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MISIONEROS EN CAMINO: Evangelio Misionero del Dia: 4 de Enero de 2011 - TIEMPO DE NAVIDAD MARTES DE LA SEMANA II
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lunes, 3 de enero de 2011

Evangelio Misionero del Dia: 4 de Enero de 2011 - TIEMPO DE NAVIDAD MARTES DE LA SEMANA II


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 1, 35-42

Estaba Juan Bautista con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Éste es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?»
Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?»
«Vengan y lo verán», les dijo.
Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo.
Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas», que traducido significa Pedro.

Compartiendo la Palabra
Por Por Neptalí Díaz Villán CSsR.

Etimológicamente viene del latín vocatio – onis (acción de llamar). De manera general se utiliza cuando una persona se siente llamada por algo o por alguien a realizar un proyecto. Desde nuestra parte religiosa, es la llamada que Dios hace al ser humano para seguir sus caminos y construir una historia con él.

Durante mucho tiempo en una Iglesia jerarquizada y clericalizada, la vocación era referida al clero (papa, obispos, cardenales, sacerdotes y diáconos) y a religiosos y religiosas con votos de castidad, pobreza y obediencia. Según esta concepción, los clérigos eran quienes recibían el llamado especial del Señor, los escogidos y sacados del mundo en el que vivía el común de la gente. Dios constituía y ungía de manera especial a sus obispos y sacerdotes para orientar al pueblo ignorante que debía obedecer todas las enseñanzas del clero. Se decía de una persona que tenía vocación porque Dios la llamaba para ser sacerdote, monje o monja, para vivir la perfecta caridad con la práctica de los santos votos. Pastoral vocacional era el trabajo que desempeñaban algunos clérigos, monjes y monjas, con el fin de animar a los jóvenes a entrar a una diócesis o a una comunidad religiosa y vivir entregados al servicio del Señor. De esta manera vivirían la perfecta caridad que sólo es posible alejándose del mundo. Recuerdo que cuando estudiaba en el seminario muchos de mis compañeros se retiraron o fueron retirados porque “no tenían vocación”.

Afortunadamente, con la constante y casi terca insistencia de algunos teólogos como nuestro entrañable padre Bernard Häring, la Iglesia jerárquica aceptó que Dios llamaba a todo ser humano. Cada persona discernía el llamado y trabajaba por el Reino según sus carismas. A partir del Concilio Vaticano II (especialmente con la constitución Gaudium Et Spes numerales 3, 10-12, 19, 21, 25, 32, 63) se fue cambiando el sentido. Aunque 25 años después del Concilio algunos todavía lo toman en el sentido tradicional, hoy sabemos que todos los seres humanos somos amados y llamados por Dios para ser piedras vivas de esta edificación.

El llamado ocurre en la conciencia de la persona. Samuel (1ra lect.) sintió un llamado. No era una voz clara, pero con la ayuda del sacerdote Elí pudo discernir y descubrir que era el llamado de Dios. Siguió sus pasos, se dejó transformar por él, creció como persona y se convirtió en mensajero de Dios para el ser humano.

Descubrir nuestra propia vocación es algo definitivo para todos, porque se trata del sentido de nuestra vida. ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál es la razón de mi existencia? ¿Hay algo tan grande por lo cual valga la pena vivir y entregar todas mis energías? ¿Hay algo por lo cual valga la pena incluso morir? Jesús encontró el sentido de su vida, vivió y murió por ello. Contemplando nuestro mundo, los signos de los tiempos y nuestro propio ser, nos daremos cuenta que necesitamos hallar nuestro papel en la historia y el sentido de nuestra vida. “Habla Señor, que tu siervo escucha”. ¿A qué nos llama hoy el Señor? ¿Cuál es mi vocación?


EL SEGUIMIENTO DE JESÚS

Para el Nuevo Testamento la llamada es fundamentalmente para seguir a Jesús, el Cordero de Dios. El Cordero en la cultura judía era el signo más importante para rendir culto; indispensable en la celebración de la cena pascual. Las comunidades cristianas, en este caso la comunidad del Cuarto Evangelio que elaboró el texto de hoy, proclamó a Jesús como el Cordero de Dios. Esto para decir que la mejor forma de dar culto a Dios es escuchar el llamado de Jesús, seguir sus pasos, luchar por su causa y estar dispuestos a morir tal como él lo hizo, sabiendo que nuestra meta es la vida.

