (cf. Jn. 1, 29.36). Claramente, la alusión es al cordero pascual (cf. Ex. 12), macho, sin defecto y de un año. El autor terminará de develar el misterio en el relato de la crucifixión, cuando asevere que “era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor de la hora sexta” (Jn. 19, 14), lo que significa, alrededor del mediodía, horario en que se sacrificaban los corderos pascuales en el Templo de Jerusalén. El paralelo es ineludible. En la cristología joánica, Jesús es el cordero pascual de Dios. En un constante proceso de suplantación de la institucionalidad judía por la persona de Jesús, Juan acaba suplantando la Pascua judía con la pasión y crucifixión. Este cordero crístico es el que quita el pecado del mundo. Pecado en singular; no se habla aquí de los pecados que podemos enumerar, sino del mal que está en la raíz de la falta de plenitud humana. El pecado es, por definición, el alejamiento de Dios, el corte de la relación con el Creador. El Cordero Jesús viene, justamente, a restablecer esa relación entre Dios y los seres humanos, atacando a los pecados desde su fuente: la separación entre lo divino y lo humano. Y como en la pascua judía, Dios viene para liberar. En la liberación se camina hacia la plenitud. Quitar el pecado, por lo tanto, es romper las cadenas que atan al ser humano.

Sobre el Cordero de Dios está el Espíritu Santo, que permanece en Él. Lo que actúa, por ende, es acción espiritual, inspirada, guiada desde lo alto. Pero no siendo esto suficiente, falta una declaración que, en la función testimonial del Bautista, es la cumbre de lo que viene sosteniendo: este Cordero, este hombre de Nazareth, es el Hijo de Dios. Juan Bautista testimonia algo que le puede costar la vida. Mientras los interrogatorios anteriores dan la sensación de que el precursor se evade de las preguntas, en Jn. 1, 34 compromete su existencia diciendo que, por lo que vio, está en condiciones de testimoniar acerca de la filiación divina de un ser humano concreto: Jesús. Eso vale la pena de muerte en el judaísmo, es una blasfemia.

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El acto testimonial del Bautista, o mejor dicho, la misión testimonial, es un modo de interpelación para nuestro compromiso. El verbo ver es importantísimo en el cuarto Evangelio. En la perícopa que leemos hoy, Juan ve acercarse a Jesús, ha visto el Espíritu sobre Él y por lo que vio da testimonio de que es Hijo de Dios. La primera visión es material, de un varón judío que viene caminando. La segunda visión es sobrenatural, pero el texto nos habla de un signo físico (la paloma) que nos permite llegar hasta el simbolismo del Espíritu. La tercera visión, sobre la filiación divina, es una visión de fe. No hay elementos materiales, sino la certeza de lo que cree Juan. Para la Iglesia, esto es una invitación a dar testimonio sobre las cosas que ve y que no debería callar. No se puede ocultar un delito cometido en el seno de la institución eclesial, ni hacer oídos sordos a los reclamos de los pueblos oprimidos. La visión eclesial tiene que ser amplia y profética para ser testimonial del Evangelio. Amplia para abarcar la mayor cantidad posible, para no dejar que se le pase nada, para evaluar la realidad desde todos y cada uno de los ámbitos. Muchas veces, una visión reducida de la realidad lleva a un posicionamiento equívoco. El aspecto profético tiene que ver, sobre todo, con estar presentes en medio de los que sufren injusticias. Los profetas de Israel se caracterizaban por denunciar la injusticia que vivían ellos o sus compatriotas; eran gente del pueblo para el pueblo. La Iglesia honra esa tradición heredada de Israel cuando, viviendo entre los que sufren, se hace presente en las esferas de decisión para luchar porque las cosas cambien.

Pero la Iglesia también da testimonio sobre cosas que no ve directamente. Da testimonio sobre un Cristo resucitado que no lo tiene físicamente. Da testimonio sobre un Reino de Dios que no se ha instaurado definitivamente. Da testimonio del amor, a sabiendas de que es un concepto abstracto. Da testimonio de comunidad sin poder presentar más que la utopía comunitaria de Jesús. A pesar de las dificultades, su Señor la ha enviado hasta los confines de la tierra para dar testimonio de todas esas cosas. Como el Bautista, tiene que dar un salto de calidad en fe. La Iglesia tiene que estar segura para proclamar al Hijo de Dios. Esa seguridad, mal que nos pese, no está en estatutos ni en manejos empresariales. Cuando la institución eclesial decide manejarse así, se pierde, se desgaja de sus orígenes. La seguridad está en haber comprendido los signos, como Juan comprendió la paloma. Los signos de los pobres, de los excluidos, de los niños desnutridos, de las mujeres relegadas, de la depresión social, de la voracidad del capitalismo. Los signos de las iniciativas no gubernamentales por la ecología, las organizaciones populares, los gobiernos democráticos. Cuando la Iglesia lea con seguridad los signos de los tiempos, entonces será con seguridad testigo.

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WebJCP | Abril 2007