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sábado, 6 de noviembre de 2010

Palabra de Misión: Dios de vivos, Dios Viviente, vida de Dios / Trigésimosegundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 20, 27-38



La disputa de Jesús con los saduceos está conservada en los tres Evangelio sinópticos. Mt. 22, 23-33 y Mc. 12, 18-27 son el pasaje paralelo a Lucas que leemos hoy en la liturgia dominical. Ya estamos en Jerusalén y, como sabe el narrador, las sombras se ciernen sobre la historia jesuánica. Falta poco para el desenlace, y de la alegría de Galilea o lo dinámico del camino, poco queda. Ahora es la hora de los enfrentamientos finales con los principales opositores, quienes serán, en definitiva, los artífices de la maquinaria de crucifixión. En este caso, el bando que viene a poner a prueba al Maestro son los saduceos. Lo que sabemos de ellos es bien concreto y sirve para entender su teología.

Jerusalén era el territorio básico de acción de la secta saducea. Difícilmente se encontraría uno de ellos fuera de la capital y, mucho más difícil, fuera de la provincia de Judea. En realidad, esto se debe a que formaban más un partido político que un movimiento religioso. Su origen histórico hay que buscarlo en el siglo II a.C., en la época de los Macabeos. Primeramente, la secta habría nacido alrededor del 175 a.C. con un grupo de sacerdotes opositores al manoseo que se realizó con el cargo del sumo sacerdote del Templo, comprado por Jasón al rey Antíoco IV Epífanes. Más adelante, los saduceos se convierten en fieles seguidores de Juan Hircano, hijo de Simón Macabeo, iniciador de la revuelta que logró purificar el Templo de ese manoseo. Juan Hircano, entre el 134-104 a.C., además del sumo sacerdocio, hizo todo lo posible para ser considerado rey, por ejemplo, acuñando monedas con inscripciones de su título. Al mismo tiempo que Juan Hircano recibía el apoyo saduceo, los fariseos se ponían en su contra. El nombre saduceo deriva de Sadok, sumo sacerdote de la época de Salomón (cf. 1Rey. 2, 35). Los saduceos se consideraban descendientes de este personaje, reforzados (sin peso específico) en la profecía de Ezequiel que asegura que los hijos de Sadok serán los encargados de ministrar frente al mismísimo Yahvé en el final de los tiempos, dentro del templo escatológico que describe el profeta (cf. Ez. 40, 46; Ez. 44, 15). A pesar de esta profecía escatológica, los saduceos no creían en la resurrección de los muertos ni en la existencia de espíritus o ángeles (cf. Hch. 23, 8). De las Escrituras consideraban sólo como inspirada la Torá o Pentateuco, los cinco primeros libros; y su interpretación de la misma es literalista. Respecto a las legislaciones, por ejemplo, consideraban ejecutable la ley del talión, con todo su rigor. Al limitar su mirada sobre el más allá, creían que Dios recompensaba a los seres humanos en vida con las riquezas: los buenos eran ricos y los malos pobres. Obviamente, todos los saduceos pertenecían a la clase alta y se designaban como pueblo elegido y bueno. Su materialismo los llevaba a ser colaboracionistas en las invasiones. Cualquier pueblo extranjero que les ofreciese un arreglo favorable para mantener su status quo, era bienvenido. Por esta sencilla razón tenían como enemigos a los fariseos, con quienes no compartían casi ninguna creencia, y al pueblo en general, que reconocía en ellos a la clase acomodada. Buscaban que las cosas estén iguales siempre, en conveniencia de su bienestar.

Claramente, los saduceos están en la vereda opuesta a la propuesta del Evangelio. Su materialismo no se condice con el desprendimiento de Jesús y el exigido a sus discípulos; su falta de creencia en la resurrección, como veremos en el comentario de hoy, es lo contrario al pensamiento jesuánico; su colaboracionismo no tiene punto de contacto con la frase de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cf. Lc. 20, 25); su conservadurismo atenta la dinámica cristiana de seguir el soplo del Espíritu Santo.