Según el relato de hoy, Juan Bautista reconoció y señaló a Jesús como el Cordero de Dios. Los discípulos del bautista creyeron en la palabra de Juan, dieron el paso hacia Jesús y lo siguieron.

¿Qué buscan?, les preguntó Jesús. Esa misma pregunta nos la hace hoy el Señor. ¿Qué buscamos? ¿Qué nos anima, qué nos entristece, cuál es nuestra lucha, cual nuestra razón de ser?

¿Dónde moras? Es decir, ¿cual es tu casa, quién eres tú y cual es tu proyecto, tu camino? ¿Qué ofreces y qué pides? Se trata de conocer a Jesús. Conocer, en sentido griego, era tener una idea racional, un concepto, de algo o de alguien. En sentido semita (donde nació la Biblia) era tener un contacto personal. Desde la cultura semita se conoce el árbol no tanto porque se estudien en un libro sus características físicas, sino porque lo tocamos, descansamos bajo su sombra y comemos de sus frutos (Mt 7,16ss).

“Vengan a ver”. Jesús fue de cultura semita, por eso no les hizo una exposición para convencerlos de que su proyecto tenía validez. Él sencillamente los invitó a ver personalmente dónde vivía, a compartir y a descubrir si valía la pena entregar su vida por su Causa.

“Fueron, vieron y se quedaron”. Para creer realmente en Jesús necesitamos vivir este proceso. Solamente cuando nos encontremos con Él en nuestra propia carne y espíritu, cuando experimentemos su obra en nuestra naturaleza, nos quedaremos en su camino. Entonces confesaremos con pleno convencimiento con Andrés: “Hemos encontrado al Mesías”.


GLORIFICAR A DIOS CON EL CUERPO

Corinto era una ciudad de la antigua Grecia. Su historia data desde el año 2000 a.C. Estar situada entre dos mares (golfo de Corinto hacia el norte y mar Egeo o mar Mediterráneo hacia el sur) le ayudó a desarrollar la actividad comercial. Desde antaño tuvo un papel muy importante en el juego del poder: Se unió con Esparta en la guerra del Peloponeso para luchar contra Atenas (431-404 a.C.) y se enfrentó luego a sus amigos espartanos (395-386 a.C.). Fue ocupada por los macedonios bajo el mando de Filipo II en el 338 a.C. y para defenderse se unió a la Liga Aquea en el 224 a.C. cuando mantuvo su estabilidad hasta que en el 146 a.C. el ejército romano la destruyó.

Por su calidad de puerto seguía teniendo una notable importancia comercial. Por eso Julio César la reconstruyó hacia el 44 a.C. y Corinto volvió a florecer convirtiéndose en la capital de la provincia romana de Acaya y en el centro comercial más importante del archipiélago griego, encrucijada de culturas y razas, a mitad de camino entre Oriente y Occidente.

Para aquel tiempo su población estaba compuesta por doscientos mil hombres libres y cuatrocientos mil esclavos. Tenía ocho kms de recinto amurallado, veintitrés templos, cinco supermercados, una plaza central y dos teatros, uno de ellos con capacidad para veintidós mil espectadores. En Corinto se daban cita los vicios típicos de los grandes puertos. La ociosidad de los marineros y la afluencia de turistas llegados de todas partes, la habían convertido en una ciudad con un eterno carnaval, algo así como una especie de capital de Las Vegas del Mundo Mediterráneo. “Vivir como un corintio” era sinónimo de depravación; “corintia”, era el término universalmente empleado para designar a las prostitutas. Con frecuencia se oía la invitación: “vamos a corintiar”. Ya sabrán de qué se trata.

En Corinto, con una población muy heterogénea (griegos, romanos, judíos y orientales) se veneraban todos los dioses del Panteón griego. Sobre todos ellos sobresalía Afrodita, cuyo templo estaba asistido por mil prostitutas sagradas. Hacia el año 50 de nuestra era llegó Pablo en una de sus jornadas evangelizadoras, fundó una comunidad cristiana y permaneció por un periodo de dieciocho meses como animador.

