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MISIONEROS EN CAMINO: II Domingo de Adviento (Mt 3, 1-12) - Ciclo A: Esperaban un rey
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sábado, 4 de diciembre de 2010

II Domingo de Adviento (Mt 3, 1-12) - Ciclo A: Esperaban un rey



La monarquía no fue propiamente el proyecto original de Israel como pueblo. Israel nació a partir de unos grupos que sufrían la esclavitud o la exclusión generada por el sistema monárquico, escaparon a las montañas y construyeron pueblo con un sistema distinto: el sistema tribal (las 12 tribus). La monarquía apareció luego para satisfacer el ansia de poder de ganaderos, quienes aprovecharon la crisis social que se vivía por la corrupción de los jueces e impusieron a Saúl como rey. “Río revuelto ganancia de pescadores”, decían nuestros viejos. El retorno al viejo sistema monárquico del cual el pueblo había escapado con tanto esfuerzo fue visto como una desviación al proyecto de Dios y por lo tanto como una idolatría (Jue 4,4-6; Jue 9,7-15; 1Sam 8). Por tal motivo tuvo mucha oposición sobre todo de parte de los profetas, los cuales nacieron precisamente a la par con la monarquía y como oposición a esta.


David derrocó a Saúl quien se suicidó al verse perdido y sin apoyo. A pesar de las protestas de quienes querían ser fieles a Dios y a su proyecto tribal, David logró consolidar y centralizar el poder. Formó un buen ejército con el cual pudo controlar internamente a su pueblo y enfrentarse a otros pueblos vecinos. En la parte religiosa centralizó el culto en Jerusalén para donde se llevó el Arca de la Alianza. Eliminó el sacerdocio aaronita (o sea a los descendientes de Aarón) e impuso a Sadoc, hombre de su entera confianza, como Sumo Sacerdote a quien hizo acompañar de Abiatar (2Sam 8,17; 20,25). (Por eso desde el Rey David viene la tradición del sacerdocio sadoquita). Años más tarde su hijo Salomón, ya en el trono, mandó matar a Abiatar y dejó sólo a Sadoc, pues Abiatar había apoyado a su hermano Adonías, quien también aspiraba suceder a su padre (1Re 2,13-26).


A pesar de toda la oposición de los profetas, dentro de la mentalidad del pueblo la figura del Rey David quedó muy bien librada. David era recordado como el gran Rey que le había dado estabilidad a la nación y organizado un ejército capaz de defenderse y someter a sus vecinos. Influyó mucho también el hecho de que escribas y cronistas estuvieran a su servicio para que le dieran todo el realce posible y limpiaran su imagen, como ha ocurrido y sigue ocurriendo con tantos líderes.


Por eso ante la situación crítica por la que pasaba el pueblo de Israel en el tiempo de Isaías: falta de autoridad, invasiones, empobrecimiento, explotación, deportación, etc., el profeta denunció a los líderes e hizo ver la necesidad urgente de que viniera un nuevo Rey al estilo de David. Un Rey que liderara a su pueblo y le devolviera la esperanza, que trabajara honestamente para derrotar el empobrecimiento y la iniquidad, un rey que favoreciera al huérfano y a la viuda e hiciera florecer la justicia y la paz. Este anhelo lo comparte también el Salmo 72.


A partir de Isaías el pueblo empezó a esperar la llegada de un hombre extraordinario que actuara iluminado por Él y defendiera aquello que los reyes habían abandonado por estar interesados únicamente en su propio beneficio: la libertad, la dignificación, la justicia y el derecho para su pueblo. Un hombre que unificara las tribus dispersas y fuera capaz de reconciliar y armonizar todas las fuerzas para que el país se convirtiera en un paraíso. Durante muchos años el pueblo mantuvo la esperanza en la llegada de ese ser extraordinario salido del tronco de Jesé, sobre el cual se posaría el espíritu del Señor: “Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de prudencia y valentía, espíritu de conocimiento y temor del Señor.”


Un sacerdote desertor
Por derecho y deber Juan el Bautista debió ser sacerdote, pues su padre Zacarías era sacerdote. Los evangelios no especifican cuál es el motivo por el cual Juan no fue sacerdote. No sabemos si fue que lo expulsaron del templo por algún comportamiento anómalo contra la estructura de ésta institución judía, si de pronto él renunció a su derecho o se opuso rotundamente a cumplir con su deber de continuar con la tradición sacerdotal recibida de su padre.