El caso propuesto por los saduceos a Jesús, seguramente, formaba parte de los casos clásicos de análisis entre ellos; e inclusive sería uno de sus famosos argumentos para justificar su no creencia en la resurrección. Como de costumbre, la respuesta de Jesús excede a la pregunta y plantea una mirada teológica que absolutiza algunas realidades en detrimento de otras que se relativizan. En esta escena, lo absoluto es la vida. Ante cualquier valor que se ponga en juego, para Jesús prima lo vivo, lo viviente. El primer viviente es Dios mismo, fuente de la existencia, y a partir de él, los vivientes son los seres humanos, a quienes se les comunica la vida divina. Desde esta naturaleza del universo, es imposible que la muerte tenga una carga limitante al poder de Dios. La muerte no puede vencer a Dios, no puede derrotarlo. La vida tiene muchísimo más poder que la tumba. Al final del Evangelio, Lucas demostrará esa tesis con la resurrección de Jesús, pero mientras tanto, las curaciones y los exorcismos del Maestro son la muestra anticipada. Curando y exorcizando, Jesús repone la vida, la restituye al estado pleno querido por Dios. Y por ello, también, la posición radical de Jesús frente a las riquezas. Si algunos tienen lo que a otros les falta, no hay justicia y no hay vida plena, entonces no puede ser compatible con Dios la opulencia. La actitud saducea es, entonces, anti-vida. La aristocracia acomodada conservadora no promueve los valores asociados a la vida de Dios, sino que pretende mantener en un estado de muerte y estancamiento a los demás. A fin de cuentas, no creer en la resurrección es una argucia para darle marco religioso a la diferencia social. Los saduceos no creen en la resurrección porque no les conviene; porque si la vida continúa y se plenifica en el encuentro posterior con Dios, entonces no son buenos los que tienen riquezas en señal de retribución terrena; aún peor, las riquezas no significan nada y, por no significarlo, se convierten en pecado para el que las acumula.

El argumento exegético de Jesús se fundamenta en un pasaje del Éxodo (cf. Ex. 3, 6), en el encuentro de Moisés y la zarza ardiente, donde Dios mismo se revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, tres patriarcas muertos para la época mosaica. Si Yahvé es el Dios de ellos, supuestamente muertos, entonces es un Dios de vivos. Si para identificarse, Dios recurre a los antepasados, y lo hace en forma presente, entonces los antepasados están vivos. No hay razones para dar por muertos a Abraham, Isaac y Jacob; Dios los nombra como vivos y tiene sentido que quienes han depositado la vida en sus manos estén vivos. Por eso Jesús afirma que su Padre no puede ser divinidad de los muertos o de la muerte; sería anti-lógico. Yahvé es Dios de la vida, y en Él, los seres humanos son vivientes. El argumento jesuánico tiene tanto sentido como inesperado y sorprendente es escucharlo. Hay otros pasajes de la Escritura que cabrían mejor en este caso, sin embargo, Jesús argumenta con la Torá, única Palabra reconocida por los saduceos. Más profundamente, diríamos que se trata de teología en estado puro. Para definir las características de la escatología, el Maestro recurre a la definición que da Dios de sí mismo, puesto que sólo a partir de Él se entienden las demás cosas. Todo cobra sentido en Dios porque Dios es quien da sentido a las cosas, y el sentido proviene de la vida. Las cosas muertas, lo muerto, la muerte en sí, no tienen sentido. Lo vivo, la vida, eso sí lo tiene. En la teología, la muerte no puede ocupar un lugar de preponderancia; se deben leer los episodios de muerte a la luz de la vida. La resurrección es la clave hermenéutica de lo inexplicable y doloroso. La muerte, un sin sentido, se explica a la luz de la resurrección. Cuando decimos esto, no afirmamos en absoluto que la teología pueda adquirir el conocimiento pleno del estado de resurrección, ni mucho menos. Decimos que lo resucitado da vida a lo que no la tiene, y eso es suficiente para dar vuelta el mundo. Lucas tampoco sabe describirnos cómo es el estado de resurrección. Lo primero que atina a elaborar es un contrapunto entre los hijos de esta era (según el original griego) que se casan y los hijos de la resurrección que ya no lo hacen. Aquí ya sabemos que hay diferencias entre un estado y el otro. Respecto al último estado, la palabra griega que lo describe es isaggelos, un derivado de iso (similar) y aggelos (ángel). O sea, un estado angélico, que en definitiva, es hablar de un estado inmaterial no sujeto a las reglas de este mundo. Como vemos, la única manera de describir la resurrección es remarcar que se alteran las normas que rigen el funcionamiento material. Esta alteración va más allá del matrimonio o la unión carnal de un varón y una mujer; se trata de la desaparición, por ejemplo, de los bienes y las riquezas. En el estado de resurrección no pueden existir clases ni poderosos que oprimen a los pobres, porque no hay botín que repartirse. Esto no conformaba para nada a los saduceos. Un mundo así significaba perder aquello que, supuestamente, los hacía ser alguien.