Conocer la complejidad del contexto sociohistórico nos ayuda a descubrir por qué la comunidad cristiana de Corinto, era una de las más conflictivas y el por qué del texto que hoy leemos (2da lect.). Los corintios que aceptaron el evangelio, querían seguir con su vida licenciosa. Pero es claro que los impulsos humanos, entre ellos los sexuales, cuando los liberamos indiscriminadamente nos esclavizan y no nos dejan ver otras realidades humanas. De esta manera nos condenan a llevar una sexualidad mediocre y una vida meramente animal.

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Al lado opuesto en la historia del cristianismo, encontramos a San Agustín. Con el respeto que se merece como padre de Iglesia, después de llevar una vida en que el corinteo fue el pan de cada día, se pasó al otro bando y, apoyado por la antropología platónica, introdujo en la Iglesia el desprecio por el cuerpo y todo lo terreno[1]. En adelante ser cristiano implicaba fundamentalmente despreciar el cuerpo para salvar el alma. La sexualidad fue concebida como algo totalmente negativo, un mal necesario justificado únicamente para reproducir la especie. “Si hubiera otra forma de reproducir la especie habría que buscarla”, decía nuestro Padre Agustín. Los hombres y mujeres castos se pusieron de moda y se canonizó todo tipo de represiones. Para ser santo o santa se tenía que ser virgen. Ser puro significaba no tener apetitos sexuales. Los ministros de Dios debían ser célibes y reprimir santamente todo apetito carnal. El látigo, el cilicio, las hierbas amargas, los ayunos y la observancia regular de todas las normas de órdenes y congregaciones religiosas, se convirtieron en camino seguro para llegar a Dios.

Hasta bien entrada la modernidad la Iglesia vivió bajo esta consigna. Todos los textos bíblicos fueron leídos e interpretados a través del lente dualista y misógino de los teólogos medievales que condenaban el goce del cuerpo, promovían y canonizaban personajes reprimidos poniéndolos como paradigma de vida[2].


La humanidad no aguantó más. Sucedió algo así como con los Agujeros Negros, de los que habló el astrónomo alemán Karl Schwarzschild en 1916, que van atrayendo y condensando gran cantidad de energía (implosión) hasta que en algún momento se saturan y explotan (explosión). En los años 60 y 70 se dio el bun de la sexualidad, vino la píldora anticonceptiva, se popularizó la marihuana, las nuevas tendencias de la música y el mundo de la moda. El cine, la radio y la televisión, aprovecharon los impulsos sexuales innatos en el ser humano para hacer comercio. Vuelve y juega.

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Nuestro mundo repite hoy la misma la experiencia de Corinto. Como respuesta a estos excesos muchos continúan con la visión dualista platónico agustiniana (cuerpo malo – reprimido y maltratado - , alma buena – amada y salvada). Frente a estas dos tendencias extremas Pablo, en su carta a los Corintios, nos puede iluminar. El desenfreno sexual destruye: “El cuerpo no es para fornicar, sino para servir al Señor…”. El retraimiento, la represión y el desprecio por todo lo corpóreo, destruye igualmente: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo, que han recibido de Dios y habita en ustedes…”. Para Glorificar a Dios con el cuerpo hay que tener cuidado con el desenfreno y la represión, dos extremos igualmente dañinos. Necesitamos integrar armónicamente nuestras dimensiones, de tal manera que a través de nuestros cuerpos comuniquemos vida, amor, plenitud y por tanto glorifiquemos a Dios.




[1] Una de las oraciones de alguna Novena de Navidad, elaborada aún con esa mentalidad, dice: “… suplicándoos por sus divinos méritos, por las incomodidades con que nació y por las tiernas lágrimas que derramó en su pesebre, que dispongáis nuestros corazones con humildad profunda, con amor encendido, con total desprecio de todo lo terreno…”

[2] Con todo respeto hay que reconocer que el santoral está lleno de estos personajes.

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WebJCP | Abril 2007