Lo cierto es que los evangelios presentan a Juan, encaminado por la línea profética desde muy temprana edad, en contraste con la cómoda vida de los sacerdotes en el tiempo de Jesús, aunque no todos tenían los mismos privilegios. Como suele ocurrir entre los seres humanos, también entre ellos se veían las categorías. Había sacerdotes del montón, sacerdotes principales, cercanos al Sumo Sacerdote, los ex-Sumos Sacerdotes que seguían siendo sacerdotes y tenían mucha influencia, y el Sumo Sacerdote, que a su vez era el presidente del Sanedrín (o senado), máxima autoridad judía. Aunque en ese en ese momento en todo Israel no se podía mover un catre sin el consentimiento de Roma; era ella la que nombraba al Sumo Sacerdote según sus intereses.


En general los sacerdotes no movían un dedo por estar cerca del pueblo, por escucharlo y comprenderlo, y menos por caminar con ellos y buscar solución a sus necesidades. El sacerdocio se había convertido en un negocio muy lucrativo al servicio de unos pocos privilegiados. Los sacerdotes eran unos funcionarios que se pastoreaban así mismos, se preocupaban por la pureza ritual y por mantener intacta la estructura, la cual les permitía tener ciertos o muchos privilegios, según su categoría. De esta manera el templo se había convertido en una cueva de bandidos, según lo denunció el mismo Jesús (Lc 19,45-46).


No haber ejercido su rol de sacerdote y en cambio haberse adentrado en el desierto, donde vivió de una forma excéntrica por su vestimenta y su dieta alimenticia, fue de por sí un signo de contradicción, típico de los profetas del Antiguo Testamento. Su predicación fue como su vida: recia y severa. No conoció la diplomacia y su denuncia fue frentera: a los fariseos, quienes encarnan el ideal del judío cumplidor a ultranza de la ley, así como a los saduceos, hombres autosuficientes y amantes de la opulencia, no tuvo reparos en llamarlos raza de víboras. ¿Qué nos diría hoy a nosotros? A todos les recordó que no bastaba ser hijos de Abraham y los invitó a manifestar con obras la conversión. Así como a los judíos les dijo que no era suficiente ser hijos de Abraham, nosotros recordemos que no es suficiente estar bautizados, sino que hay manifestar nuestro fe con obras.


Juan ejerció todo su ministerio desde el desierto. Ese lugar temible, entre otras cosas, por las serpientes, los escor piones, el calor, las tormentas de arena y la ausencia de agua y de alimentos. Para los judíos el desierto era sinónimo de caos y confusión. Signo de crisis por la cual puede pasar una persona o un pueblo, situación propicia para abrirse a la acción de Dios y descubrir su manifestación en su historia para salvarla (Dt 1,19ss). El desierto les recordaba de una manera especial los 40 años de camino hacia la tierra prometida. De ahí que fuera símbolo de liberación y de las pruebas por las que pasa el ser humano, en las que siempre aparece la mano de Dios para confortarlo y conducirlo por buen camino. La debilidad que el ser humano experimenta en el desierto lo hace más propenso a caer; por eso es símbolo de la tentación, como la que experimentó el pueblo cuando quiso volver a Egipto, es decir a la esclavitud (Ex 13,17ss; 14,11ss).


En este segundo Domingo de Adviento leemos a Juan, el profeta del desierto, que nos sigue llamando a la conversión. El Adviento quiere ser un tiempo de desierto para tomar conciencia de nuestro camino con Jesús y en general de nuestra concisión caminante como seres humanos. Un tiempo de conversión que exige romper con el mal (Jer 9,1ss) y marchar por los caminos del Señor (Dt 8,2-7). Quiere ser un espacio de gracia (Sal 95,8) y de salvación para ablandar el corazón. Una travesía en la cual nos privemos de todo apoyo, de toda seguridad y confiemos únicamente en el Señor, que nos lleva al desierto y nos habla al corazón. (Os 2,16).


Es un tiempo para evaluarnos sinceramente y recoger los frutos que hemos dado durante este año y en general durante toda nuestra vida. Los buenos frutos se los presentaremos a Dios y la paja que todos tenemos debe ser quemada en el fuego inextinguible del amor de Dios.


El Adviento es un tiempo para optar decididamente por Dios y su camino de salvación, como lo hizo Jesús en las tentaciones del desierto. Un espacio para tomar distancia del mundo y ver las cosas con sentido crítico. Un momento para alejarnos de la envolvente cotidianidad que nos ensordece con su ruido y guardar el silencio, que no es el de los cementerios sino el que necesita el espíritu para oxigenarse y encontrar la armonía de la vida. Un momento para el desprendimiento interior y el apaciguamiento de las tentaciones. Así como desierto es camino hacia la tierra prometida, el adviento es camino hacia la celebración gozosa y con un sentido profundo de la Navidad. No es fin, es caminata que quiere conducir a un final feliz. Sigamos viviendo profundamente este adviento, tiempo de gracia y salvación.

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WebJCP | Abril 2007