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En la tumba vacía, los varones de vestiduras resplandecientes le hacen una pregunta clave a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc. 24, 5b). ¿Por qué revuelven las tumbas cuando a Jesús se lo encuentra en la vida celebrada, compartida y llevada a plenitud? ¿Por qué existe esa manía de creer en un Cristo de cementerios? A muchos cristianos les cuesta horrores estar alegres, estar de Pascuas. Pareciera que es mejor la vida sufrida, mostrar el rostro triste, enumerar las desgracias que nos suceden. Y todo, por supuesto, sería la obra de Dios que, extrañamente, le encantar ver cómo la pasamos mal.

Lo cierto es que el Padre de Jesús tiene una mirada totalmente distinta sobre la vida. Él ama la vida y quiere la vida plena para todos sus hijos. Los hijos de Dios, como se puede leer hoy, son los hijos de la resurrección. No podemos llamarnos hijos si no aceptamos la Pascua con todas las consecuencias que conlleva. La resurrección tiene que ser una actitud cotidiana, una manera de mirar el mundo y de mirar a los otros. Corremos el riesgo de ser saduceos, de creer que todo acaba aquí y que no vale la pena comprometerse en un cambio. Corremos el riesgo de mutilar a Dios en uno de sus bienes más queridos: la vida. Allí se demuestra el cristianismo. No importa cuántas procesiones organicemos ni el número de bautizados registrados en las actas parroquiales. Lo que importa es nuestro compromiso con la vida, desde la obviedad del rechazo del aborto hasta la defensa del pobre que lleva una mala calidad de vida. La existencia que tenemos que asegurar como Iglesia es la existencia plena, o sea, el sacramento de la resurrección. Cuando un varón o una mujer tienen, y aprovechan, la posibilidad de potenciarse, proyectarse y plenificarse, la resurrección se hace presente, se hace sacramento entre nosotros. Cuando la Iglesia mejora la calidad de vida de alguien, lo acompaña en su desarrollo profesional, le ofrece una comunidad de contención y le regala el espacio para encontrarse con Dios, se cumple el propósito de la evangelización. La Buena Noticia del Reino es que Dios nos quiere plenamente vivos, y que no descansará hasta que alcancemos la plenitud.

La fe en Dios, la fidelidad, se juega en la comunicación de la vida. Todas las actividades y actitudes que transmiten vida, que la promueven, que la facilitan o que la defienden, son actos de fe. Lo que oprime, mata, reduce las posibilidades o limita, son obras anti-Reino. Reproducir a Jesús implica, hoy y en el futuro, hacer frente a los grupos saduceos, a los aristócratas, a la clase acomodada, a los conservadores del sistema, a los materialistas y a todos los que mutilan la figura de Dios, para demostrar que Yahvé es Dios de vivos, y que por una vida para todos somos capaces, paradójicamente, de dar la vida.

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WebJCP | Abril 2007