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MISIONEROS EN CAMINO: Homilías y Reflexiones para el III Domingo del T.O. (Mt 4, 12-23) - Ciclo A
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sábado, 22 de enero de 2011

Homilías y Reflexiones para el III Domingo del T.O. (Mt 4, 12-23) - Ciclo A

UNA INVITACIÓN QUE VALE LA PENA
Publicado por Iglesia que Camina

Jesús comienza su predicación no en un espacio fácil, sino allí donde la gente está en sombras de muerte. Aquel era un lugar tenido como pagano y comienza con una buena noticia para todos: es el anuncio y la llamada a la “conversión”.

Con frecuencia cuando se nos habla de conversión como que torcemos el cuello y miramos a otra parte porque la inmensa mayoría se imagina que eso de “conversión” es una invitación a complicarnos la vida, ¡con lo bien que nos sentimos todos tal y como estamos!

Y ahí está el gran engaño y equívoco. Porque “conversión” es una manera de confiar en nosotros, incluso en los que parecen malos, y es una manera de decirnos que nosotros podemos ser más, podemos ser mejores y podemos sanarnos y curarnos de todas esas enfermedades que todos llevamos dentro del corazón.

Lo peor que le podemos decir o podemos pensar de alguien es: “Ese es imposible que cambie.” Lo cual significa falta de confianza en él. Es decirle que él no vale para nada. En cambio Jesús, aún hablando a gente que vive alejada religiosamente, les ofrece la posibilidad de cambiar.

Si alguien nos anunciase que podemos mejorar nuestra condición económica y social, ciertamente lo tomaríamos como una buena noticia. Si alguien nos anunciase que podemos mejor nuestra casa, sería una buena noticia. Si alguien nos dijese que podemos mejorar nuestro status dentro de la empresa en la que trabajamos sería buena noticia.

Pues aquí Jesús anuncia todo eso, sólo que primero nos anuncia que nosotros podemos cambiar para que todo el resto sea posible. ¿Acaso las cosas malas que nos agobian no tienen sus raíces en nuestro corazón?

Convertirnos es decirnos que “podemos ser más”, que podemos “ser mejores”, que podemos ser más felices y que podemos cambiar las cosas. Porque es una conversión que tiene como razón el hecho de que “el reino de los cielos está cerca”, que un mundo nuevo está cerca, que una familia nueva está cerca, que un mundo más humano y fraterno está cerca.

¿Acaso no queremos ser mejores de lo que somos? Sería una pena que nos quedásemos donde estamos cuando podemos mirar mucho más lejos. No nos contentemos con lo que somos cuando Dios nos ofrece la posibilidad de ser más de lo que somos.




CONVERTIRSE NO ES CAMBIAR DE PIEL

Muchos se imaginan que convertirse es simplemente cambiar de terno, algo externo. La conversión es un proceso interno del corazón.

La conversión:
No es estrenar nuevo sombrero, sino nueva mentalidad.
No es dejar de hacer esto o aquello, sino hacerlo de otra manera.
No es cambiar de cara en el espejo, sino de modo de mirar la realidad.
No es cambiar de lugar, sino de modo de estar donde estoy.

La conversión:
es todo un cambio de corazón, de mente, de espíritu.
Es lograr el hombre nuevo del que habla San Pablo o, como dice en la Carta a los Gálatas, ser hombres del Espíritu cuyos frutos y consecuencias son “el amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza”. (Ga 5,22-23)

Por eso mismo, la conversión sí se expresa en el “hacer”. Sobretodo, la conversión afecta primariamente al “ser” porque podemos dejar de hacer lo que hacíamos y, sin embargo, seguir siendo los mismos de siempre.

La conversión interior implica, evidentemente, una nueva actitud y un nuevo comportamiento, porque el “hacer” debe corresponder al “ser”. Actuamos de modo distinto porque somos distintos. La conversión responde a aquella promesa que Dios nos hace por medio del Profeta: “Os daré un corazón nuevo.” No hay verdadera conversión con un corazón viejo.

Esto debiéramos aplicarlo a la confesión, como sacramento de penitencia o de conversión. ¿Nos cambian de verdad interiormente nuestras confesiones o seguimos siendo los mismos, eso sí con una lavadita del corazón? La confesión hay que tomarla en serio, no es una simple “lavandería”, es la decisión de un cambio interior de vida.





HORIZONTES DE LA CONVERSIÓN

Convertirse a Dios: Dios amor centro de nuestras vidas.
Convertirse a los hombres: viéndolos como hermanos.

Convertirse a la esposa: amándola y ayudándola a realizarse.
Convertirse al esposo: valorándolo y ayudándole a crecer.
Convertirse a los hijos: viéndolos como el mejor tesoro.
Convertirse a los padres: siendo agradecidos con ellos.

Convertirse a los pobres: ayudándoles a salir de su pobreza.
Convertirse a los ancianos: regalándoles compañía y tiempo.
Convertirse a los enfermos: dándoles una palabra de esperanza.

Convertirse a los que están lejos: saliendo a su encuentro.
Convertirse a los malos: ayudándoles a ser buenos.
Convertirse a la Iglesia: sintiéndose Iglesia.
Convertirse a los que no tienen trabajo: ofreciéndoles oportunidades.

Convertirse a los que no nos quieren: amándolos.
Convertirse a los que nos han hecho daño: perdonándoles.

Convertirse a los que se tienen por menos: devolviéndoles la autoestima.
Convertirse a los que tienen miedo: animándoles.
Convertirse a los que tienen techo: hospedándoles.
Convertirse a uno mismo: valorándose.
Convertirse a los extraños: acogiéndolos.




UNA TAREA DE TODA LA VIDA

Algunos preguntan cuánto tiempo dura el convertirse verdaderamente a Dios. La respuesta es bien simple: toda la vida. Convertirse no es como quien termina primaria o secundaria o, incluso, la Universidad. Convertirse es un proceso diario que dura toda la vida.

¿Razones? Porque toda la vida Dios nos está llamando y nos está regalando el don de la gracia. Y toda gracia es una llamada a la fidelidad a Dios. Por eso nunca estaremos convertidos del todo. Hablamos de ésta o aquella conversión. De personajes que, en un momento de sus vidas decidieron cambiar de vida y se entregaron a la gracia de Dios, se dejaron cambiar por la gracia de Dios.

Pero ese fue el primer paso. Luego, vivir como convertido implica la fidelidad de todos y cada uno de los días. Digamos que para Dios estamos siempre “inacabados”, siempre podemos ser mejores y siempre podemos crecer espiritualmente. Alguien escribió una petición a Dios muy bonita y que debiéramos repetir nosotros cada día: “Señor, que los malos sean buenos. Que los buenos sean santos. Y que los santos sean más simpáticos.”

Es que la gracia nos sitúa cada día frente a problemas y situaciones distintas a las que estamos llamados a responder. Dios no es estático sino que es historia. Por eso nuestro problema no es ser buenos sino ser mejores cada día. Esto es algo que nos debiera animar y entusiasmar a todos. Pensar que ninguno de los días han de ser iguales y que ninguna noche debiéramos acostarnos iguales que cuando nos levantamos por la mañana. Jesús nos dijo en una ocasión: “Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto.” Una meta que nunca lograremos. Por eso, para ser mejores no hay jubilación alguna. Los años son un motivo para dejar de crecer.


APRENDE A ESTAR SIEMPRE BIEN CON DIOS

No pretendas manipular a Dios, no es Él quien debe adaptarse a tus caprichos sino que serás siempre tú quien debas adaptarte a sus exigencias.
No pretendas que Dios solucione todos tus problemas. Tus problemas tendrás que solucionarlos toditos tú mismo. Lo único que puede hacer Dios es ayudarte, darte fuerzas para que los soluciones.
Jamás culpes a Dios de las cosas que te salen mal, ni de tus enfermedades, accidentes o fracasos. No suele ser ése un deporte practicado por Dios. Antes de culparle a Él, examina bien qué ha sucedido para que estas cosas pasen.
No te atrevas nunca a romper tus relaciones con Dios amargado porque tú le pediste no sé qué cosas y no te las concedió. Dios no es una farmacia, ni un supermercado, ni la oración es para eso.
Jamás se te ocurra pensar que las cosas te salen mal sencillamente porque Dios te está castigando por lo que hiciste no sé cuando y no sé dónde. Dios tampoco reparte castigos, sólo reparte amores, castigos jamás. Si las cosas te salen mal será por otras razones, jamás por castigo de Dios.
A Dios considérale el mejor amigo que te queda, el único amigo de verdad.
Cada mañana al levantarte piensa que Dios quiere para ti un día muy feliz. Tu infelicidad le duele en su propio corazón. No olvides que eres su hijo.
No dejes de pasar ni un solo día sin dedicarle un ratito de tu tiempo. No seas de los que tampoco tienen tiempo para Dios o solo le conceden los “vueltos”, es decir, el tiempo que no te sirve para nada.
No olvides que Dios te necesita para hacer felices a los demás. Por eso, cada mañana, te pide una sonrisa para que sea la sonrisa que Él mismo regala a los demás.
Si algún día metes la pata y lo ofendes, no todo está perdido. Él no ha roto las relaciones de amistad contigo. Claro que el teléfono de tu corazón está malogrado y no recibe llamadas. Por eso, aún entonces, sigue considerándolo tu mejor amigo. Y apresúrate a reconciliarte con Él por la penitencia.
No le pidas lo que tú mismo puedes hacer. Pero cuando ya no puedas más, pídele que te dé fuerzas para seguir adelante.
Sería bueno que Dios pudiera considerarte a ti como el mejor amigo que tiene en el mundo. No te está pidiendo mucho, sólo te pide tu amistad.

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WebJCP | Abril 2007